E-Book, Spanisch, 352 Seiten
Reihe: ENSAYO
Gay No es para tanto
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-121913-5-6
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Notas sobre la cultura de la violación
E-Book, Spanisch, 352 Seiten
Reihe: ENSAYO
ISBN: 978-84-121913-5-6
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Es una escritora feminista americana; profesora, editora y comentarista. Profesora asociada de Inglés en la Universidad de Purdue, escribe regularmente artículos para The New York Times, es fundadora de Tiny Hardcore Press, editora de ensayos para The Rumpus, y co-editora de PANK, organización sin fines de lucro de colectivos de artes literarias. Gran parte de su trabajo se ocupa de analizar y deconstruir los temas feministas y raciales a través de la lente de sus experiencias personales con la raza, la identidad de género y la sexualidad.
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Fragmentos
Aubrey Hirsch
-No deberías andar por ahí exhibiendo eso —te dice.
Estás en el refectorio del campus con tu amigo James. Acabas de sacar una píldora anticonceptiva de color óxido de su cavidad en el pastillero azul de caucho.
—No estoy exhibiendo nada. Solo me estoy tomando una pastilla —respondes.
—Pues deberías tomártela en tu habitación. A solas. En privado —replica él.
—Tengo que tomármelas con la comida —le aclaras—. Si no, me duele la barriga.
Así ha sido desde que tenías quince y empezaste a tomártelas. Eso fue años antes de que comenzaras a tener relaciones sexuales e, incluso ahora cuando las tienes, te da tanto miedo quedarte embarazada que no vas a dejar que un hombre se corra dentro de ti hasta que estéis casados.
Te las tomas porque tienes unas reglas bestiales. Las hormonas campan a sus anchas por tus venas. Te despiertas en plena noche retorciéndote de dolor; tienes retortijones de estómago y notas punzadas en los intestinos. Y las píldoras te sientan bien, aunque no te gusta tomártelas cada día. De hecho, el olor del pastillero de caucho azul te revuelve un poco el estómago cuando las sacas debidamente de tu bolso cada día a la misma hora para sedar a la bestia que llevas dentro.
—Pues no deberías dejar que todo el mundo lo viera. No te conviene que algún tipo te vea tomándotelas y crea que puede aprovecharse de ti y no habrá consecuencias —te aconseja tu amigo.
Te pones la píldora en la parte posterior de la lengua y guardas el pastillero en el bolso. James te observa mientras te llevas un vaso de agua a los labios. Tragas. Con fuerza.
Si la cultura de la violación tuviera una bandera, sería una de esas camisetas que marcan las tetas.
Si la cultura de la violación tuviera su propia gastronomía, sería toda esta mierda que tienes que tragarte.
Si la cultura de la violación tuviera un centro urbano, olería a desodorante Axe y a ese perfume que ponen en los tampones para que tu vagina huela a detergente para la colada.
Si la cultura de la violación tuviera un idioma oficial, serían las bromas en los vestuarios y una risotada incómoda. La cultura de la violación habla todos los idiomas.
Si la cultura de la violación tuviera un deporte nacional, sería…, bueno…, algo con pelotas, desde luego.
Te pasas bebiendo en la fiesta porque estás en la universidad y en la universidad siempre se bebe demasiado. Es una fiesta de lo más normal: la gente juega a encestar pelotas de ping-pong en vasos de cerveza y suena de fondo música con bajos potentes. Todo el mundo bebe cerveza con espuma en vasos de plástico rojo desechables. Y seguramente haya alguna luz negra en alguna parte.
Daniel sabe que tú no bebes cerveza, así que te ha traído una botella de vodka barato, que te bebes mezclado con un zumo de naranja aún más barato.
Revoloteas un rato, hablando con un corrillo de personas y luego con otro. En la cocina, un chico, un jugador de béisbol, se saca la polla para enseñarle a todo el mundo lo grande que la tiene. Y, en efecto, la tiene muy grande.
Lo último que recuerdas es tumbarte en el sofá. «Voy a cerrar los ojos un minuto», piensas.
Te despiertas en una cama en un dormitorio de la planta de arriba que no conocías. Daniel está tumbado a tu lado. Tienes la ropa puesta, pero te han descalzado.
—Hola —dices, mientras te frotas las sienes; quizá si te las aprietas lo bastante fuerte dejarán de martillearte.
—Te quedaste dormida —te explica antes de que tengas tiempo de preguntar—. Te subí yo.
—¿Me subiste a cuestas? —le preguntas.
—Sí. No quería dejarte ahí abajo con todos esos tíos, dormida en el sofá, y que te convirtieras en su presa.
—¿Me descalzaste tú?
—Sí. Para que durmieras bien.
Tienes la boca seca. Todo está borroso. Te frotas los ojos, respiras y vas a darle las gracias a Daniel cuando añade:
—También te quité las lentillas.
No sabes dónde va a parar tu gratitud, pero de repente se desvanece.
Son historias que no tienen nada de especial. No hay un argumento ni un clímax dramático. Podría decirse que ni siquiera hay nada en juego. Te imaginas a quien te escucha inclinándose hacia delante y preguntándote:
—¿Y qué pasó luego?
Y tienes que contestar:
—Nada. Fin de la historia.
—¡Pues vaya! —replica con los labios convertidos en una fina línea.
Son fragmentos de situaciones que han ocurrido o en las que piensas. Apenas contienen tensión, y lo sabes. No existe un peligro real. Y no hay ninguna resolución.
Sin embargo, se te quedan grabadas. Piensas en ellas incluso después de que hayan sucedido, a veces durante mucho tiempo. Y por eso sabes que, de algún modo, son importantes. Por eso recuerdas el olor de aquella fiesta muchos años después de que el olor de la colonia de tu abuelo se haya desvanecido de tu memoria.
Con el tiempo empiezas a dar clases de escritura y acabas encontrándote con relatos sobre violaciones.
El primero de ellos es una historia sobre una violación sin dobles lecturas. Un estudiante la entrega como parte de los deberes de la clase de redacción que impartes. Les habías pedido que escribieran una historia de ficción. En esta, el protagonista encuentra a su profesora de inglés, bajita y morena, a solas en una iglesia. Saca una pistola bañada en oro de veinticuatro quilates con una empuñadura nacarada, le apunta con ella a la cabeza y la viola, doblándola sobre el respaldo de un banco. Cuando acaba, se larga en un descapotable y deja una bolsa con dinero en la comisaría para evitar que lo arresten.
Tú eres la profesora de inglés bajita y morena. Solo tienes veintidós años, pocos más que ese estudiante que ahora está sentado en tu despacho con la gorra calada hasta los ojos. Eres demasiado tímida para reprenderle por la bazofia misógina y amenazante que ha escrito. ¿Qué pasa si te equivocas? ¿Y si se queja a tu jefe? ¿Qué pasará si te pone una puntuación baja al evaluar tu labor docente? En lugar de ello, te concentras en criticar la historia, cosa que no te cuesta demasiado, porque no se aguanta por ninguna parte.
—Es un protagonista improbable y el final es ridículo —le dices al alumno mientras él sonríe con aire petulante—. Y mira esto —continúas—: aquí te has equivocado de tiempo verbal y aquí falta una coma.
En el segundo relato sobre una violación, el protagonista conoce a una chica en una fiesta. Es guapa, está bebida, tiene los ojos vidriosos y habla de manera incoherente. Cuando ya no tiene fuerzas para caminar, el protagonista, que no ha bebido ni una gota, se la lleva a la playa. Allí la desnuda y mantiene relaciones sexuales con ella mientras ella emite leves gemidos. Luego vuelve a vestirla y se tumba a su lado en la arena.
—El tono es un poco confuso —le dices al alumno cuando acude a la tutoría—. Suena casi romántico. ¿Se supone que tiene que caernos bien el personaje, aunque la esté violando?
El estudiante se muestra desconcertado, sorprendido.
—No la está violando. Están enrollándose —aclara.
Le indicas todas las evidencias que demuestran que, de hecho, la está violando. La joven está muy borracha. No se tiene en pie. Y en ningún momento da su consentimiento, sino que se limita a permanecer tumbada mientras todo sucede.
El estudiante te interrumpe.
—Esta historia está basada en la primera vez que me enrollé con mi novia.
Ni siquiera se te había pasado por la cabeza que el alumno no fuera consciente de estar narrando una violación.
—Pues déjame que te diga que muchas personas lo interpretarán como una violación —apuntas.
—Pero no lo es —replica, con un hilo de voz, más como si intentara convencerse a sí mismo que convencerte a ti—. No lo fue.
El tercer relato te llega en clase de no ficción creativa. La narradora se pone como una cuba en una fiesta, besa a un tipo y otro la besa a ella. Se escapa corriendo y tropieza con un conocido, a quien apenas reconoce a causa de la nebulosa de la cerveza barata. El tipo se muestra agresivo y la penetra mientras ella intenta balbucear un: «Espera, espera».
Empiezas el taller pidiéndoles a tus estudiantes que resuman brevemente el relato. Alguien se ofrece voluntario:
—Va de una chica que va a una fiesta, se emborracha y se enrolla con un montón de tíos.
Interesante.
—¿Alguien tiene algo que añadir o una visión distinta?
Los alumnos niegan con la cabeza.
—Veamos —dices tú—, yo creo que lo primero es un rollo y lo segundo quizá un malentendido, pero este último encuentro lo interpreto bastante claramente como una agresión.
Todos los alumnos bajan la mirada y releen la última parte. Algunos de ellos inclinan la cabeza, como pensando: «Hum». En la redacción no se emplea en ningún momento la palabra «violación», pero sí se usa «mal». Y también se usa «borracha perdida», «con náuseas», «mareada» y «vómito», así como «desoír». ¿Cómo es posible que no lo hayan visto? ¿Cómo es posible que sea la maestra quien les tenga que explicar lo que es el consentimiento?
Las normas del taller prohíben que la autora del escrito hable, pero la analizas mientras toma apuntes en silencio. «¿Lo sabía?...




