E-Book, Spanisch, 240 Seiten
Reihe: Gran Angular
Gandolfi El inocente de Palermo
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-675-6571-3
Verlag: Ediciones SM
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 240 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-675-6571-3
Verlag: Ediciones SM
Format: EPUB
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La escritora de literatura infantil y juvenil Silvana Gandolfi nació en Roma en 1940, de padre italiano y madre de ascendencia rusa. Sus abuelos rusos fueron también escritores. Gandolfi comenzó escribiendo guiones para radio y televisión antes de dar el paso y escribir literatura infantil y juvenil. En 1992 publicó su primer libro, La scimmia nella biglia, que rápidamente fue un éxito en su país. Su siguiente título, Pasta di drago, logró el Premio Cento 1994, galardón que recogió de nuevo en 1996 por Occhio al gatto. Ese mismo año recibió el prestigioso Premio Hans Christian Andersen como Mejor Autora italiana del año por Aldabra. Continuó publicando títulos y viajando por el mundo, una de sus aficiones predilectas, que ha plasmado a menudo en sus historias. Venecia, Nepal y las islas Seychelles son algunos de los destinos que ha visitado a lo largo de los años, aunque en la actualidad continúa residiendo en Roma. Ediciones SM ha publicado en español El inocente de Palermo, escrito en 2010, y La isla del tiempo perdido, que data de 1997. Sus obras se han traducido a numerosos idiomas y han triunfado en Alemania, Rusia, Estados Unidos, Japón y Brasil, por nombrar algunos. En 2012 fue invitada al Festival Mare di Libri, y también ha sido nominada al Premio Memorial Astrid Lindgren.
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Capítulo 5
(SANTINO)
Dos días después de la carrera, llegó a Tonduzzo un amigo de mi padre: Pasquale.
Se presentó en la puerta de la casa de los Cannetta con una Kawasaki Z 750 nueva y resplandeciente. Tenía diecinueve años. Pocos para tener una moto tan bonita.
Subido en el asiento parecía más alto, pues tenía el torso largo y las piernas cortas. El pelo era castaño rojizo; la cabeza, pequeña; el mentón, puntiagudo. Los ojos, un poco separados y rasgados, parecían pedruscos negros. Las manos tenían un aire femenino: dedos blancos, uñas pálidas y cuidadas.
Con ese extraño torso y el bigote lacio, a Santino le recordaba a la comadreja disecada que estaba en la estantería de la cocina.
Hacía tiempo que conocía a Pasquale. De vez en cuando aparecía por casa, o su padre y él iban en coche a visitarlo a lugares siempre diferentes. Por eso sabía que el joven tenía a veces tics nerviosos. En esas ocasiones, había que hacer como si nada.
Alfonso no estaba en casa. Pasquale despotricó. Se quitó las gafas oscuras y se las apoyó en la frente.
–Dile a tu padre que lo espero mañana a las seis en Poggioreale Vecchia. Fuera de la verja. No debe faltar.
Hablábamos en la puerta, sin entrar, porque Pasquale no quería perder de vista la Kawasaki.
El hombre se dirigió a Santino:
–Repite lo que te he dicho.
–Mañana a las seis en Poggioreale Vecchia. ¡Pero si es la ciudad fantasma!
–¡Muy bien, pequeñajo! Eres listo. ¿Ya has estado allí?
–No. Mi padre dice que es peligroso caminar por ella.
–Tranquilo. Nos veremos fuera de la verja.
Alargó la mano para cogerle la mejilla entre los dedos y pellizcarla.
–¿Sigues llevando mi amuleto?
Santino se metió una mano por dentro de la camiseta y hurgó hasta encontrar el cordón de cuero del que pendía el colgante. Lo sacó para enseñárselo a Pasquale.
Era una trinacria5, el símbolo de Sicilia: una cara redonda de mujer coronada por tres piernas desnudas con las rodillas dobladas. Pero esta trinacria se distinguía de todas las demás por una particularidad única en el mundo: en lugar de la cara, había una burbuja de resina amarilla que en su interior guardaba, intangible y solitaria, una avispa. Se veía enseguida que era una avispa de verdad. Santino se preguntaba a menudo si la habrían sumergido aún viva en la resina hirviendo. Ahora no estaba viva. Pero, encapsulado ahí dentro, el insecto parecía inmortal.
–No lo pierdas. Te traerá buena suerte, dinero y mujeres.
–Sí –Santino fue a meterse el cordón por debajo del jersey.
Pasquale lo detuvo:
–¿Ves? Yo también lo tengo –se sacó el amuleto del cuello almidonado de la camisa y lo puso junto al del niño–. Hasta ahora me ha dado lo que he querido: dinero, mujeres, todo. Los hace Sibilla, solo para mí. Es una magara6 muy poderosa.
Los dos talismanes eran idénticos.
–No me lo quito ni para dormir. Si te lo he regalado a ti es porque de alguna manera soy tu padrino.
Santino asintió. Luego, como con vergüenza, volvió a meterse el colgante por debajo del jersey.
Assunta asomó la cara desde dentro de la casa
–Ah, Pasquale. Mi marido no está –dijo en un tono seco.
–Lo que importa es que venga mañana a la cita. Tengo que hablar con él.
Se alisó con una mano el pelo lleno de gomina, soltó una despedida presurosa y volvió a ponerse las gafas oscuras sobre el rostro.
Santino se quedó mirando cómo subía a horcajadas en la Kawasaki. Pensaba que Pasquale iba demasiado arreglado como para subirse a una moto. Parecía ir más a tono para un funeral o una boda: corbata, pantalones negros y zapatos negros, muy relucientes.
«Debe de tener dinero. No como papá. Pasquale debe de ser hijo de un capo importante», pensó.
Santino abrazó a su madre, que había salido. Sus brazos lograban rodearle la cintura.
–¿Es él quien le encuentra trabajos a papi?
Assunta hizo una mueca.
–¿Por qué no te gusta Pasquale, mamá?
–Porque… es un amargado.
Apretó contra sí al niño, después lo cogió en brazos y volvió a entrar en casa.
El mensaje fue transmitido. A Alfonso se le ensombreció el semblante, y luego se encogió de hombros.
Estaban todos alrededor de la mesa de la cocina, la única habitación caliente de la pequeña casa. La madre, el padre, el abuelo Mico, que era el padre de la madre, y su esposa, la abuela Nunzia, una anciana un poco achacosa.
–Ya os dije yo que las cosas se estaban complicando –observó el abuelo Mico.
–Quiere hablar conmigo. No es para tanto –Alfonso tenía los ojos clavados en el plato.
Assunta estalló:
–¡Qué fácil es siempre todo para ti! Esos son unos canallas, gente peligrosa…
–¡Cállate! Si no fuera por u Taruccatu7, esta noche no habría nada en los platos.
Santino escuchaba ansioso. ¿U Taruccatu?
–No tienes más remedio que ir –dijo el abuelo Mico.
–¡Pues claro que iré! –Alfonso alzó la cabeza para mirar a su suegro–. ¡Yo no tengo miedo! Es más, me llevo a Santino.
El abuelo Mico y Assunta lo miraron sorprendidos.
–¿Creéis que me lo llevaría si fuese peligroso?
–Santino tiene colegio y también clase de catecismo. ¡Debe prepararse para su primera comunión! –estalló Assunta.
–¡Se preparará otro día! –Alfonso estaba perdiendo la paciencia.
–¡Déjame ir, mamá! ¡Ya me sé el catecismo!
–¡Tú no vas a ningún lado! –su madre agarró a Santino y lo abrazó con fuerza. Él se revolvía para soltarse, con los ojos bañados en lágrimas por la humillación.
El abuelo Mico levantó una mano.
–Assunta, no seas tan madraza. Santino siempre está pegado a tus faldas, como un mocoso.
–¡No es verdad! –prorrumpió Santino tratando de romper el cascarón de los brazos maternos.
El abuelo lo ignoró.
–Alfonso, llévatelo. Harás bien.
En la cocina se hizo el silencio. De muy mala gana, Assunta abrió los brazos y liberó a Santino. El niño corrió al lado de su abuelo. El anciano siempre era quien tenía la última palabra. Nadie se habría atrevido nunca a oponerse a una decisión suya.
Para estar seguros de llegar puntuales a Poggioreale Vecchia, se fueron en coche a las cinco de la mañana. Era un día triste: llovía y el cielo bajo parecía una masa de plomo fundido. La lluvia cubría con un velo el valle, aún seco, del río Belice.
A pesar de tanta grisura, Santino estaba entusiasmado. Su padre y él solos en coche: lo mejor de lo mejor.
–Papá, ¿cómo es Poggioreale?
–Poggioreale Vecchia es un pueblo completamente en ruinas. Hubo un terremoto. En él ya no vive nadie. Pero las fachadas de las casas todavía están en pie –miró a su hijo–. Listas para derrumbarse de un solo soplido –añadió con la voz sepulcral de quien cuenta un cuento de miedo.
Santino se rio.
–Antes uno podía entrar allí con un camión para llevarse restos de balcones, escudos de mármol, puertas… –Alfonso describió esos objetos tan bien que a Santino le pareció verlos–. Material pesado. Material que los turistas extranjeros pagan con dólares.
–¿Robaban? –preguntó Santino.
–Mmmm… Por eso la poli puso una verja: solo han dejado dos pasos para los peatones. Aunque, si vas a pie, ¿qué te puedes llevar? ¡Como mucho, un ladrillo!
–¿Nosotros vamos a entrar?
–No.
–¿Por qué no?
–Porque hay que estar justo en medio de la calle para que no te caiga una piedra en la cabeza, y yo de ti no me fío, eres un diablo.
–¡No es verdad!
–Ah, ¿no?
Guardaron silencio algunos minutos. La lluvia caía con fuerza alrededor del vehículo.
–Papá, ¿quién es u Taruccatu?
Alfonso se rio.
–El hombre al que vamos a ver.
–¿Lo conozco?
–¡Claro que sí!
–¿No se llama Pasquale?
–¿No sabes que ponemos motes a todo el mundo?
Los ojos de Santino se iluminaron.
–Yo, cuando pienso en él, ¡lo llamo Comadreja! ¡Como la que tenemos en la cocina!
Su padre se rio otra vez.
–Sí que se parece a nuestra comadreja, es verdad. En cambio, nosotros...




