E-Book, Spanisch, 240 Seiten
Reihe: Literatura
Flannery O'Connor Misterio y maneras
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-755-1
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Prosa ocasional, escogida y editada por Sally y Robert Fitzgerald
E-Book, Spanisch, 240 Seiten
Reihe: Literatura
ISBN: 978-84-9920-755-1
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
'La narrativa resulta de dos cualidades. Una es el sentido del misterio; la otra, el sentido de las maneras'. Flannery O'Connor muestra en estas páginas, frescas y brillantes, el significado profundo de la literatura, la intersección entre lo cotidiano -maneras- y el sentido último de la realidad -el misterio-.
La genial autora norteamericana dejó al final de su corta vida varios ensayos sin publicar y una serie de artículos diseminados en varias revistas. Estos textos, seleccionados y editados por sus amigos de toda la vida Sally y Robert Fitzgerald bajo el título Misterio y maneras, se caracterizan por el estilo directo y simple de su autora, su inusual ingenio y perspicacia, y su profunda fe. Sin duda alguna, es un libro especial que el paso de los años -la primera edición es de 1969-, lejos de hacerlo extraño, confirma su actualidad.
Esta colección ya clásica de ensayos, editados por primera vez en español, es un referente obligado para lectores, escritores y amantes de la literatura contemporánea.
Flannery O'Connor nació en el seno de una familia católica el 25 de marzo de 1925 en Savannah, Georgia, en la zona del Sur de los EEUU que se ha llamado el 'cinturón bíblico', de mayoría protestante. En este entorno del sur vivió casi toda su corta vida. Con sólo dieciséis años perdió a su padre de la misma enfermedad degenerativa -el lupus erithematosus- que ella padeció. Estudió en el Georgia State College, donde comenzó a pintar y a escribir sus primeros relatos. En 1946 se matriculó en un progrma de escritura creativa en la Universidad de Iowa. En 1947 consiguió un Master of Fine Arts con una serie de relatos, entre ellos El geranio. Tras una agitada estancia en Nueva York, decidió trasladarse a Connecticutt a vivir con sus amigos Robert y Sally Fitzgerald, donde escribió su primera novela, Wise Blood. En 1950 comenzó a acusar los primeros síntomas de su enfermedad. Se instaló en una antigua finca agrícola de la familia con su madre, donde transcurrirá el resto de su vida, a excepción de las estancias en el hospital y un viaje a Europa en 1958, con escala en Lourdes, de donde volvió con una patente mejora. En la casa familiar, llamada 'Andalusia', su vida consistirá en una dedicación casi exclusiva a la literatura, que dará como fruto varios relatos cortos y una novela más (The Violent Bear it Away) Murió el 3 de agosto de 1964.
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El rey de las aves1
Cuando tenía cinco años me pasó algo que me marcaría de por vida. El Noticiario Pathé envió a un reportero de Nueva York a Savannah para filmar a uno de mis pollos. Era de la raza conchinchina enana, de color beis, y tenía la peculiaridad de que andaba hacia delante y hacia atrás. Su fama se había extendido por toda la prensa, y supongo que después de haber llegado a oídos del Noticiario Pathé, ya no le quedaba ningún otro sitio al que ir, ni marcha adelante ni marcha atrás. Así que al poco tiempo murió, y visto lo visto, hizo bien. Si incluyo esta anécdota al comienzo de un artículo sobre pavos reales, es porque siempre me andan preguntando que por qué los crío, y no tengo ninguna respuesta concisa ni razonable que dar. Desde aquel día de la visita del cámara de Pathé empecé a juntar pollos. Lo que había sido hasta entonces un tibio interés se convirtió en una pasión, en una búsqueda. Tenía que tener cada vez más pollos. Daba preferencia a los que tuvieran un ojo verde y otro naranja, o cuellos demasiado largos, o crestas torcidas. Quería tener uno con tres patas, o con tres alas, pero esta variedad no prosperó. Me ponía a pensar delante de una imagen del libro de Robert Ripley, Increíble pero cierto2, que mostraba a un gallo que había sobrevivido treinta días sin cabeza, pero no era científico mi ánimo. Como sabía coser un poco, comencé a confeccionarles trajes a los pollos. Un gallo gris enano, que se llamaba Coronel Eggbert, lucía un abrigo de piqué blanco con cuello de encaje y dos botones a la espalda. Parece que el equipo de Pathé nunca tuvo noticia de estos otros pollos, porque no envió más reporteros. Mi búsqueda, fuera cual fuese su verdadero objeto, se orientó finalmente hacia los pavos reales. Fue el instinto y no el saber lo que me llevó a ellos. Nunca había visto ni oído a ninguno. Aunque tenía un corral con faisanes y otro con codornices, una parvada de pavos, diecisiete ocas, una partida de azulones, tres gallinas japonesas sedosas enanas, dos polacas moñudas, y varios pollos resultantes del cruce de estas dos últimas con un gallo Rhode Island Red, sentía que me faltaba algo. Sabía que el pavo real era el ave de Hera, la esposa de Zeus, pero debía de haber perdido parte de su celestial estatus desde entonces: el Market Bulletin de Florida ofrecía ejemplares de tres años a sesenta y cinco dólares la pareja. Llevaba varios años leyendo estos anuncios tranquilamente cuando un día, en un arrebato, señalé uno con un círculo y le pasé la revista a mi madre. Vendían un pavo real con su pava y cuatro pavipollos de siete semanas. «Me los voy a pedir», dije. —¿No se comen las flores esos bichos? —preguntó mi madre, después de leer el anuncio. —Comerán Startena3 como todos los demás —contesté. Los pavos reales llegaron en el expreso de Eustis, Florida, un día templado de octubre. Cuando mi madre y yo llegamos a la estación, el cajón estaba en el andén, y por una de las esquinas asomaba un cuello azul eléctrico coronado por una cabeza encopetada. Una línea blanca, encima y debajo de cada ojo, confería a la inquisitiva cabeza una expresión de atenta serenidad. Me preguntaba si esta ave, acostumbrada a desfilar por los naranjales de Florida, se adaptaría fácilmente a una granja lechera de Georgia. Me bajé del coche de un salto y fui dando brincos hasta el cajón. La cabeza se encogió. Cuando llegamos a casa liberamos a nuestro pasaje y lo alojamos en un corral cubierto. El hombre que me vendió los pavos me había dicho por escrito que debía tenerlos encerrados durante una semana o diez días y soltarlos al atardecer donde quisiera que pasaran la noche; en lo sucesivo, regresarían todas las noches al mismo lugar. También me advirtió de que el macho no tendría todas las plumas de la cola a su llegada, porque se le caen a finales del verano y no las recupera completamente hasta después de Navidades. En cuanto estuvieron fuera del cajón, me senté encima y empecé a mirarlos. No he dejado de mirarlos desde entonces, desde todos los ángulos, y siempre con la misma reverencia de aquella primera vez; no obstante, creo que he logrado mantener una visión equilibrada y una actitud imparcial. El pavo real que había comprado no tenía nada remotamente parecido a una cola, pero no sólo se comportaba como si la tuviese, sino como si lo escoltase todo un séquito encargado de velar por ella. En aquella primera ocasión, nada me acuciaba más que decidir dónde detener la mirada, así que saltaba incesantemente del pavo a la pava y de la pava a los cuatro pavipollos, mientras que ellos, en señal de que habían reparado en mi presencia, se alejaron de mí cuanto pudieron. Con el paso de los años su actitud hacia mí no ha ganado en cortesía. Si aparezco con comida, condescienden a comerla de mi mano cuando no les queda otro remedio. Si aparezco con las manos vacías, soy un objeto más. Y cuando digo «mis» pavos, el posesivo sólo indica un vínculo legal, nada más. Soy la criada, siempre a su entera disposición y atenta a los reclamos de sus emplumadas señorías4. Cuando los saqué del cajón la primera vez, en mi delirio, exclamé: «Quiero tener tantos, que cada vez que salga por la puerta me tropiece con uno». Ahora, cada vez que salgo por la puerta, cuatro o cinco pavos reales se chocan conmigo, dando sólo una ligerísima señal de que me han reconocido. Han pasado nueve años desde que llegaron mis primeros pavos. Tengo cuarenta picos que alimentar. La necesidad agudiza el ingenio, y algunas cosas más. Para una especie destinada a alcanzar una belleza tan excepcional, el pavo real viene al mundo con un aspecto nada prometedor. El pavipollo es del mismo color que esas enormes polillas repugnantes que revolotean alrededor de las bombillas en las noches de verano. Lo único que resalta son los ojos, de un gris luminoso, y una cresta marrón que empieza a apuntarle cuando tiene diez días, y que se parece primero a las antenas de un insecto y luego a las plumas que llevan los indios en la cabeza. A las seis semanas le salen unas motas verdes en el cuello, y pocas semanas más tarde, ya se puede distinguir al macho de la hembra por las pintas del dorso. El dorso de la pava va fundiéndose en un gris uniforme y enseguida alcanza el aspecto que tendrá para siempre. Aunque no cuente con una larga cola ni con otros adornos de relieve, nunca he pensado que la pava carezca de atractivo. Incluso en una o dos ocasiones he llegado a pensar que es más bonita que el macho, más sutil y refinada. Pero son momentos de audacia que se pasan enseguida. Hacen falta dos años para que el plumaje del macho adquiera su decoración definitiva y, durante el resto de su vida, se comportará como si él mismo la hubiera diseñado. Durante los dos primeros años de vida, parece que está hecho de retales y que los ha cosido una mano poco imaginativa. El primer año tiene la pechuga beis, el dorso moteado, el cuello verde de la madre, y una corta cola gris. El segundo, tiene la pechuga negra, el cuello azul del padre, y un dorso que va virando paulatinamente al verde y oro que tendrá para siempre, pero ni asomo de larga cola. El tercer año entra en la edad adulta y por fin la adquiere. Y el resto de su vida —un pavo real puede vivir hasta treinta y cinco años— no tendrá nada mejor que hacer que acicalársela, desplegarla y recogerla, danzar hacia adelante y hacia atrás cuando la extiende, chillar cuando se la pisan, y arquearla cuidadosamente cuando cruza un charco. No todas las partes del pavo real cautivan la mirada por igual, ni siquiera cuando se ha desarrollado del todo. Las plumas superiores de las alas están veteadas de blanco y negro, y podría haberlas tomado prestadas de un pollastre Barred Rock5. Las de las puntas de las alas son de color arcilla; las patas, largas, finas y gris hierro; los pies, grandes. Y se diría que lleva uno de esos pantalones cortos de verano que están ahora tan en boga entre los playboys. Estos pantaloncitos, beis y suaves, se prolongan bajo lo que podría ser un chaleco de un azul casi negro. Uno no se sorprendería de verle colgar una cadena de reloj, pero no asoma ninguna. Examinando el aspecto del pavo real con la cola recogida, me parece que las partes no guardan proporción con el conjunto. La verdad es que así lo único que lo salva de convertirse en un hazmerreír es su porte. Cuando despliega la cola inspira todo un abanico de emociones, pero todavía no he oído a nadie reírse. La reacción habitual es el silencio, por lo menos durante un rato. Para abrir la cola, el macho se sacude violentamente hasta que gradualmente se alza, trazando un arco en torno a sí. Entonces, antes de que nadie haya tenido la oportunidad de verlo, se gira y da la espalda al espectador. Algunos lo han tomado como insulto; otros, como capricho. Mi interpretación es que el pavo real experimenta idéntica satisfacción exhibiendo cualquiera de sus lados. Desde que crío pavos reales, vienen a visitarme al menos una vez al año alumnos de primero de primaria, que aprenden viviendo las cosas en primera persona. Estoy acostumbrada a oírles gritar a coro cuando el pavo se da la vuelta: «¡Oh, mirad su ropa interior!». Esta «ropa interior» es una cola gris que se eriza para sostener la más grande, y más abajo, una borla de plumas negras digna de que alguna mujer regia de verdad —una Cleopatra o una Clitemnestra— la utilizase para empolvarse la...