France / Nemo | Novelistas Imprescindibles - Anatole France | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 1, 190 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

France / Nemo Novelistas Imprescindibles - Anatole France


1. Auflage 2020
ISBN: 978-3-96724-495-3
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 1, 190 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

ISBN: 978-3-96724-495-3
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Anatole France que son Thais y El crimen de Sylvestre Bonnard. Anatole France fue considerado en su época como el hombre ideal de las letras francesas. Fue miembro de la Academia Francesa y ganó el Premio Nobel de Literatura en 1921 'en reconocimiento a sus brillantes logros literarios'. Novelas seleccionadas para este libro: - Thais. - El crimen de Sylvestre BonnardEste es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

Anatole France (16 de abril de 1844 - 12 de octubre de 1924) fue un poeta, periodista y novelista francés de éxito con varios best-sellers. Irónico y escéptico, fue considerado en su época como el hombre ideal de las letras francesas.

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24 de diciembre de 1849.
Me había puesto las zapatillas y el batín. Enjugué mis ojos empañados por una lágrima que les arrancó el viento al cruzar el muelle. Una lumbre llameante ardía en la chimenea de mi despacho; una tenue capa de hielo que cubría los cristales de las ventanas, formaba floraciones semejantes a hojas de helechos, y ocultaba a mi vista el Sena, sus puentes y el Louvre de los Valois. Acerqué al fuego mi sillón y mi mesita para ocupar junto a la lumbre el sitio que Hamílcar se dignaba dejarme. Hamílcar, hecho una bola, dormía cerca de los morillos sobre un almohadón de pluma con el hocico entre las patas; una respiración acompasada hacía oscilar su pelo abundante y suave; al sentirme entreabrió los ojos y mostró sus pupilas de ágata bajo sus párpados entornados que cerró en seguida como si pensara: No es nadie: es mi amigo. ¡Hamílcar! —le dije mientras estiraba las piernas—. ¡Hamílcar, príncipe soñoliento de la ciudad de los libros!; ¡guardián nocturno! Tú defiendes contra los viles roedores los manuscritos y los impresos que el viejo sabio adquirió gracias a un modesto peculio y a un celo infatigable. En esta biblioteca silenciosa protegida por tus virtudes militares duermes con el abandono de una sultana, porque reúnes en tu persona el aspecto formidable de un guerrero tártaro y la gracia apacible de una mujer de Oriente. Heroico y voluptuoso Hamílcar, duermes en espera de la hora en que los ratones bailarán a la claridad de la luna ante los Acta sanctorum de los doctos bolandistas. El principio de aquel discurso agradó a Hamílcar, el cual lo acompañó de un murmullo semejante al hervor de un puchero; pero como alcé la voz, Hamílcar agachó las orejas y arrugó la piel atigrada de su frente para darme a entender que era de mal gusto declamar así. Hamílcar meditaba: "Este hombre que tiene tantos libros habla sin decir nada, mientras que nuestra cocinera sólo pronuncia palabras llenas de sentido, substanciosas, ya con el anuncio de una comida, ya con la promesa de algún castigo. Se sabe lo que dice. Pero este viejo emite sonidos que no comprendo." Así pensaba Hamílcar. Dejéle entregado a sus reflexiones y abrí un libro que leía con interés por ser un catálogo de manuscritos. No conozco lectura tan sencilla, tan atractiva y tan suave como la de un catálago. El que yo leía, redactado en 1824 por el señor Thompson, bibliotecario de sir Thomas Raleigh, peca, es cierto, por su brevedad excesiva, y no presenta ese género de exactitud que los archiveros de mi generación introdujeron al tratar de obras de diplomática y de paleografía; deja mucho que desear y mucho que adivinar. Acaso por esto me produce su lectura cierta impresión que en una naturaleza más imaginativa que la mía mereciera tal vez el nombre de ensueño. Me abandonaba dulcemente a la vaguedad de mis pensamientos, cuando mi criada me anunció con tono desapacible que el señor Coccoz deseaba hablarme. En efecto: alguien entró detrás de ella en la biblioteca. Era un hombrecito, un infeliz hombrecito de rostro desmedrado; vestía una chaqueta de poco abrigo. Adelantóse y me saludó sonriente, pero estaba muy pálido, y a pesar de ser joven y afanoso aun, su aspecto era enfermizo. Al verle me produjo la impresión de una ardilla herida. Llevaba debajo del brazo un pañuelo verde que dejó sobre un sillón; luego desató las cuatro puntas del pañuelo para mostrarme algunos librotes amarillentos. —Caballero —me dijo entonces—, no tengo el honor de ser conocido por usted. Soy corredor de libros, caballero. Trabajo para las principales casas de la capital, y por si me honra usted con su confianza, me tomo la libertad de ofrecerle algunas novedades. ¡Dios justo! ¡Dios clemente! ¡Qué novedades me ofrecía el homúnculo Coccoz! El primer volumen que me presentó fue la Historia de la Torre de Nesle con los amores de Margarita de Borgoña y el capitán Buridán. —Es un libro histórico —me dijo amablemente—, un libro de historia verdadera. —En ese caso —respondí— será muy aburrido, porque los libros históricos que no mienten resultan fastidiosos. Yo mismo publico libros verídicos, y si por su desgracia llevara usted uno de ellos de puerta en puerta, se expondría a conservarlo toda la vida en su pañuelo verde sin encontrar una cocinera bastante mal aconsejada para comprarlo. —No lo dudo, señor —me respondió el hombrecito por pura complacencia. Y entonces me ofreció los Amores de Abelardo y Eloísa; pero yo le hice comprender que a mi edad no me interesaban las historias amorosas. Sin dejar de sonreír, me presentó un Tratado de juegos de sociedad: juegos de baraja, ajedrez, damas y dominó. —¡Ay! —le dije—, si quiere usted recordarme las reglas del ajedrez, devuélvame a mi viejo amigo Bignan, con quien jugaba yo al ajedrez todas las noches antes de que las cinco academias le hubieran conducido solemnemente al cementerio; o bien haga descender hasta la frivolidad de los juegos humanos la grave inteligencia de Hamílcar, que ahora duerme sobre un almohadón y es actualmente el compañero único de mis veladas. La sonrisa del hombrecito tornóse vaga y despavorida. —He aquí —me dijo— una nueva colección de los entretenimientos de sociedad, chistes y retruécanos, con los procedimientos para convertir una rosa encarnada en blanca. Le respondí que desde tiempo atrás yo estaba reñido con las rosas, y que respecto a los chistes me bastaban los que me permito hacer, sin darme cuenta, en el transcurso de mis trabajos científicos. El homúnculo me ofreció su último libro con su última sonrisa, y estas palabras: —Aquí tiene usted la Clave de los sueños, con la explicación de todo lo que se puede soñar: oro, ladrones, muerte, caídas desde lo alto de una torre. . . ¡Es muy completo! Yo había cogido las tenazas que oscilaban vivamente oprimidas por mis dedos, y respondí a mi visitador comercial: —Sí, amigo mío; pero esos sueños y otros mil, alegres y trágicos se resumen en uno solo: el sueño de la vida. ¿Podré hallar en su librito amarillo la clave de semejante sueño? —Sí señor —me respondió el homúnculo—. El libro es muy completo y nada caro; sólo cuesta un franco y veinticinco céntimos, caballero. No prolongué mi entrevista con el vendedor ambulante. No me atrevo a asegurar que haya repetido las frases antedichas como fueron pronunciadas; tal vez al escribirlas las he ampliado un poco. Es muy difícil respetar, ni siquiera en un diario, la verdad estricta. Pero si no fue así mi discurso, tal era mi pensamiento. Llamé a gritos a mi criada, porque no había campanillas en la estancia. —Teresa —dije—. El señor Coccoz, a quien la ruego acompañe, posee un libro que quizá la interese: es la Clave de los sueños. Yo tendría sumo gusto en ofrecérselo. Mi criada respondió: —Señor: cuando no se dispone de tiempo para soñar despierta, tampoco lo hay para soñar dormida. A Dios gracias, tengo bastante trabajo todo el día y tiempo suficiente para cumplir con mi obligación; de modo que puedo decir todas las noches: Señor, bendecid el descanso que voy a disfrutar. No sueño ni dormida ni despierta y no confundo mi colcha con el diablo, como le sucedió a una prima mía. Si me permite que le dé mi opinión, diré que aquí hay libros de sobra. Mi señor tiene miles y miles que le hacen perder el juicio, y a mí, con los dos que tengo, me basta: mi Devocionario y mi Cocinera burguesa. Después de hablar así, mi criada ayudó al hombrecito a guardar sus libros en el pañuelo verde. El homúnculo Coccoz ya no sonreía. Sus facciones adquirieron tal expresión de sufrimiento que sentí haberme burlado de aquel hombre tan infeliz. Le llamé cuando ya se iba, le dije que recordaba haber visto entre sus volúmenes una Historia de Estela y Nemorin, y como los pastores y las pastoras me interesaban mucho compraría gustoso, a un precio razonable, la historia de tan perfectos enamorados. —Le venderé a usted el libro que desea por un franco veinticinco, caballero— me respondió Coccoz, con el rostro radiante de júbilo—. Es histórico y le agradará mucho. Ahora ya sé qué clase de libros le gustan. Comprendo que es usted entendido. Mañana le traeré los Crímenes de los Papas. Es una obra hermosa. Le traeré la edición de lujo con láminas en colores. Le rogué que no se molestara en volver y le despedí muy satisfecho. Cuando el pañuelo verde se hubo desvanecido en la obscuridad del pasillo con el vendedor ambulante, pregunté a mi criada de dónde cayó aquel miserable hombrezuelo. —Esa es la palabra —me respondió—: nos ha caído del tejado, señor, donde vive con su mujer. —¿Ha dicho usted que tiene mujer, Teresa? ¡Es prodigioso! ¡Las mujeres son unas criaturas muy extrañas! Debe ser una humilde mujercita. —Yo no sé lo que es —me respondió Teresa—, pero me la encuentro todas las mañanas en la escalera, vestida con trajes de seda manchados de grasa. Tiene unos ojos muy brillantes, y me pregunto si esos ojos y esos trajes son propios de una mujer a quien han recibido por caridad; porque los han admitido en el desván, mientras componen el tejado, en atención a que el marido está enfermo y la mujer embarazada. La portera dice que esta mañana la tal mujer sintió dolores le parto, y que ya guarda cama a estas horas. ¡Para qué necesitarán un hijo esas gentes! —Teresa —la respondí—, sin duda no lo necesitan para nada, pero la Naturaleza quiere que lo tengan y les ha hecho caer en su lazo....



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