Gómez Cerdá | Noche de alacranes | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Gran Angular

Gómez Cerdá Noche de alacranes


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-675-5276-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-675-5276-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
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Un profesor de instituto invita a Catalina Melgosa, testigo directo de la posguerra española, a dar una charla a sus alumnos. El contacto con los jóvenes y el hecho de que recuerde un episodio de su pasado, hace que Catalina rememore, durante una larga noche, su amor adolescente por Emilio, al que ayudó cuando este fue secuestrado por los maquis. Una novela que reflexiona sobre el destino que se asigna a cada persona.

Alfredo Gómez Cerdá nació en Madrid, en el verano de 1951. Atraído por la lectura desde la adolescencia, estudió Filología Española, especializándose en Literatura. Comenzó escribiendo teatro, género en el que publicó y representó varias de sus obras en los años 70. Sin embargo, en los 80 descubrió la literatura infantil y juvenil y pronto conoció el éxito. Desde entonces ha publicado más de setenta títulos, varios de ellos traducidos a otros idiomas.Gómez Cerdá ha colaborado en prensa y en revistas especializadas, además de participar en numerosas actividades en torno a la literatura infantil y juvenil, como charlas, libro-fórum, programas radiofónicos, mesas redondas, conferencias, etc. Asimismo, ha formado parte de proyectos educativos realizados en Estados Unidos (Aprenda II, en San Antonio, Texas). Sus libros se venden en varios países de Europa, América y Asia. Ha escrito además varios guiones para cómic.Su labor literaria le ha reportado más de veinticinco galardones, entre los que se encuentran el segundo premio El Barco de Vapor 1982, el segundo premio Gran Angular de literatura juvenil en 1983, Premio Altea 1984, accésit del Premio Lazarillo 1985 y segundo premio de El Barco de Vapor del mismo año. En 1987 dos de sus libros (La casa de verano y Timo Rompebombillas) fueron incluidos en la Lista de Honor de la CCEI, y desde entonces ha repetido en numerosas ocasiones, casi cada año. En 1994 logró el Premio Il Paese dei Bambini de Italia, y en 1996 fue accésit del Premio de novela corta Gabriel Sijé. Se hizo con otro Premio Gran Angular en 2005 por su libro Noche de alacranes. Ese año también logró el White Raven de Munich. En 2006 fue Premio Fray Luis de León, mientras que en 2008 se hizo con el Premio Ala Delta, el Premio Lector 2008 y el prestigioso Cervantes Chico por el conjunto de su obra. 2009 le trajo de nuevo el White Raven, así como el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil.
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2


Julio Cega, el joven profesor de Historia, la había recogido personalmente en su casa, a pesar de que ella le había dicho que no era necesaria tanta cortesía, pues sabía de sobra llegar al instituto y podía hacerlo dando un paseo.

—Por favor, es lo menos que puedo hacer –insistió el profesor.

—En esta ciudad no se tarda más de media hora en llegar a cualquier parte.

—Insisto: iré a recogerla en mi coche a la puerta de su casa.

En el trayecto que separaba su casa del instituto, callejeando por las animadas calles del centro, experimentó una sensación que solo recordaba haber sentido dos veces a lo largo de su vida. La primera, cuando a los doce años entró en la ciudad en el viejísimo coche de línea que unía los pueblos de la montaña con la capital, en compañía de su madre y de su hermano, para ver por última vez a su padre, encarcelado desde que había terminado la guerra. La segunda, cuando dos años atrás se bajó del tren, después de un largo viaje, y tomó un taxi hasta el hotel donde había reservado una habitación mientras buscaba una casa donde vivir.

En el primer viaje, tan remoto, la ciudad la fascinó y la aterrorizó al mismo tiempo. Era la primera vez que salía del pueblo y aquel conjunto inabarcable de casas, de calles, de grandes edi?cios, de gente por las calles, le pareció un mundo nuevo, tan atractivo como inquietante.

Como el tiempo todo lo transforma, la pequeña ciudad había cambiado mucho desde entonces. Se había extendido como una mancha de aceite por las riberas del río Bernesga, por el ejido, por las eras, por los desmontes... Parecía otra, pero solo se trataba de un espejismo, porque al dejar atrás los nuevos barrios de la periferia y entrar en la tela de araña del ahora llamado casco antiguo, surgían por doquier los viejos espectros, testigos mudos e indiferentes. Allí estaban las mismas casas, los mismos ladrillos, las mismas tejas, los mismos balcones enrejados, los mismos adoquines de las calles, los mismos portalones de madera, las mismas ventanas agrietadas, los mismos olores a guiso, cecina y queso fuerte... Allí se dibujaba el per?l imponente de la catedral, aunque los coches ya no circulasen a su alrededor, el patio clasicista de la Diputación, la sobria torre de ladrillo de San Marcelo, los restos descarnados de la muralla que envolvía el románico de San Isidoro...

No cabía duda. La ciudad, la vieja y pequeña ciudad, la orgullosa y ridícula ciudad, seguía arraigada a la misma tierra, bañada por dos ríos discretos que se encontraban a las afueras sin alharacas, de espaldas a las montañas del norte, las cuales parecían al alcance de la mano.

—Te encuentro muy pensativa, Catalina –le dijo de pronto Julio Cega, girando levemente la cabeza durante un instante–. Espero que no te moleste que te tutee.

—¿Molestarme? Al contrario.

—Pues... te decía que te encuentro muy pensativa.

—Sí, con los años me he vuelto muy pensativa –sonrió Catalina–. Pero solo con los años, ¡eh!, que siempre he tenido fama de cabeza loca y de no pensar las cosas dos veces. ¡Si hubiese pensado las cosas dos veces...!

—Los chicos te están esperando con mucha ilusión –continuó el profesor–. Hemos preparado mucho este encuentro. Están impacientes por conocerte, por escucharte, por preguntarte cosas...

Desde que se había comprometido con el profesor Julio Cega a ir al instituto no había podido dejar de observar a todos los jóvenes que veía por la calle. Los miraba con verdadera curiosidad, como si quisiera descubrir lo que bullía dentro de sus cabezas, para cuando llegase el momento poder hablarles con las palabras precisas y entablar la comunicación necesaria. Pero en muchos momentos se preguntaba si realmente esos muchachitos podrían entender algo de su vida, de sus peripecias, de sus desventuras. Al mirarlos llegó a la conclusión de que los zagales eran lo único que hacía verdaderamente distinta a la fría y antigua ciudad.

No podía dejar de observar aquellos cuerpos que le parecían tan grandes y tan bien formados; aquellos rostros sonrientes y despreocupados, con esas orejas como coladores llenas de colgantes, con esos peinados tan llamativos, casi imposibles. Lo que más le extrañaba era su ropa, y no por las formas ni los colores, sino porque nunca llevaban la talla que les correspondía: o les sobraba ropa por todas partes, o las cremalleras parecían que iban a estallar. Observaba cómo hablaban, cómo se reían, cómo se empujaban por el mero placer de empujarse, cómo se abrazaban en cualquier parte hasta el estrujamiento, cómo se besaban sin importarles el lugar ni la ocasión.

De pronto, una idea cruzó por la mente de Catalina Melgosa. Miró de reojo al profesor, que seguía aferrado al volante de su automóvil ante un semáforo en rojo y le preguntó:

—¿Crees que para los zagales de ahora tiene sentido lo que vamos a hacer?

Julio volvió la cabeza y pareció sorprenderse.

—Claro que sí. Ellos tienen derecho a conocer el pasado, que además es un pasado mucho más reciente de lo que se imaginan.

—¡Buf! –resopló Catalina, al tiempo que hizo un elocuente gesto con sus manos–. Te hablo de que si tiene

o no sentido todo esto y tú me hablas de derechos. —Solo conociendo el pasado... —¡Calla, calla! –Catalina le cortó con resolución–.

¿No irás a soltarme ahora la dichosa frasecita? ¿Cómo era? Conociendo el pasado se evita caer en los mismos errores. Algo así. No, no creo en esa frase. Es mentira. El ser humano ha cometido los mismos errores una y otra vez. No escarmienta.

La luz del semáforo cambió al verde y Julio reanudó la marcha. Asintió un par de veces con la cabeza y luego rió abiertamente.

—Me encanta una palabra que has pronunciado. Yo intento reivindicarla, pero creo que es una causa perdida.

—¿Qué palabra es esa?

—Has llamado zagales a los chicos. Esa es la palabra. Amí me encanta porque así me llamaba mi abuelo cuando era un muchacho. Me parece mucho más hermosa que esa que está tan de moda, adolescentes.

—A mí siempre me ha costado mucho trabajo pronunciar la palabra adolescente. No me sale. Además, si ya existe una en nuestra lengua, ¿para qué utilizar otra?

—Se lo preguntaremos al profesor de Lenguaje –rió con ganas Julio–. Él también acudirá al acto. Bueno, prácticamente acudirán todos los profesores. Por cierto, hemos avisado también a la prensa. ¿No te importará? ¿No?

—Los periódicos –musitó entre dientes Catalina.

—Por un lado queríamos que se supiera que en el instituto se hacían cosas importantes –le explicó Julio–. Por otro lado, nos pareció de justicia que los periódicos de esta ciudad hablasen de ti.

—Ya hablaron de mí hace más de cincuenta años, y no dijeron ni una palabra que fuese verdad.

—Por eso es importante que ahora vuelvan a hablar. Todos los periódicos nos han con?rmado su asistencia. Además, enviarán algunos fotógrafos.

—Entonces... –Catalina pareció re?exionar en voz alta–. Entonces mañana aparecerá mi fotografía en los periódicos, junto a mi nombre...

—¿Te preocupa?

Catalina no respondió. No le preocupaba que aparecieran su fotografía y su nombre en los periódicos, y no precisamente como una malhechora sanguinaria buscada por la guardia civil. Ahora aparecería como una mujer honesta y luchadora, respetable y respetada, incluso admirada por algunos, y hasta agasajada.

Por un lado le parecía razonable. Era como si al ?nal el destino hubiera querido hacer justicia y dejara a cada uno en el sitio que le correspondía. ¿Cómo podía negarse ella, que además era parte interesada? Había hablado incluso antes, cuando no se podían decir las cosas, y si se decían nadie se hacía eco de ellas. ¿Cómo renunciar a hablar, a contar la verdad, aunque fuera delante de un grupo de zagales llenos de pendientes y espinillas, o de adolescentes, o de como quisieran llamarlos?

Solo existía un motivo por el que le preocupaba que su nombre y su fotografía apareciesen en los periódicos. Y el motivo tenía nombre y apellidos y una famosa zapatería en el centro de la ciudad: Emilio Villarente.

Aunque no había vuelto a ver a Emilio Villarente desde aquella remotísima noche en que se despidieron a la orilla del río, Catalina recordaba la escena como si la hubiese vivido minutos antes. El río bajaba muy crecido debido a la tormenta del día anterior. Podía recordar hasta el fragor del agua, que saltaba con brío sobre los sillares del puente, el cual había sido dinamitado meses antes por los del monte para cortar el paso a los coches de los guardias.

Él le tomó la cabeza entre sus manos y volvió a besarla en los labios.

—Gracias, sin ti no lo habría soportado.

—Recuerda lo que me has prometido –le dijo ella.

—No hablaré. Pero además quiero prometerte otra cosa.

—¿El qué?...



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