E-Book, Spanisch, 272 Seiten
Reihe: Salto de Fondo
Fumey Geopolítica de la alimentación
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-254-5190-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 272 Seiten
Reihe: Salto de Fondo
ISBN: 978-84-254-5190-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Un libro esencial para entender los desafíos actuales del abastecimiento a nivel mundial.
La alimentación, más que nunca, enfrenta problemas que van más allá de la mera producción agrícola destinada a dar de comer a las poblaciones. La crisis de la covid-19, la guerra en Ucrania y el cambio climático nos han obligado a tomar conciencia a marchas forzadas de la fragilidad de nuestros sistemas de abastecimiento y de los equilibrios de poder en el terreno geopolítico, donde administraciones estatales y empresas multinacionales libran una batalla desigual por sus intereses.
¿Cómo se está traslada este combate a nuestros platos? ¿Qué decisiones, tanto locales como globales, se están tomando para garantizar la seguridad alimentaria? ¿Arrasarán las multinacionales con nuestras culturas alimentarias tal como las conocemos? Gilles Fumey busca respuestas a estos interrogantes que ponen la geopolítica de la alimentación en el centro del debate sobre nuestro futuro.
Gilles Fumey (Francia, 1957) es profesor de Geografía cultural en la Universidad París-Sorbona e investigador en la UMR Sirice del CNRS. Es el fundador de la Especialización en alimentos y culturas alimentarias en la Sorbona. Su área de investigación gira en torno a la alimentación como centro neurálgico de problemáticas geopolíticas y a la historia cultural del medioambiente. Ha publicado una docena de obras dedicadas al estudio de la cultura de la alimentación.
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1. ¿POR QUÉ LA ALIMENTACIÓN ES POLÍTICA?
La historia de la alimentación humana está llena de interferencias con la política, porque cuando se trata de elegir lo que comen pocas veces los seres humanos son los únicos que deciden. En la mesa, en un banquete, solo en una estación o en la calle, con recomendaciones rituales o no y, previamente, los modos de preparación, de cocción, los sistemas de conservación en caliente o en frío, y antes aún, la elección de los alimentos, desde las primeras cosechas hasta la caza pasando por la agricultura y sus imposiciones, los insumos en los suelos, las estaciones de las recolecciones: todo contribuye a convertir nuestra alimentación en un hecho social total (Marcel Mauss), especialmente a través de la política. Porque la regulación viene dada por una red de datos que hacen que sea una auténtica quimera pensar que nuestras elecciones son personales, ya que estamos muy influidos por las culturas locales, los rituales, nuestros presupuestos… Muchas condiciones que dependen de los poderes políticos que pueden regularlas, desarrollarlas y hacerlas evolucionar. Ahora que hemos superado la cifra de 8 000 millones de habitantes en el mundo, aumenta la presión sobre el planeta. Los neomalthusianos anuncian la catástrofe, ya que consideran que los ecosistemas soportan una presión muy fuerte. El fantasma de la escasez estalla cada vez que hay una crisis medioambiental o se abre un nuevo frente de guerra. Por ejemplo, desde la invasión rusa de Ucrania en 2022, la amenaza de una ruptura en los mercados ha sido constante, porque Rusia primero aceptó la salida de cereales del granero ucraniano y al año siguiente se retractó, lo que provocó una inflación en los mercados y penalizó a algunos países del sur, que ya estaban en dificultades debido a la falta de agua, la dificultad de conservar las tierras cultivables codiciadas por los países ricos y la inestabilidad política que aumenta su dependencia respecto del norte. La otra manera de plantearse la alimentación de una población mundial creciente es impulsar la producción a cualquier precio. Olvidando que un tercio de los productos alimentarios se desperdicia y podría ser recuperado, al menos parcialmente. La alimentación ha estado en el centro de los conflictos de uso entre terratenientes y productores. En Inglaterra, en el siglo XVII, la revolución de los cercamientos se hizo mediante una confiscación de las tierras cultivables por parte de la aristocracia en nombre de la eficacia económica. En otras regiones se destruyeron los castañares para favorecer el cultivo de la patata, se produjo una concentración parcelaria en aras de la eficacia para pasar de una agricultura campesina a un sistema productivista de tipo americano, dominado por la industria y la distribución masiva. Esto nos recuerda que los primeros colectivos humanos nacieron en torno a la gestión del fuego, que, de hecho, creó comunidades como cuerpos políticos. Del fuego a la caza pública y a la agricultura, de las formas de alimentación privadas a las comidas hospitalarias, a la solidaridad con los más débiles e incluso a los banquetes funerarios: toda la alimentación está enquistada en la política. La agricultura es hoy en gran medida una actividad política: ¿cómo se explica que los dos tercios del maíz cultivado en Europa estén reservados a los animales; que los europeos coman dos veces más proteínas animales de las necesarias para su equilibrio nutricional, cosa que resta alimentación disponible en el mercado mundial, mientras cientos de millones de personas viven en la inseguridad alimentaria? En el plano cultural, la idea de «progreso técnico» se impuso con la agronomía científica. Antes, las migraciones de vegetales desde el Cáucaso y, sobre todo, de los Andes latinoamericanos que llevaban a Europa maíz, tubérculos como las patatas, leguminosas como las judías y la soja, cucurbitáceas, e incluso algunas especies de animales como el pavo, se consideraban un «progreso», que, sin embargo, no solucionaron el problema del hambre de miles de millones de seres humanos. Las opciones biotecnológicas no son solo cosa de empresas que ofrecen oportunidades para aumentar la producción agrícola: son decisiones políticas que no son neutras y que han conducido a callejones sin salida, como la agricultura productivista potenciada con los productos químicos que conocemos hoy en día. Por último, la globalización ha puesto de relieve las cualidades propias de los productos locales. No solo en términos ecológicos, sino nutricionales, con una mayor consideración de los tiempos entre cosecha y transformación, y más aún en términos simbólicos. Cada región del mundo se identifica con algunas plantas que han sido integradas en las culturas locales, incluso las han fecundado. En cada pueblo, ciudad, región o nación, con ocasión de las fiestas populares, o hasta religiosas, se celebran plantas y animales, platos y bebidas, creando un fuerte vínculo político. De las primeras cervezas mesopotámicas al té chino y a la comida rápida estadounidense, de las gastronomías turca y mexicana a las cocinas de palacio y a las comidas más modestas, todo pasa por el filtro
político. Se creyó que con la globalización los hábitos alimentarios serían intercambiables de una parte a otra del mundo. Al fin y al cabo, muchos europeos saben comer con palillos y el vino de origen mediterráneo coloniza las mesas del Reino del Medio. El aumento del número de restaurantes chinos en Europa y en Estados Unidos, la generalización de una alimentación de base étnica con productos, platos y bebidas «geográficas», que incluso se denominan con topónimos (chili con carne, galletas nantesas, té darjeeling, salchicha de Estrasburgo, phô camboyano, y hasta hamburguesa, parmesano, arroz basmati, etc.), todo esto bien podría suponer una exigencia apremiante sobre el origen de los productos y de los platos, porque la geografía de las cocinas,1 cuando está bien percibida y protegida, es una de las mejores garantías de la calidad alimentaria. Una historia antigua
Gracias al trabajo de Paul Ariès,2 conocemos bien cómo se construyeron las relaciones de fuerza en torno a la alimentación, desde la Prehistoria antes de las ciudades-Estado hasta el fast-food de las multinacionales estadounidenses. Jean Bottéro3 ha mostrado cómo el separatismo de los poderosos permitió a los ricos de Sumeria y Babilonia organizar banquetes, aunque con la obligación de alimentar a los pobres. En el antiguo Egipto, las comidas las prescribe el faraón (nombre que significa «gran casa»), así como los platos, las raciones y la manera de comer. Con ocasión de las grandes fiestas, el rey «expropiador y acaparador»4 invita al pueblo llano a los banquetes, le da comida en abundancia, como explica el propio faraón Khéti a su hijo: «Un pobre puede convertirse en un enemigo, un hombre necesitado puede convertirse en un rebelde. Una multitud que se rebela se calma con comida; cuando la multitud está airada, hay que dirigirla al granero». Las tabernas donde se bebe cerveza están vigiladas por la policía del faraón. En Grecia, participar en un banquete equivalía a la ciudadanía. De la Roma antigua es de donde tomamos buena parte de nuestras relaciones políticas con la alimentación. El Imperio implanta una auténtica política alimentaria, leyes suntuarias contra los excesos en la mesa (como el desperdicio de hoy) y para repartir a los más necesitados, definiciones de productos como los tres tipos de aceite de oliva en tiempos de Diocleciano. Mediante la práctica del prandium, comida del mediodía en la que se consumía fruta y mucho pan, este se convirtió en un alimento político, símbolo de la ciudadanía y distintivo de comensal. El gigantismo urbano de Roma (casi un millón de habitantes) obliga a largos circuitos de abastecimiento y fomenta el cultivo de proximidad. En tiempos de Cayo Graco, la quinta parte de la población que vive en Roma se beneficia de la distribución de cereales procedentes sobre todo de graneros que almacenan un trigo comprado (o saqueado en las colonias) por el Estado y que, por eso, pertenece al pueblo. Otros emperadores, como Octavio o Augusto, amplían las distribuciones gratuitas, mientras que Diocleciano fija los precios de venta en los mercados, prácticas todas ellas abandonadas por los reyes de Francia, para quienes Dios proveía, gracias a las limosnas de los ricos. Durante la monarquía absoluta, las formas de comer y de beber contrastan con las prácticas españolas y británicas. De acuerdo con el espíritu de las Luces, aparece una nueva estética pretendidamente racional en la que la puesta en escena preocupada solo por la estética se considera una secularización. Salvo que el pueblo ya no goza de la asistencia de los poderes públicos y se subleva. Durante la Revolución, la patata se considera «republicana» en oposición a la castaña «popular». Las crisis agrícolas y las revoluciones
Para Paul Ariès, el liberalismo de los siglos siguientes explica sobradamente las hambrunas en un momento en que la mesa burguesa vive su edad de oro, fortalecida por la abundancia producida por el modelo industrial a costa del fin de los campesinos, la ruina de los ecosistemas, el saqueo de los países del sur, la destrucción de las culturas populares de la mesa y, de vez en cuando, la reaparición de los miedos alimentarios. El retorno de las hambrunas y el aumento de la malnutrición son, según Ariès, el...