Giussani | ¿Se puede (verdaderamente) vivir así? La caridad | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 145, 161 Seiten

Reihe: 100xUNO

Giussani ¿Se puede (verdaderamente) vivir así? La caridad


1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-1339-560-9
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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Reihe: 100xUNO

ISBN: 978-84-1339-560-9
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En 1994 salió a la luz por primera vez ¿Se puede vivir así?, el volumen en el que se recogían las conversaciones de monseñor Luigi Giussani con un grupo de jóvenes que habían decidido comprometer su vida con Cristo en una forma de entrega total. El texto, por su forma de comunicación directa de las cuestiones fundamentales de un camino de fe, tuvo un gran éxito y se difundió entre creyentes y no creyentes. A modo de comentario, ¿Se puede (verdaderamente) vivir así? propone diálogos sobre aquel texto entre el autor y otros grupos de jóvenes: una verdadera «escuela», en la que se tienen en cuenta al máximo la altura de la razón y las necesidades del corazón. «La gratuidad es la dote -no una dote, sino la dote- de Dios, la dote del Ser. El Ser lo da todo a manos llenas, da la vida gratuitamente, sin exigir nada a cambio, sin calcular nada. La gratuidad es el corazón de Dios. Ser gratuito es participar de la intimidad de Dios, de su íntima naturaleza divina; no solo conocerla sino participar en ella». Giussani continúa su diálogo abierto en este tercer y último volumen dedicado a la caridad, junto con su condición esencial, el sacrificio, y su consecuencia práctica, la virginidad.

Luigi Giussani (1922-2005), sacerdote milanés, es el fundador del movimiento eclesial Comunión y Liberación. Cursó sus estudios en la Facultad de Teología de Venegono, donde fue profesor durante algunos años. En los años cincuenta abandonó la enseñanza en el seminario para dar clases en un instituto de enseñanza media de Milán, el Liceo Berchet, donde permaneció hasta 1967. Desde 1964 hasta 1990 enseñó Introducción a la Teología en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán. Educador infatigable, Giussani publicó en el transcurso de su vida numerosos ensayos, pues como él mismo dijo, «sólo a través de la educación se construye un pueblo como conciencia unitaria y como civilización». En particular quiso mostrar «la razonabilidad y utilidad para el hombre moderno de esa respuesta al drama de la existencia que lleva por nombre 'acontecimiento cristiano'», ofreciendo dicha respuesta «como sincera contribución para una verdadera liberación de los jóvenes y de los adultos». Como reconocimiento a su labor, en 1995 recibió el Premio Nacional para la Cultura Católica y, en diciembre de 1997, su libro El sentido religioso fue presentado en la ONU. Falleció en Milán el 22 de febrero de 2005. Siete años después, el 22 de febrero de 2012, se presentó la petición de apertura de su causa de beatificación y canonización, que fue aceptada por el Arzobispo de Milán. Encuentro ha publicado casi todas sus obras en español.
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1. Comentarios y diálogos

Puede parecer inútil o cuanto menos equívoco que, para hablar de Jesús y de Dios, tengamos que emplear tantas palabras y adentrarnos en los vericuetos del pensamiento.

Lo pensaba antes, mientras cantabais: «Y en el ocaso fúlgido nuestros corazones se sumerjan en Ti»1. ¿Es cierto o no que cantar este verso nos hace conocer más a Jesús? Todo depende del corazón de cada uno. Si uno no tiene el corazón abierto, «Y en el ocaso fúlgido nuestros corazones se sumerjan en Ti» parece no definir nada de lo que es Dios, parece la pura expresión de un sentimiento, la paráfrasis de quién sabe qué cosas, puede parecer incluso un decir, en el fondo, vano. Y, sin embargo, qué distinto es si uno trae a su memoria el ocaso en un atardecer de verano, con el sol que se sumerge en el mar y ese tripudio de luces, y ese mar de luces sobre el mar que es el mismo mar… [se percibe físicamente una realidad que existe, ndt.]

Aquí no se dice «y en el ocaso fúlgido nuestros corazones se sumerjan en él [en el mar]», sino «nuestros corazones se sumerjan en Ti». Establece una comparación inmediata entre el mar de luces que el sol arrastra consigo, cuando el cielo se tiñe de rojos al atardecer, y Dios; plantea una comparación entre estas dos realidades que ilumina quién es Dios: es como un mar de luces, como el sol que al atardecer arrastra consigo los colores del mar, tiñendo de rojos la inmensidad de las aguas. Dios es un océano infinito, Dios es un mar de luces: son comparaciones. Sin embargo, el niño comprende las cosas mediante una comparación y no por una definición filosófica. Cuando uno comprende que delante del Misterio es realmente como un niño, entonces siente avidez por escuchar todas las palabras que se pueden decir acerca del misterio de Dios, sobre todo, las más iluminadoras. Si uno tiene el hambre y la sed necesarias, y la sencillez de corazón necesaria, todas las palabras que se pueden decir le iluminan, le aclaran más, le hacen entender mejor. Sin embargo, en el noventa y nueve por ciento de los casos vosotros “soportáis” esta comparación, la pasáis por alto, no os fijáis en ella, por lo cual, nunca podrá enriquecer vuestra filosofía, o sea, nunca llegará a ser un pensamiento vuestro, que os define. ¿No me explico? La mayoría de vosotros, la mayoría de las veces, no establece este nexo. Cantabais —con un buen tono, algo lento, con cierta devoción, con cierta emoción furtiva— «y en el ocaso fúlgido nuestros corazones se sumerjan en Ti», pero sin pensarlo. Nunca pensáis en ello. Por eso la comparación no os ilumina, no añade nada a vuestro conocimiento de Dios. Y por lo que respecta al conocimiento de Jesús, menos aún, porque se refiere a un hombre. ¿Qué tiene que ver el sol que se pone en el mar, el sol que tiñe de rojos el horizonte, con un hombre que se despide de su madre diciendo: «Adiós, tengo que irme»? No pensáis nunca en ello. Mientras que, para quien repara en ello, cualquier palabra, afirmación o pensamiento, cualquier nexo ilumina el conocimiento de este hombre, que es Jesús. El sol que se pone en el mar y el mar que se tiñe de fuego iluminan la cara de este hombre, iluminan el corazón de este hombre y el temperamento de este hombre. Entonces yo le quiero más, porque mi vida se ve iluminada, esclarecida, enardecida, definida por él.

No se puede pensar que se conoce a Jesús sin pasar por el trámite didáctico de pensamientos expresados, de palabras dichas y explicadas y vueltas a explicar, y no entendidas y vueltas a retomar, para averiguar, en su momento, que el conocimiento y la explicación se vuelven luminosos como por encanto, y no a fuerza de repetir, analizar o deducir.

Oír decir «y en el ocaso fúlgido nuestros corazones se sumerjan en Ti», ¿es hermoso o no? O bien: Rerum Deus, tenax vigor2 (Dios, consistencia tenaz, perseverante, vigor de todas las cosas). ¡Vaya si es hermoso! Es hermoso porque es justo, y es justo en el sentido de que, repitiéndolo conscientemente, este germen de explicación me va cambiando, me hace distinto que antes.

No se puede conocer a Dios, no se puede reconocer a Jesús más que a través de la progresión de palabras y de pensamientos que el hombre halla en su experiencia y que formula. Del mismo modo, no podemos ir a Jesús —y por él al Padre— más que a través de hombres que forman una determinada compañía que se llama Iglesia. Y no se dice nada acerca del carácter de los que la componen; pueden ser todos antipáticos, o bien ¡sobremanera simpáticos!

Y a propósito de este «sobremanera» introduzco una segunda reflexión, que me vino a la cabeza al leer la nota de una de vosotros. Escribe en forma de oración a Dios: «Me gustaría conocerte mejor, pero sin este remolino de palabras [esta polvareda de palabra y pensamientos] que, en el fondo, no expresan más que ciertas contrafiguras». Contrafiguras: cuando os hablo, mi papel es como el de una contrafigura. Precisamente porque no se escucha a Dios más que a través de un testigo, de alguien que habla y os comunica sus pensamientos; precisamente porque no se escucha a Dios y no se conoce a Dios más que a través de otros hombres, estos pueden ser percibidos como contrafiguras o dobles. Cuando se graban ciertas escenas de una película, el doble actúa en lugar del actor protagonista, del protagonista real. La gente, que lo ignora, mira al doble con el mismo entusiasmo con el que otros, que sí lo saben, piensan en el actor al que el doble sustituye en esa escena (y notan muy bien la diferencia enorme). Ahora bien, cuando pensamientos y palabras se expresan como una simple forma de hablar —para llenar el tiempo o satisfacer ciertas curiosidades banales—, quien se impone mediante esos pensamientos y palabras lo hace como una contrafigura o un doble. La atención, que esas palabras y pensamientos suscitan hacia Cristo, se detiene en una contrafigura. Por lo tanto, en lugar de ser un trámite, un punto de paso obligatorio —y menos mal que es obligatorio, porque así uno sabe por dónde ir y está seguro de adónde va—, en lugar de ser un punto de paso, acaba siendo un punto de llegada. La contrafigura se convierte en un punto de llegada o, por lo menos, en una parada excesiva; se identifica demasiado el nombre de Jesús con el nombre y apellido de la contrafigura, o bien se identifica a Dios con el efecto que la contrafigura tiene sobre el temperamento o el estado de ánimo.

Lo que pretendía decir con todo esto es que, para entender qué es la caridad, no solo hay que hablar de ella sino que hay que hacerlo repetidamente. Y solo así puede salir a la luz ese hilo de oro puro que es la caridad, porque es a través de palabras y pensamientos como expresamos algo que no cabe en ninguna palabra ni pensamiento, porque es mucho más que eso.

Dionisio el Areopagita, un escritor del siglo V, decía que Dios es persona, pero también que es algo más porque, siendo Dios, es la suma personalidad3. «Suma personalidad» supera el concepto que nosotros tenemos de persona, pero no se puede evitar la palabra humana «persona». ¿Quién puede decir qué es el que le decimos a Jesús, que le decimos al Misterio —«Tú, oh Padre»—, quién puede decir qué es ese ? Pero si no le dijéramos , no podríamos dirigirnos adecuadamente ni a Dios ni a Cristo, no les trataríamos bien, porque dejaríamos de usar la palabra más adecuada del vocabulario humano que tenemos para indicarlo.

Estas palabras os llegan como pueden y, en lugar de «en el ocaso fúlgido», pueden llegar a una ciénaga de aburrimiento, bruma y modorra. Todas las palabras que os decimos os llegan como pueden, porque cada cual las recibe según el crisol de su alma: si las deja o no las deja pasar; si se para en la contrafigura, generando una confusión ulterior, o si se purifica dejando que la contrafigura deje paso a la verdad.

pp. 233-234 La conciencia es la capacidad que el hombre tiene de reunir todas las cosas en unidad con su destino, con su origen y su destino, y por eso, es el instrumento del Creador para cumplir su obra.

La primera palabra que se dice en el texto no es «caridad» u otra palabra específica, sino una palabra genérica; veremos más adelante que es importante decir que es genérica (genérica puede indicar algo abstracto, pero también algo que abarca muchas otras cosas). La conciencia es esa capacidad que el hombre tiene para mirar las cosas según todas sus cualidades pero, sobre todo y en último término, para individuar la cualidad suprema: cómo se relaciona este particular con el destino. La conciencia del hombre reúne todas las cosas en unidad con su destino; no une el ojo con su destino, la nariz con su destino: une el ojo con la nariz, la oreja, el cerebro, la hipófisis, etc. (es decir, lo humano); luego lo humano con los árboles, con la naturaleza; luego con el mundo entero, y lo conecta con su destino.

¿Qué implica esta frase? Que el destino es uno para todo. ¿Qué significa esta frase? Que todo depende del Misterio que lo hace todo. Todo depende de Otro, todo.

La conciencia ve todas las cosas e inmediatamente siente la necesidad de relacionarlas entre sí y de unirlas, de reunirlas —es más bonito— frente a su destino común. Un destino común que es su origen común. El destino de todas las cosas es el Misterio que las hace, del que nacemos (pensad en qué verdad es que nuestro destino, como hombres, no son nuestros padres; nacemos de ellos pero no son ellos nuestro destino).

La conciencia une. Ser...



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