E-Book, Spanisch, Band 180, 320 Seiten
Reihe: Impedimenta
Frayn Al final de la mañana
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17115-82-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 180, 320 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17115-82-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
John Dyson trabaja en un periódico londinense que parece estar sumido en el letargo y en el que los periodistas se aburren soberanamente, alternando largas visitas al pub con siestas que duran toda la tarde. Editor de medio pelo (su sección se alimenta de noticias sobre el campo y reflexiones religiosas, además de crucigramas), casado con un ama de casa resignada, padre de dos hijos raros y vecino de un suburbio decadente, sueña con alcanzar la fama y la vida burguesa. Tiene la impresión de que su carrera está paralizada y se pasa el día compartiendo sus penas con Bob, su subordinado, un joven que no sabe muy bien cómo enfrentarse a sus propios problemas. Hasta que un buen día se le presenta su gran oportunidad: asistir a un programa de la BBC para participar en un debate sobre el conflicto racial. Una comedia exuberante, en la cumbre del mejor humor británico. Un clásico moderno sobre el periodismo de la vieja escuela, la vulgaridad, la insatisfacción de la clase media, dotado de un elenco de personajes memorables.
Nació en Londres en 1933. Novelista y dramaturgo, es uno de los pocos escritores alabados por crítica y público tanto en un género literario como en el otro. Ha traducido obras de autores rusos, como Tolstói, y se le considera el mejor traductor de Chéjov al inglés. Pasó toda su infancia en el condado de Surrey, y posteriormente hizo el servicio militar durante dos años, a lo largo de los cuales aprendió a hablar ruso. Más tarde iniciaría estudios de Filosofía en el Emmanuel College de Cambridge. Empezó su carrera periodística en The Guardian, pasando después a The Observer, donde trabajó hasta 1968. En ambas cabeceras pronto destacaría por su afilada pluma satírica. Es autor de más de una quincena de obras teatrales, entre las que destacan títulos como Qué desastre de función (Premio London Evening Standard, elegida por los británicos como una de sus tres obras favoritas de todos los tiempos) y Copenhague (ganadora del Premio Tony a la Mejor Obra en el año 2000). Frayn se sirve de la comedia para explorar todo tipo de ideas filosóficas y conflictos familiares y sociales. Algunas de sus novelas más conocidas, además de Al final de la mañana (1967), son The Tin Men (1965, ganadora del Premio Somerset Maugham), The Russian Interpreter (1966, ganadora del Premio Hawthornden), Una vida muy privada (1968), La trampa maestra (1999, finalista del Premio Booker) y Juego de espías (2002, ganadora del Premio Whitbread de novela). En 1993 contrajo matrimonio con la biógrafa, editora y periodista Claire Tomalin.
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1
El cielo iba oscureciéndose más y más a medida que avanzaba la mañana. Para cuando llegó el café, parecía una tarde de invierno, y todas las ventanas que daban a Hand and Ball Court estaban iluminadas. Bob estaba junto a la ventana del departamento de Dyson, contemplando con mirada ausente aquella penumbra apocalíptica mientras comía toffees de una bolsa de papel. Observaba cómo iba saliendo gente del callejón que comunicaba Hand and Ball Court con Fleet Street. A algunos de ellos los conocía, eran colegas suyos, que llegaban a sus respectivas horas de entrada para empezar el trabajo del día: Ralph Absalom, Mike Sparrow, Gareth Holmroyd. En aquella extraña oscuridad de media mañana, resultaban de una familiaridad algo ridícula. Era como encontrarse con un compatriota cuando uno está de viaje en el extranjero. A su espalda, John Dyson parecía al borde de un ataque de nervios. —¡Por Dios! —dijo Dyson, dejándose caer en la silla—. ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¿Por qué no enciende alguien la luz antes de que nos quedemos todos ciegos? En serio, creo que este sitio me va a provocar un ataque de nervios. La única persona que había en la habitación, aparte de Bob, era el viejo Eddy Moulton. Estaba sentado frente a un archivador jaspeado lleno de periódicos de la época victoriana, de entre los que seleccionaba material para una columna diaria titulada «En tiempos de antaño». Hacía mucho que había superado la edad de jubilación, y no era de esperar que prestara mucha atención a Dyson. En cualquier caso, estaba dormido. —¡Bob! —protestó Dyson—. ¿Por qué no enciende alguien la luz, por el amor de Dios? —De acuerdo, John —musitó Bob automáticamente, sin moverse, todavía inmerso en las oscuras figuras del patio. —¡Ay, Dios! —dijo Dyson. Era el jefe; Bob y Eddy Moulton eran sus empleados, ¡y él era quien tenía que pasarse todo el tiempo de acá para allá encendiendo y apagando las luces! No era de extrañar que estuviese tan saturado. No era de extrañar que a las cuatro de la tarde estuviera literalmente mareado, abrumado por la sensación de estar ahogándose entre tanto trabajo, hasta el punto de que tenía que aflojarse la corbata y desabrocharse el cuello de la camisa. Ahora que había encendido las luces, ya podía ver con claridad la cantidad de tareas que le esperaban sobre la mesa. Había borradores que corregir; galeradas pendientes de revisión; entradas para una representación de Los piratas de Penzance en el Banco Provincial Nacional y para una producción estudiantil de Sweeney Agonista, que le había hecho llegar el encargado de reseñas, por si le interesaba cubrirlas; invitaciones para asambleas ciudadanas y catas de quesos que le habían pasado el de noticias y el de la sección culinaria, e invitaciones para probar nuevas máquinas para jugar al golf y rampas para practicar esquí en casa, enviadas por el responsable de deportes. La sección de Dyson era el desagüe por el que se vaciaban los últimos posos de la prodigalidad publicitaria del mundo, una vez que esta ya había sido tamizada y filtrada por el resto del periódico, así que era él quien tenía que hacerse cargo de escribir las cartas de rechazo. No quería decirles a sus colegas que dejaran de endosarle los regalos que ellos desechaban, porque de vez en cuando le llegaba algún que otro billete de avión para viajar al extranjero, cosa que él y su plantilla sí aprovechaban. Lo más urgente de todo eran unas notas garabateadas en unas ásperas hojas de papel de oficina. Las había escrito él para sí mismo. «Llamar a Muller x lo d águila», decían. «Preguntar a Sims si mentir sobre lo d fertiliz quím q mata erizos». «Comprob con Striker lo d inmac concepc VM» «LLAMAR A MORLEY P AVRGUAR DND DEMONIOS ST TEXTO PR VIERNES» Pero ¿cómo iba a llamar a Morley para averiguar dónde demonios estaba su texto para el viernes? Cada vez que alargaba la mano hacia el teléfono, el aparato le sonaba en las narices. —¿Diga? —suspiraba—. Dyson… Sí… Bien… ¡Que Dios te bendiga! ¡Bendito, bendito, bendito seas! Maravilloso… Perfecto… ¡Que Dios te bendiga…! Y apenas había tenido tiempo de colgar y musitar «¡Menudo capullo!» cuando ya estaba sonando otra vez. Estaba teniendo un día espantoso. Y aprovechaba para decírselo a Bob en cuanto le quedaba un momento libre. —¿Tendría alguien la amabilidad de llamar a Morley —suplicó— y averiguar dónde demonios está su texto para el viernes? Las palabras se propagaron por el aire vacío. Su urgencia se desvaneció en la esquina opuesta de la habitación. —¡Bob! —dijo. —John —respondió Bob educadamente. —He dicho que si alguien tendría la amabilidad de llamar a Morley, Bob. Bob se metió otro toffee en la boca. En aquel instante, Reg Mounce —el temible Reg Mounce— atravesaba Hand and Ball Court aporreando los adoquines del suelo con la puntera de los zapatos, por si acaso aquella materia inanimada era capaz de albergar alguna sensación. —En este momento ando un poco liado —dijo Bob, con aire ausente—. Tengo que ponerme a escribir una cosa justo ahora. Dyson se levantó de la silla. Intentaba poner en perspectiva el trabajo que se le había acumulado sobre la mesa evaluándolo desde las alturas. Suponiendo que el teléfono no sonase durante un minuto…, ¿a quién llamaría primero? Quizás a Morley…, aunque probablemente Sims ya hubiera vuelto de su paseo… No, mejor a Striker, porque hoy tenía un comité a las doce. Pero Striker se tiraría por lo menos diez minutos perorando sobre la Inmaculada Concepción, y entonces ya no llegaría a tiempo de pillar a Morley… El teléfono volvió a sonar. —¡Pero por Dios! —gruñó—. ¿Diga? Soy Dyson… Vaya, llevo toda la mañana intentando contactar contigo. Sí… Llevo toda la mañana intentando contactar contigo… Exacto… Llevo toda la mañana intentando contactar contigo… Para cuando colgó, ya no recordaba qué era lo que tanto le preocupaba antes. La pila de tareas pendientes, seguro; eso era lo que solía quitarle el sueño. Miró con ansiedad el montón de galeradas pendientes de revisión que había a su espalda. Solo tenía siete columnas de «El día a día del campo» listas para imprenta, y se había jurado a sí mismo que nunca bajaría de doce. Tenía una columna de «La meditación del día» para cada uno de los tres números siguientes —a no ser que Winters la hubiera fastidiado con la Inmaculada Concepción, en cuyo caso solo tendría dos y media—, pero se suponía que debería haber reunido un total de catorce «Meditaciones» de reserva. Tendría que ponerse a trabajar en los «Campos»; tendría que hacer «Meditaciones». Pero ¿y los crucigramas? Hizo cuentas, abatido. ¡Dios santo, solo le quedaban ocho! Las rotativas lo acosaban sin descanso; él las alimentaba, desfallecido, con los textos que iba consiguiendo a base de enormes esfuerzos y cuyas reservas se le agotaban con tanta rapidez. ¡Y las rotativas seguían pidiéndole más y más…! ¡No tardarían en darle alcance…! Volvió a hundirse en su silla y se golpeó la frente con las palmas de las manos. —En serio, a veces me pregunto cómo esperan que siga así —dijo—. ¡Trabajo y trabajo como un esclavo para mantener a flote esta sección, me deslomo sacando adelante la labor de tres personas! ¡Voy a matarme a base de trabajar, literalmente! ¿Y con qué me encuentro? ¡Con que no obtengo ni siquiera un poco de colaboración! ¡Voy dando tumbos de acá para allá, y todo con la mitad del personal que necesito! ¡Tengo que compartir secretaria con Boyle, Mounce, Brent-Williamson y la mitad de los especialistas del periódico! ¡De verdad que estoy al borde de un ataque de nervios! Bob se guardó la bolsa de toffees en el bolsillo. —Vale, John… —dijo—. Si quieres, le doy un toque a Morley. Dyson dejó de sentirse al borde de un ataque de nervios. —¡Que Dios te bendiga! —dijo—. Eres un cielo, en serio. Siento haberme puesto así. Ya sé lo ocupado que estás. Todos estamos ocupados. Todos soportamos una gran presión. Lo siento, Bob. Bob se puso a rebuscar entre la maraña de números telefónicos que Dyson había garabateado en un viejo trozo de papel secante. Siempre dejaba aquel papel en un extremo de la mesa. —Es el 5891 de Gerrard’s Cross —dijo Dyson. Se levantó y se dirigió hacia la ventana, donde permaneció agitando los dedos con impaciencia, como si estuviese tocando un fagot invisible—. Marca GE 4. No es un ataque personal contra ti, Bob, ya lo sabes. Es la frustración que me provoca este trabajo. Bob marcó GE y luego la F de frustración. Colgó y volvió a empezar. —No sé cómo te las arreglas para estar siempre tan tranquilo —dijo Dyson—. ¿Es que tú nunca sientes que este trabajo te parte en dos? Bob marcó GE 2. Pensó que sí había ciertos aspectos del hecho de trabajar con Dyson que a veces les hacía sentirse mareados. Volvió a empezar. —Me dejo en este trabajo todas las horas que Dios me da —continuó Dyson, con amargura—, pero, de alguna forma, nunca doy abasto. Es como intentar llenar un cubo sin fondo. En cuanto logras cubrir los contenidos de la semana, se te escapan, se usan, se olvidan… y la siguiente semana ya está encima… —¿Puedo hablar con el canónigo Morley, por favor? —dijo Bob al teléfono. —La televisión. Esa es la respuesta, Bob. Hazte un nombre, invierte un poco de tu tiempo...