E-Book, Spanisch, Band 167, 250 Seiten
Reihe: Narrativa
Gómez Escribano Después de la derrota
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19615-69-5
Verlag: Editorial Alrevés
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 167, 250 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-19615-69-5
Verlag: Editorial Alrevés
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Paco Gómez Escribano es autor de diez novelas: El círculo alquímico (2011); Al otro lado (2012); Yonqui (2014); Lumpen (2015); Manguis (2016, premio Novelpol); #MadridPrisión (2017); Cuando gritan los muertos (2018, premios Ciudad de Santa Cruz, Negra y Mortal, y finalista del premio Hammett de la Semana Negra de Gijón y del premio Novelpol); Prohibido fijar cárteles (2019); 5 Jotas (2020, finalista del premio Novelpol, finalista del premio Pata Negra de la Universidad de Salamanca y finalista del premio Cartagena Negra); y ahora Narcopiso (2023). Con Yonqui entra de lleno en el género negro. Junto al resto, las novelas comprenden un viaje físico, literario y social por distintas épocas del barrio del propio autor, Canillejas, situado al este de Madrid, que se complementa con los poemarios Versografía maldita y La vereda de la derrota, de los que han dicho que son el reverso de su prosa. Es autor del ensayo aún inédito Curso de novela negra y policíaca. También ha participado en numerosas antologías colectivas de relatos y poemas, ha sido ponente en diversos foros e institutos públicos y centros de profesores y es profesor en Cursiva.
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Pero retrocedamos unas cuantas décadas, hasta el punto de inicio de una historia que de alguna forma ha marcado mi vida, porque mientras el resto de cosas han aparecido, han estado ahí un tiempo y luego han muerto, esto ha estado ahí siempre y sigue estando.
Por aquel entonces, yo trabajaba en un periódico local de Madrid, en parte sostenido por fondos públicos y en una parte mucho menor por anunciantes que se beneficiaban del dinero del Estado. Bien relacionados con el Gobierno, los anuncios les salían mucho más baratos. El periódico duró lo que duró por esa subvención encubierta, porque, la verdad, todos eran bastante inútiles y me refiero a los jefazos. La mayoría no eran ni periodistas. Pero así estaban las cosas. Yo había trabajado en radio y en prensa. Era bueno en lo mío, original en los planteamientos, pero tarde o temprano siempre la cagaba. Recuerdo que después de dar tumbos de un medio a otro entré por enchufe en . Mi mentor me dijo que sería mi última oportunidad, que o me enmendaba o que diera por acabada mi carrera como periodista. Yo le prometí que sí, que era hora de sentar la cabeza y todas esas chorradas. Pero todo siguió igual. Miento. Peor. Una mañana en la que me tocaba cubrir un suceso de cierta importancia me quedé dormido porque tenía una resaca del carajo. Me despidieron y acabé en el periódico local.
Martínez era un facha de los de misa diaria, copa y puro. Un tipo muy franquista que hizo migas con UCD, con el PSOE y después con el PP. Sabía ganárselos a todos gracias a una obediencia humillante. Sabía hacer la pelota a base de bien. Además de director del periódico, proporcionaba putas, drogas y lo que hiciera falta a empresarios, políticos o personajes públicos que acudían a Madrid en viajes de trabajo, gentuza de alto nivel que no podía relacionarse con chulos y camellos, aunque yo he visto chulos y camellos que eran mucho mejores personas que el Martínez. Menudo pájaro, Martínez. Entraba dando los buenos días sonriendo. A él también le gustaba que le hicieran la pelota. Por eso a mí no me tragaba mucho.
Aquel día, a los cinco minutos de que Martínez ocupara su despacho, mi jefe, Peláez, se acercó hasta mi mesa.
—A mi despacho —dijo.
Lo seguí hasta un cubículo insalubre que olía a colillas de tabaco y a sudor agrio. El tipo era de estatura mediana, con una barriga que le saltaba por encima de unos pantalones anchos que sujetaba con tirantes. La camisa se le salía por un costado, como si le resultase imposible ajustarse al cuerpo irregular de Peláez, cuya cabeza calva por la parte de arriba albergaba una visera de esas descubiertas por la parte superior.
Se sentó frente a un escritorio lleno de papeles y encendió un cigarrillo. Me miró de arriba abajo, seguramente alucinado por cómo un tipo como yo había ido a parar allí, como dudando si decirme lo que tuviera que decirme.
—Tú vives por Canillejas, ¿no?
—Sí, soy de allí. ¿Por?
—Pues verás, chaval, tengo a todo el mundo ocupado y tienes que ir a cubrir un atraco.
—Claro. ¿Qué pasa, es que es en Canillejas?
—No, pero el jefe de la banda es de tu barrio. Es la banda del Chule. Han querido atracar un Banco Santander en la calle Alcalá y algo ha salido mal porque se ha presentado la Policía. Se han hecho fuertes dentro, con rehenes…, vamos, un puto cristo.
Garabateó la dirección del banco en una nota y me la pasó. Junto a unas letras difíciles de entender había algunas manchas de grasa de chorizo.
—¿Voy ahora?
—¿Tú eres tonto? ¡Ya estás tardando, joder!
Tosió, tanto que creí que se moría. Se puso rojo, se le cayó el cigarro en los pantalones y echó saliva por la boca que se limpió con un pañuelo más sucio que el palo de un gallinero.
—¿Estás bien?
—Sí. —Siguió tosiendo—. ¿Qué coño haces aquí todavía?
Salí del despacho escuchando las toses cada vez más lejanas. Cogí la chupa y salí de la redacción. Llovía con mucha mala leche. Las gotas te hacían daño.
La movida era curiosa cuando llegué al Banco Santander. Los maderos mantenían a raya a los fisgones como podían. Algunos policías situados de forma estratégica apuntaban con fusiles hacia la puerta del banco, que estaba cerrada a cal y canto. Los compañeros de otros medios estaban por allí y otros iban llegando. Un policía empezó a hablar por un megáfono diciendo a los de dentro que se entregaran, que estaban rodeados y que no tenían posibilidad alguna de escapar. Lo de siempre.
Yo era algo mayor que él, pero conocía al Chule. Lo había visto jugar al fútbol cuando era muy pequeño. El chaval no estaba muy bien de la cabeza. En el cole, curiosamente aprobaba, era uno de los pocos que lo hacían de una clase en la que todos los alumnos tenían hermanos mayores que delinquían o estaban en la cárcel. Hasta que dejó de ir. Un día, con once años, robó un coche y anduvo paseándose por el barrio saludando a todos por la ventanilla. Sonreía. Conducía con una mano y con la otra sostenía un cigarro. Casi no se le veía de lo pequeño que era. Iba pegado al volante para llegar a los pedales. Al parecer, el policía que lo detuvo en un semáforo se descojonaba vivo.
El Chule siguió robando coches, primero para divertirse, después para pavonearse llevando a su novia a dar garbeos por el barrio. La Marga estaba colada por él y él estaba colado por ella. Se engancharon juntos al caballo y juntos empezaron a dar palos en estancos, gasolineras y, sobre todo, en farmacias, porque en aquellos años en las farmacias tenían drogas para parar un tren. Yo solo los conocí de refilón, pero era imposible vivir en el barrio y no escuchar hablar de ellos. Con dieciséis años, al Chule se lo llevaron a una granja de desintoxicación porque en el centro de menores no había quien lo aguantase. Se fugó a las dos semanas para volver a engancharse y seguir dando palos con la Marga, a la que por aquel entonces la habían vuelto a llevar a donde vivía, un centro que había intentado que la adoptaran desde que era un bebé. La Marga era huérfana. Puede que las primeras veces tuviera mala suerte. Después, fue desfilando por varias casas de acogida sin que nadie la quisiera. Demasiado conflictiva. Demasiado problemática.
El Chule y sus colegas robaron un Citroën GS y lo estrellaron contra el vestíbulo del centro donde estaba ella. Salieron con pistolas y navajas, intimidaron al vigilante y al personal y se llevaron a la Marga y un par de televisores, para venderlos. Unos meses después, tanto la Policía como la Guardia Civil estaban hasta los cojones de que unos niñatos fueran por ahí dando palos, robando bolsos y amenazando al que se les ponía por delante. A él lo metieron en la cárcel por primera vez con dieciocho años. Ella empezó a prostituirse por el centro para sacar dinero y comprar sus dosis de caballo. La cosa duró unos dos años, hasta que soltaron al Chule. Salió del trullo más maleado, más rabioso y más zumbado. Lo primero que hizo fue ir a la calle Ballesta, pegar una paliza al chulo de la Marga y llevársela a Alicante en un Citroën GS, cómo no, robado. Allí se les perdió la pista.
Las huellas dactilares del Chule aparecieron año y medio más tarde en un coche estrellado contra un árbol en una carretera comarcal de Santander. La Guardia Civil los perseguía después de un atraco a una joyería. No lograron cogerlos.
A él volvieron a detenerlo tres años más tarde. En el barrio decían que la Marga y él se habían desenganchado, que por eso daban un palo y se escondían hasta que se les acababa el dinero y volvían a dar otro atraco. Exponiéndose mucho menos, la probabilidad de que los detuvieran era mucho menor. Eso y que el Chule, a pesar de la vida que llevaba, a pesar de la vida que había tenido, era bastante inteligente, según decían los periódicos. Eso cuadraba con la idea que yo tenía. Ya he dicho que en el cole aprobaba todo con la gorra, pese a que se saltaba la mitad de las clases. Cuando llevaron al Chule al juzgado, empujó a un madero por las escaleras, a otro le dio un cabezazo y escapó. No volvieron a saber nada de él ni de la Marga. Hasta ese mismo puto momento en el que yo estaba ya calado hasta los huesos frente a la puerta del Banco Santander.
Cuando menos me lo esperaba, el Chule salió del banco sujetando a una rehén por el cuello, parapetándose detrás de ella. Con la otra mano apuntaba con una pipa directamente a la sien de la chica, que lloraba y gritaba con esa expresión de miedo a morir que se le pone a la gente cuando la encañonan con un arma. Los policías se pusieron tensos, y tensos también se pusieron los dedos de los que apuntaban al Chule con fusiles y pistolas. Por mi posición, pude verlo cuando salió. Estaba delgado, pero estaba fuerte, algo que le venía de serie por genética. Sus tendones y sus venas estaban bien desarrollados, como las cuerdas de un contrabajo, y su mirada estaba bastante perdida. Daba miedo.
—¡O traéis aquí ahora mismo un puto microbús pa que mis colegas y yo salgamos de najas o monto una masacre que se caga la perra! ¡Avisaos estáis!
—¡Oye, escucha, estamos en ello! —gritó el policía a cargo del megáfono—. ¡Pero tenéis que esperar! ¡Mientras tanto no estaría de más un gesto de buena voluntad! ¡Por ejemplo, que soltarais a algunos rehenes!
El madero gritaba, pero el Chule ya había desaparecido. Cuando todo estaba un poco más relajado, el Chule abrió la puerta y dio una patada en la espalda a la chica con la que había salido antes. La piba cayó de boca en la acera. Ese fue su gesto de buena voluntad. Se la llevaron en una ambulancia solo después de que dijera a los maderos todo lo que pasaba...




