E-Book, Spanisch, 208 Seiten
Reihe: Ilustrados
Fitzgerald El Gran Gatsby
1. Auflage 2025
ISBN: 979-13-8756339-4
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Ed. Centenario
E-Book, Spanisch, 208 Seiten
Reihe: Ilustrados
ISBN: 979-13-8756339-4
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Edición ilustrada y con nueva traducción del clásico de Scott Fitzgerald El gran Gatsby, publicada en 1925, ha sido considerada en numerosas ocasiones la mejor novela norteamericana del siglo XX. La historia se desarrolla en Nueva York y Long Island en los años 20 del pasado siglo y retrata de una manera brillante esos locos años de las fiestas, el jazz y el desenfreno previos a la Gran Depresión. Nick Carraway deja el Medio Oeste y llega a Nueva York en la primavera de 1922, una época de relajamiento moral y contrabando, en la que la Bolsa sube como la espuma. Nick, que busca su propia versión del sueño americano, tiene como vecino a un misterioso millonario, Jay Gatsby, muy popular por sus impresionantes fiestas. Al otro lado de la bahía viven Daisy y su mujeriego marido, Tom Buchanan. El joven Nick se verá inmerso en el mundo cautivador de los millonarios, sus ilusiones, amores y engaños.
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—Vives en el West Egg —comentó en tono despectivo—. Conozco a alguien allí.
—Yo no conozco a nadie…
—Tienes que conocer a Gatsby.
—¿Gatsby? —preguntó Daisy—. ¿Qué Gatsby?
Anunciaron la cena antes de que pudiera contestarle que era mi vecino; Tom Buchanan deslizó imperiosamente su brazo tenso bajo el mío y me sacó de la habitación como quien mueve una ficha a otra casilla del damero.
Las dos jóvenes nos precedieron, gráciles, lánguidamente, las manos levemente posadas en las caderas, hasta el rosado porche abierto al crepúsculo, donde cuatro velas titilaban sobre la mesa al viento que había amainado.
—¿Por qué velas? —protestó Daisy, ceñuda. Las apagó con los dedos—. Dentro de dos semanas será el día más largo del año —nos miró con expresión radiante—. ¿Esperáis siempre que llegue el día más largo del año y luego os lo saltáis? Yo siempre espero el día más largo del año y luego me lo salto.
—Deberíamos planear algo —dijo la señorita Baker con un bostezo, sentándose a la mesa como si se estuviese acostando en la cama.
—De acuerdo —dijo Daisy—. ¿Qué planeamos? —recurrió a mí desvalida—: ¿Qué hace la gente?
Antes de que yo pudiera contestar, clavó los ojos con expresión de pánico en su dedo meñique.
—¡Mirad! —se quejó—. Me he hecho daño.
Miramos todos: tenía el nudillo amoratado.
—Has sido tú, Tom —dijo en tono acusador—. Ya sé que fue sin querer, pero lo hiciste. Es lo que saco en limpio por haberme casado con un bruto, una mole, con un voluminoso y enorme espécimen físico de…
—Aborrezco la palabra mole —objetó Tom irritado—. Incluso en broma.
—Mole —insistió Daisy.
Ella y la señorita Baker hablaban a veces al mismo tiempo discretamente y con una intrascendencia burlona que nunca era del todo parloteo, que era tan frío como sus vestidos blancos y sus miradas impersonales carentes de deseo. Estaban allí y nos aceptaban a Tom y a mí, haciendo solo un esfuerzo grato y cortés por divertir o divertirse. Sabían que la cena terminaría pronto y poco después terminaría también la velada, que se olvidaría despreocupadamente. Era muy distinto del Oeste, donde una velada pasaba rápido de una etapa a otra hasta su conclusión, con una expectación continuamente frustrada o con un vivo temor nervioso al momento mismo.
—Me haces sentirme un salvaje, Daisy —confesé al segundo vaso de un clarete acorchado, aunque por lo demás impresionante—. ¿No puedes hablar de las cosechas o algo así?
No quería decir nada en particular con este comentario, pero se interpretó de forma insólita.
—La civilización se está desmoronando —objetó Tom furioso—. He empezado a ver las cosas con un pesimismo terrible. ¿Has leído El ascenso de los imperios de color de ese tal Goddard?[3]
—Bueno, no —respondí, bastante sorprendido por su tono.
—Pues es un libro estupendo y debería leerlo todo el mundo. La idea es que si nosotros no estamos atentos la raza blanca se… se hundirá completamente. Es todo material científico; está demostrado.
—Tom se está volviendo muy profundo —dijo Daisy con una expresión de tristeza despreocupada—. Lee libros profundos que contienen palabras largas. ¿Cuál era aquella palabra que…?
—Bueno, estos libros son científicos —insistió Tom mirándola con impaciencia—. Este tipo ha investigado el asunto a fondo. Nos corresponde vigilar a nosotros, que somos la raza dominante, o estas otras razas lo controlarán todo.
—Tenemos que barrerlos —susurró Daisy parpadeando con ferocidad hacia el sol ardiente.
—Tendríais que vivir en California —empezó a decir la señorita Baker, pero Tom la interrumpió moviéndose pesadamente en la silla.
—La idea es que somos nórdicos. Yo y tú y tú y… —tras una vacilación infinitesimal incluyó también a Daisy con un leve cabeceo, y ella volvió a hacerme un guiño—. Y hemos producido todo lo que constituye la civilización; bueno, la ciencia y el arte y demás. ¿Comprendes?
Había algo patético en su concentración, como si ya no le bastara su suficiencia, más profunda que en otros tiempos. Cuando sonó poco después el teléfono de la casa y el mayordomo acudió a contestar, Daisy aprovechó la interrupción momentánea para inclinarse hacia mí.
—Te contaré un secreto familiar —me susurró con entusiasmo—. Es sobre la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber la historia de la nariz del mayordomo?
—Para eso he venido esta noche.
—Bueno, no siempre ha sido mayordomo; antes era el encargado de la plata de una gente de Nueva York que tenía un servicio de mesa para doscientas personas. Él se ocupaba de limpiarla de la mañana a la noche, hasta que al final empezó a afectarle a la nariz…
—Las cosas fueron de mal en peor —sugirió la señorita Baker.
—Sí. Las cosas fueron de mal en peor hasta que, al final, tuvo que renunciar a su puesto.
Durante un instante la última luz del sol iluminó su rostro con romántico afecto; su voz me obligó a inclinarme hacia delante mientras escuchaba conteniendo la respiración: luego se disipó el brillo, las luces la abandonaron con la tristeza lenta de los niños cuando dejan una agradable calle al caer la noche.
El mayordomo regresó y le susurró algo a Tom al oído, tras lo cual Tom frunció el ceño, retiró la silla de la mesa y fue a atender la llamada sin decir palabra. Como si su ausencia hubiese avivado algo dentro de ella, Daisy se inclinó de nuevo hacia delante, la voz luminosa y cantarina.
—Me encanta verte sentado a mi mesa, Nick. Me recuerdas un… una rosa, una rosa perfecta. ¿No es cierto? —se volvió hacia la señorita Baker buscando confirmación—: ¿Una rosa perfecta?
No era cierto. Ni siquiera me parezco vagamente a una rosa. Solo estaba improvisando, pero emanaba de ella una calidez conmovedora, como si su corazón intentara llegar a ti oculto en una de aquellas palabras entrecortadas, emocionantes. Luego, dejó de pronto la servilleta en la mesa, se excusó y se fue a la casa.
La señorita Baker y yo intercambiamos una breve mirada conscientemente desprovista de significado. Cuando yo estaba a punto de decir algo ella se incorporó muy atenta y dijo «¡Chisss!» en tono de advertencia. Se oía un murmullo contenido en la habitación contigua, y la señorita Baker se inclinó con descaro para poder oír. El murmullo tembló al borde de la coherencia, se hizo más bajo, subió de tono, acalorado, cesó del todo.
—El señor Gatsby que mencionaste es mi vecino… —dije.
—No hables. Quiero saber lo que pasa.
—¿Pasa algo? —pregunté ingenuamente.
—¿Quieres decir que no lo sabes? —me preguntó ella sinceramente sorprendida—. Yo creía que lo sabía todo el mundo.
—Yo no.
—Bueno… —dijo ella, vacilando—, Tom tiene una mujer en Nueva York.
—¿Tiene una mujer? —repetí perplejo.
La señorita Baker asintió.
—Podría tener la decencia de no telefonear a la hora de la cena. ¿No te parece?
Casi antes de que pudiese comprender lo que ella quería decir, se oyó el aleteo de un vestido y un crujir de botas de cuero y Tom y Daisy volvieron a la mesa.
—¡Era inevitable! —exclamó Daisy con tensa jovialidad.
Se sentó, miró escrutadora a su amiga y luego a mí, y continuó:
—He mirado fuera un momento y es muy romántico. Hay un pájaro en el césped que supongo que es un ruiseñor llegado en un barco de la compañía Cunard o de la White Star. Está cantando… —su voz cantó—: Es romántico, ¿verdad, Tom?
—Muy romántico —contestó él, y añadió dirigiéndose a mí con abatimiento—: Si hay bastante luz después de cenar, me gustaría llevarte a las caballerizas.
Sonó en el interior el teléfono bruscamente y cuando Daisy dirigió a Tom un cabeceo terminante, el tema de las caballerizas, todos los temas, en realidad, se desvanecieron en el aire. Entre los fragmentos rotos de los últimos cinco minutos sentados a la mesa, recuerdo que se volvieron a encender las velas, inútilmente, y que me daba cuenta de que quería mirar a cada uno de ellos a la cara y de que evitaba sin embargo sus miradas. No podía imaginar lo que pensaban Daisy y Tom, pero dudaba incluso de que la señorita Baker, que parecía haber dominado cierto escepticismo duro, consiguiera quitarse de la cabeza la premura metálica estridente de aquella quinta invitada. La situación podría haber parecido fascinante a ciertos temperamentos: mi impulso instintivo era telefonear inmediatamente a la policía.
Huelga decir que no volvieron a mencionarse los caballos. Tom y la señorita Baker, con varios palmos de penumbra entre ellos, regresaron a la biblioteca como si lo hiciesen a un velatorio al lado de un difunto perfectamente tangible, mientras yo, intentando parecer gratamente interesado y un poco sordo, seguí a Daisy por una serie de galerías conectadas hasta el pórtico. Nos sentamos uno al lado del otro en la densa penumbra en un sofá de mimbre.
Daisy se llevó las manos a la cara como para palpar su forma encantadora, y sus ojos fueron poco a poco perdiéndose en el aterciopelado anochecer. Me daba cuenta de que la dominaban emociones turbulentas, así que le hice algunas preguntas sobre su hijita que creía que serían tranquilizadoras.
—No nos conocemos muy bien, Nick —me dijo de...