Fueyo Margareto | Exilios y odiseas (epub) | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 308 Seiten

Reihe: eMilenio

Fueyo Margareto Exilios y odiseas (epub)

La historia secreta de Severo Ochoa
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-21-3
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

La historia secreta de Severo Ochoa

E-Book, Spanisch, 308 Seiten

Reihe: eMilenio

ISBN: 978-84-19884-21-3
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



El Premio Nobel, como insinuó Tolstói, puede ser una maldición. Exiliado en los Estados Unidos, Severo Ochoa se afianza en Nueva York y gana el Nobel de Medicina. Pero conseguido su sueño, la recompensa no es la felicidad sino consecuencias inimaginables: un año después del Nobel descubren que su estudio estaba equivocado. Marcado por el error y a punto de exiliarse de la comunidad científica, se enfrenta a sus contradicciones y frustraciones. El resultado de esta odisea interna es el renacer de un hombre que luchará por demostrar al mundo que su inteligencia y su carácter están por encima de la farsa de los premios.

Juan Fueyo Margareto (Oviedo, Asturias) nació en una familia de mineros, ferroviarios y empresarios, estudió medicina en Barcelona, donde también terminó la residencia en Neurología, y desde hace más de veinte años se dedica, junto a su esposa Candelaria Gómez Manzano, a la manipulación genética de virus para tratar tumores cerebrales en el hospital M. D. Anderson de Houston, donde es profesor y director de Investigación en el Departamento de Neurooncología. Su trabajo ha sido mencionado entre otros medios en CNN, HBO, BBC, TVE, El Mundo, El País, ABC, La Vanguardia y La Nueva España. Lector incansable, ha publicado cientos de artículos científicos y comentarios de opinión en la prensa.
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1933: La Residencia de Estudiantes

La Historia es la esencia de innumerables biografías”.

Thomas Carlyle

Era el primero de noviembre, día de Todos los Santos, 1933, y en muchos teatros de España se representaba, como mandaba la tradición, el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Por eso mismo, era el día del año favorito de Severo. A pesar de que llovía con fuerza en Madrid, la Residencia de Estudiantes estaba animada. La música del piano y las risas llenaban de ecos un salón que era tan amplio y lujoso como el lobby de un Ritz o un Excelsior. Federico García Lorca, poeta y dramaturgo de moda, rosa en el ojal de la chaqueta, sentado al piano, apuntó las notas de Sones de Asturias cuando pasaba delante de él. Severo se detuvo, tamborileó con los dedos en el piano, miró agradecido a su amigo y consultó el reloj. Tenía que cruzar de punta a punta para llegar a su habitación. No iba a ser fácil.

Había acudido el “todo Madrid”. La lluvia no lo había detenido. Los habituales de la popular tertulia de Ramón Gómez de la Serna se habían mezclado con los eruditos del Café Gijón y con los intelectuales del Europeo. La mayoría de los estudiantes residentes, así como profesores de varias facultades, se entremezclaban con ellos. En pequeños grupos, políticos activos, aristócratas cultos y periodistas de postín trataban de hacerse notar. Severo avanzó con dificultad, pidiendo permiso para pasar, saludando a este y a aquel, sonriendo a un chascarrillo y confirmando su asistencia al teatro.

Dalí y Buñuel lo vieron aproximarse y le cerraron el paso. Dalí sostenía La interpretación de los sueños entre sus rodillas y le contaba, ayudado de gestos estrafalarios, un sueño a Buñuel.

—Pesadillas, pesadillas, siempre con el peripatético psicoanálisis a cuestas —protestó Buñuel.

—Imagínate: una cuchilla de afeitar te corta la córnea del ojo.

—¡No! —protestó Buñuel—. La pesadilla es “ver” que le cortan el ojo a otro.

—¡Subconscientísimo! —gritó Dalí mientras extendía un brazo para impedir pasar a Severo y con la otra mano se acariciaba el bigote—. A ver, estudiante de medicina y que de latín sabes tanto: ¿cuándo le darán el Nobel a Freud?

—Nunca —contestó Severo, apartando al pintor con un suave empujón.

—¿Por qué has de ser tan pesimista? —preguntó, y le volvió a cerrar el paso.

“Porque no ha hecho un experimento en su vida y no es un científico”, iba a contestar Severo, cuando Dalí le detuvo haciendo amplios movimientos ondulantes con sus brazos.

—¿No me digas que tú querrías el Nobel para otro psiquiatra nazi?

Severo sabía que se refería a Wagner-Jauregg, quien había ganado en 1927 el primer Nobel para la psiquiatría. Bajo su supervisión, enfermos de malaria donaban sangre a pacientes con sífilis avanzada y, después de varios ciclos de fiebre palúdica, el paciente era tratado con fármacos antimalaria: cuando la fiebre cedía, se suponía que desaparecían los síntomas de neurosífilis. Nadie más que él pudo establecer la efectividad de este tratamiento. Además, como apuntaba Dalí, Wagner-Jauregg apoyaba las propuestas racistas de los fascistas alemanes y sus experimentos con seres humanos no eran éticos.

—El Nobel para ese individuo fue un error —aceptó Severo—. Un descalabro no se arregla dándole el Nobel a un teórico puro como Freud. A él deberían darle el de literatura.

—En su apartado de ficción —concluyó Buñuel, y apartó a Dalí para que pudiera pasar Severo.

De nuevo en movimiento, volvió a comprobar la hora. No iba a tener tiempo de saber si se había equivocado.

“¿Dónde estará Paco?”, pensó.

Carmen estaba de vacaciones y él se había instalado en un dormitorio para estudiantes. Abrió la puerta, se quitó la camisa y la colgó en el armario. Volvió a pensar en el experimento. “Es absurdo tomar por cierto un dato no comprobado”.

Paco había hecho el mismo experimento con anterioridad y podría confirmarle las condiciones.

“No me equivoqué. Era pH ácido. Espero que sea así”.

Entró en el aseo. Abrió el grifo del lavabo. El agua fría le trasladó a la playa de Luarca, y le tranquilizó lo suficiente para poder asearse. Volvió al armario y escogió una camisa blanca y un traje negro. Se vistió con rapidez, anudó con un doble Windsor una corbata azul oscura que adornó con un alfiler de la universidad de Oxford y, frente al espejo, dio el visto bueno al traje con chaleco, a la frente ancha del intelectual, a los ojos castaños e inquietos de investigador, a las ojeras de estudiante y a la decisiva nariz. Salió del cuarto, cerró la puerta y se dirigió al teatro.

Mientras bajaba al salón pensó que había sido meticuloso con los experimentos. Juan Negrín, director del laboratorio, había dejado claras instrucciones sobre el valor del pH. Severo las había perdido y, aunque había creído recordar los detalles cuando planeó el experimento, ahora no estaba tan seguro.

“Mi vida depende de esa confirmación. No basta pensar que se es el mejor: hay que demostrarlo”.

Exageraba. Reconoció su neurosis. Consultó el reloj. Cinco minutos.

“La ciencia no puede ser una aguafiestas. Olvídate del laboratorio. ¡Es fácil decirlo!, ¿dónde se habrá metido Paco?”.

Cuando acabó el experimento, no encontró a Paco en el Trasatlántico, el edificio de los laboratorios. Pensó que se habría encerrado a estudiar. Objetivo: matrícula de honor. Paco era hermano de Carmen y trabajaba bien con él.

“Ese empollón igual pasa del Tenorio. Debo verle antes de que me encuentre el profesor”.

Negrín entró en el salón. ¿Cómo confesar que aquellos apuntes se habían perdido? Negrín había tomado las notas durante sus estudios en Alemania. Eran instrucciones recogidas durante meses de trabajo, el producto de sus esfuerzos para perfeccionar una técnica difícil. Si había hecho bien el experimento, eso querría decir que podría reproducir las notas al pie de la letra. Y así, al menos el conocimiento se habría conservado.

Muchos estudiantes le tenían a Negrín más miedo que respeto. “Explica mal y suspende mucho”, era una queja común. Un estudiante hizo famosa su anécdota: Negrín le había suspendido aunque había terminado, sin cometer ningún error, un examen práctico difícil. “Me dijo que me cateaba porque no le había dado los buenos días al paciente”. Severo conocía las críticas, mas veía otros aspectos de la biografía y el modo de ser de su profesor que le hacían admirarle. Enviado por su padre a estudiar a Alemania con catorce años, Negrín ganó el doctorado en Medicina a los veinte y, a los veinticuatro, realizó estancias de formación en Nueva York y en la Universidad de Harvard. A su vuelta de los Estados Unidos fue discípulo de Santiago Ramón y Cajal, quien le proporcionó espacio de laboratorio en el Trasatlántico. Allí, Negrín abrió una línea de investigación en fisiología muscular. Tenía especial interés en estudiar cómo se utilizaba la glucosa, es decir, el azúcar, durante la contracción del músculo. Su laboratorio se consolidó como uno de los más avanzados de Europa. Y ahora, en su madurez, captaba a los mejores estudiantes y se entregaba a su entrenamiento y promoción. El metabolismo muscular despertó la curiosidad de Severo por la fisiología, primero, y por la bioquímica, después. Negrín le había dado espacio de laboratorio, dinero para equipo y una línea de investigación competitiva. Lo que Cajal había hecho con Negrín, él lo había hecho con Severo.

Cuando Negrín entró en el salón, Severo se sintió atrapado. Se escondió tras una columna mientras buscaba una solución y poco después aprovechó que un grupo de besamanos y agradecidos cerraron el paso al profesor para escabullirse por otra salida. Mientras caminaba de espaldas se tropezó con Juan Ramón Jiménez.

—¿Llegas tarde a la ceremonia del Nobel?

No era la primera vez que alguien le tomaba el pelo con su obsesión con el premio. No contestó, y se preguntó si no sería el escritor el que iba a llegar tarde a la suya. Le pasó a Galdós: nominado en 1912, su candidatura fue boicoteada por enemigos políticos. Juan Ramón sería nominado para el Nobel, si es que no lo había sido ya. En cuanto a él, bueno, no se podía vivir tan cerca de Ramón y Cajal y no planear ganar el premio de premios. Cajal había abierto la puerta de Suecia y el Nobel, ¿quién podía dudarlo?, era lo máximo para cualquier científico.

Severo consiguió llegar al teatro sin ser descubierto. Se ocultó en una de las primeras filas, doblando las piernas contra el respaldo del asiento de delante y hundiendo la cabeza entre los hombros, mientras maldecía su estatura y su timidez. Apagaron las luces y subió el telón. Protegido por la oscuridad, se estiró, aliviando las articulaciones, y se dejó llevar por sus ripios favoritos.

“¡Cuán gritan esos malditos!

¡Pero mal rayo me parta

si, en concluyendo esta carta,

no pagan caros sus gritos!”.

Buñuel era un don Juan vociferante e irrespetuoso. El teatro era pequeño; el espectáculo, no. Las actuaciones rayaban en lo genial y un público entregado disfrutaba sin reservas. Con sus labios fruncidos, escondido entre las risas de los demás, Severo seguía dándole vueltas al pH. Se giró y buscó a Paco entre los que estaban de pie en la parte de atrás. No lo encontró. Los...



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