E-Book, Spanisch, 192 Seiten
Reihe: Gran Angular
Gómez Cerdá Pupila de águila
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-675-6372-6
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 192 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-675-6372-6
Verlag: Ediciones SM España
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Alfredo Gómez Cerdá nació en Madrid, en el verano de 1951. Atraído por la lectura desde la adolescencia, estudió Filología Española, especializándose en Literatura. Comenzó escribiendo teatro, género en el que publicó y representó varias de sus obras en los años 70. Sin embargo, en los 80 descubrió la literatura infantil y juvenil y pronto conoció el éxito. Desde entonces ha publicado más de setenta títulos, varios de ellos traducidos a otros idiomas.Gómez Cerdá ha colaborado en prensa y en revistas especializadas, además de participar en numerosas actividades en torno a la literatura infantil y juvenil, como charlas, libro-fórum, programas radiofónicos, mesas redondas, conferencias, etc. Asimismo, ha formado parte de proyectos educativos realizados en Estados Unidos (Aprenda II, en San Antonio, Texas). Sus libros se venden en varios países de Europa, América y Asia. Ha escrito además varios guiones para cómic.Su labor literaria le ha reportado más de veinticinco galardones, entre los que se encuentran el segundo premio El Barco de Vapor 1982, el segundo premio Gran Angular de literatura juvenil en 1983, Premio Altea 1984, accésit del Premio Lazarillo 1985 y segundo premio de El Barco de Vapor del mismo año. En 1987 dos de sus libros (La casa de verano y Timo Rompebombillas) fueron incluidos en la Lista de Honor de la CCEI, y desde entonces ha repetido en numerosas ocasiones, casi cada año. En 1994 logró el Premio Il Paese dei Bambini de Italia, y en 1996 fue accésit del Premio de novela corta Gabriel Sijé. Se hizo con otro Premio Gran Angular en 2005 por su libro Noche de alacranes. Ese año también logró el White Raven de Munich. En 2006 fue Premio Fray Luis de León, mientras que en 2008 se hizo con el Premio Ala Delta, el Premio Lector 2008 y el prestigioso Cervantes Chico por el conjunto de su obra. 2009 le trajo de nuevo el White Raven, así como el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil.
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1
MARTINA giró despacio el pomo de la puerta y empujó con suavidad. Asomó la cabeza y miró a un lado y a otro del pasillo. Las visitas se habían marchado y el silencio era casi total. Arrastró su pierna hacia el exterior, apoyándose en el quicio de madera. Sintió un leve pinchazo en el tobillo y no pudo contener una exclamación de dolor.
—Quejica —se burló Clara, la joven enfermera que la había atendido después de la operación y que en ese momento atravesaba el pasillo con un montón de carpetas en la mano.
—Si te doliese a ti... —se lamentó Martina.
—¿Te ayudo?
—No, gracias. Ya puedo moverme sola. No soy una inválida. Si quieres, hasta te llevo alguna carpeta.
—¡Qué valiente!
—El doctor Fernández me ha dicho que ande. Quiero que mañana me dé de alta.
—¡Qué ganas tienes de perderme de vista!
—A ti no. Eres... la mejor enfermera del mundo.
Clara rió con ganas. Le dio unas cuantas carpetas y la cogió del brazo.
—Tú, no es que seas la mejor paciente del mundo, pero... se te puede soportar.
—Estoy deseando volver a la calle. Sentir de nuevo el aire contaminado, el ruido... No sé, esas cosas.
—Pero si solo llevas tres días aquí...
—¡Tres días! ¡Una eternidad!
—¡Exagerada! ¿Se han ido tus padres ya?
—En este momento estarán sacando los billetes para el expreso de esta noche.
—¿Se vuelven al pueblo?
—Mi madre quería quedarse unos días más, pero no la he dejado.
—¡Qué mala eres!
—Mis hermanos están solos en el pueblo y yo estoy bien. Podría hasta bailar.
—¡Hala!
—¿Que no?
Martina se volvió de pronto hacia un lado y dejó sobre una mesita las carpetas que llevaba; a continuación tomó a la enfermera por la cintura y, con la pierna a rastras, inició unos pasos de baile.
—¿Te gusta el vals, o prefieres un rock and roll?
—¡Suéltame! —Clara no podía contener la risa—. No seas loca, te vas a hacer daño.
—El Danubio azul —continuó Martina—.«La-la-la-la-lá, la-lá, la-lá...»
De pronto, la última puerta del pasillo, la que dividía los dos pabellones, se entreabrió y por la rendija asomó un rostro anguloso, con unas gafas milagrosamente sujetas en la punta de una nariz descomunal.
—¡Ejem! —carraspeó el rostro anguloso—. ¿Qué sucede aquí?
Clara se separó al momento de Martina, sujetándola siempre del brazo por miedo a que pudiera perder el equilibrio.
—Disculpe, doctor Serrano, es que...
Y aunque lo intentó, adoptando extrañas posturas, no consiguió sujetar las carpetas, que cayeron al suelo con estrépito.
El rostro anguloso abrió unos ojos como platos. Martina se dirigió a él.
—El doctor Fernández me ha dicho que ande. Es parte de mi rehabilitación. Clara me estaba ayudando.
El rostro anguloso volvió a carraspear y desapareció tras la puerta, que volvió a cerrarse lentamente.
Clara arrimó a Martina a la pared.
—Apóyate, no te muevas.
Luego, se agachó y comenzó a recoger las carpetas con rapidez.
—Acabarán echándome del hospital —se quejaba la enfermera.
—A ti no pueden echarte del hospital.
—¿Ah, no? Tú no conoces al doctor Serrano. Es un chinche. Además, no soy fija todavía, y este hospital tiene unas normas muy rígidas. Si no las cumples al pie de la letra, a la calle.
—Se ha creído que me estabas ayudando.
Clara terminó de recoger las carpetas.
—Si hubiese sido otro, pero el doctor Serrano...
—¿Adónde vas?
—Tengo que dejar estas carpetas en la sala de enfermeras.
—Te acompaño.
—¿Quieres ponerme en otro compromiso?
—Seré buena —Martina juntó sus manos, en actitud suplicante—. Por favor, déjame ir contigo.
—Anda, vamos; pero yo llevaré las carpetas. Apóyate en mi hombro.
Atravesaron el pasillo, y al llegar a la puerta que dividía los pabellones se detuvieron un momento. Clara abrió una de las hojas y entró de espaldas.
—Pasa —dijo a Martina—. Yo sujetaré la puerta.
Martina se agarró al marco y traspasó el umbral, golpeándose de refilón con la hoja que permanecía cerrada.
—¡Ay! —exclamó.
—Ten cuidado.
—No te preocupes. Me he golpeado en la pierna buena.
Clara movió la cabeza de un lado a otro, sonrió ampliamente y ofreció a la enferma su hombro de lazarillo. Poco antes de llegar a la sala de enfermeras se cruzaron con el rostro anguloso de nariz descomunal del doctor Serrano.
—Buenas tardes —dijo Clara.
—Buenas noches —contestó el médico, subiéndose con un gesto nervioso las gafas que le resbalaban por la nariz.
—El doctor Fernández me ha dicho que empiece a andar. Clara me está ayudando —añadió Martina, tratando de echar un capote a la enfermera por el incidente anterior.
El doctor Serrano clavó sus ojos en la pierna vendada de Martina.
—¿Qué te pasó? —preguntó el médico.
—Pues... una caída, una mala caída. El doctor Fernández me operó; pero mañana me va a dar de alta.
El doctor Serrano arqueó las cejas, volvió a colocarse las gafas en su sitio y se marchó sin más comentarios.
—Tiene un rostro siniestro —comentó Martina en voz baja—. Yo no me dejaría operar por él.
—¡Tonterías! Es un médico buenísimo.
Poco antes de llegar a la sala de enfermeras, vieron cómo la puerta metálica de uno de los ascensores se abría. Salió primero una enfermera, luego una camilla, empujada por un camillero, y, por último, un médico.
—A la cuatrocientos veinticuatro —dijo la enfermera.
El camillero tomó la dirección de la 424. Clara y Martina se arrimaron a la pared para dejarle pasar. Y aunque la visión apenas duró cuatro o cinco segundos, Martina descubrió sobre la camilla a un muchacho más o menos de su edad, muy pálido, el pelo revuelto, los labios cárdenos... La botella de suero se balanceaba en el gancho de metal sobre la cabecera.
Martina siguió con la mirada la camilla hasta que desapareció tras la puerta de la habitación 424.
—Espérame aquí —le dijo Clara—. Voy a dejar estas carpetas y enseguida te acompaño a tu habitación.
Martina se recostó contra la pared, muy cerca de la puerta de la sala de enfermeras, adónde habían entrado también el médico y la enfermera que acompañaban a la camilla. Martina podía oír lo que se decía en el interior.
—Le he administrado un sedante —decía el médico—. Si por cualquier motivo se despertase, avísenme de inmediato. Pasaré la noche en «urgencias».
—De acuerdo, doctor —respondía una enfermera.
—¡Inmediatamente! —recalcaba el médico—. Ese muchacho ha intentado suicidarse.
Se oyó una exclamación y algún comentario. Si Martina no hubiese estado apoyada en la pared, tal vez se hubiese desplomado al instante. Al oír las últimas palabras del médico, sintió un ahogo en el pecho que apenas le permitía respirar; era una opresión terrible que le ascendía con estremecimiento desde el estómago y que le hacía sudar por todos los poros de su cuerpo.
El médico y la enfermera salieron de la sala y se encaminaron al ascensor.
—Los padres del muchacho están abajo.
—Dígales que su hijo está fuera de peligro. De visitas, nada. Mañana, a primera hora, que pasen mi informe a psiquiatría.
Justo cuando el médico y la enfermera entraron en el ascensor, Clara salió de la sala.
—Vamos, Martina —y la cogió del brazo.
Y Clara, al momento, sintió la crispación de aquel cuerpo, las convulsiones...
—¿Te ocurre algo? ¿Qué tienes?
Pero Martina no podía hablar.
—¡Martina! —Clara puso el dorso de su mano sobre la frente de Martina—. ¡Estás sudando! Vamos, te llevaré a tu habitación.
Martina caminaba como un autómata guiada por Clara, que no acertaba a comprender lo que le había sucedido a aquella muchacha jovial y optimista.
Atravesaron la puerta que dividía los dos pabellones.
—¿Te duele la pierna? —preguntó Clara, nerviosa—. ¿Es eso? Pero... contéstame. Me estás asustando.
...