Fioretti | La biblioteca secreta de Leonardo | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Narrativas Históricas

Fioretti La biblioteca secreta de Leonardo


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-350-4747-0
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Narrativas Históricas

ISBN: 978-84-350-4747-0
Verlag: EDHASA
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Milán, 1496, Leonardo da Vinci espera ilusionado su primer encuentro con el fraile Luca Pacioli, alumno de Piero della Francesca y matemático ilustre. Al ingresar en la celda del fraile, en el monasterio que lo alberga, Leonoardo fija su atención en una pintura que representa al erudito: un conjunto de alegorías y referencias a la geometría euclidiana que lo impresionan. Para Leonardo, que siempre había estado interesado en todas las ramas del conocimiento, las matemáticas, cuyo estudio le había sido negado, sigue siendo la reina de las ciencias. Precisamente por este motivo había pedido al embajador milanés en Venecia que invitara a los franciscanos a Milán. El encuentro entre los dos hombres, sin embargo, se ve empañado por la muerte del vecino de Pacioli, otro fraile, en realidad un ladrón, culpable de haber robado los antiguos textos bizantinos que llegaron a Italia tras la ruinosa cruzada en Morea liderada por Sigismondo Pandolfo Malatesta. Esos volúmenes, desaparecidos junto con el asesino, son de gran intereés también para Leonardo y Pacioli. Juntos, de Milán a Venecia, de Florencia a Urbino, cruzando una Italia ahora al atardecer de la feliz, pacífica e independiente época de Lorenzo Medici, Sforza y Montefeltro, los dos se ubicarán en el camino del asesino y los textos rabados. Y Leonardo descubrirá el enigma escondido en la pintura que representa a Pacioli.

Nació en Lanciano, Abruzzo, en 1960. Se licenció en Literatura en Florencia y trabajó como profesor. En 2012 se doctoró por la Universidad de Eichstätt (Alemania), con una tesis sobre el Stilnovo de Dante y Cavalcanti. Ha publicado ensayos críticos y antologías escolares. Su primera novela fue El libro secreto de Dante (2012), que disfrutó de un considerable éxito de lectores y crítica y que se tradujo a varios idiomas. La segunda novela La biblioteca secreta de Leonardo (Edhasa, 2019)

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1 Milán, Corte Vieja, 7 de febrero de 1496 El muchacho entró jadeante y pálido, sin aquel porte despreocupado y rebelde de siempre, cruz y delicia de su maestro. Leonardo le observó con atención, manteniendo la calma y sin interrumpir su coloquio con Fazio Cardano, que había acudido a visitarlo a su taller de la Corte Vieja, junto al Duomo. Fazio Cardano, desdentado y malcarado, adobado con su habitual atuendo rojo, se ponía su capa negra. Vestía siempre de aquel modo: era un personaje singular. En Milán nadie sabía si era médico o jurisconsulto, pero era cierto que se ocupaba de alquimia y ciencias ocultas. Había pasado hacía poco de los cincuenta, en ocasiones hablaba solo, él decía que con su genio familiar. Sabía muchas cosas, pero era la confusión en persona, mezclaba ciencia y superstición, astrología y anatomía, álgebra y mitología egipcia, con un saber desordenado y sin método en el que los diablos y los teoremas de Euclides eran objeto de una misma materia de estudio apenas definida. Pero tenía en su poder libros preciosos, y hacía algún tiempo que Leonardo rondaba la Perspectiva de Al-Kindi que Fazio se jactaba de poseer, aunque sin habérsela mostrado nunca. Y habría deseado aprender de él la Matemática, en la que ser Fazio se decía experto sin dejar de eludir sus preguntas: ¿cómo se cuadra un triángulo, y por qué es imposible la cuadratura del círculo? –Aquí tenéis vuestros 119 sueldos. Contadlos vos también, por seguridad. Esta vez, al menos, ser Fazio había llegado con una copia nueva y sin cortar de la Summa de Luca Pacioli. Se la daría por 130 sueldos, una cifra considerablemente elevada, más del doble de cuanto le había costado la Biblia en romance que había de servirle para La última cena de Santa Maria delle Grazie. Pero el libro del franciscano de Sansepolcro era exactamente lo que Leonardo necesitaba. Lo contenía todo. Recopilaba el entero saber matemático de su época: del álgebra a la partida doble, de la arquitectura a la perspectiva, de la geometría de Euclides a la matemática financiera... Allí estaba todo. Tras una larga negociación, habían bajado hasta 119 sueldos, y ahora Cardano, con las monedas a buen recaudo en su escarcela de piel, se decidía por fin a marcharse. La Summa, bien encuadernada, estaba allí, sobre la mesa que ocupaba el centro de la enorme estancia. Con el rabillo del ojo, Leonardo atendía preocupado a los movimientos de Gian Giacomo, su aprendiz de quince años, al que llamaba Salaì, con el nombre de un diablo del Morgante de Pulci. Había notado que el muchacho traía en la mano un cartucho sucio y húmedo que depositó en la mesa, junto al libro de Luca Pacioli. Luego se había sentado en el banco que estaba a su espalda, lo que le impedía seguir espiándolo a escondidas. –Hasta pronto, maestro Leonardo –se despidió Cardano. El artista le acompañó hasta la puerta, en la planta baja: «Hasta pronto». Después volvió al piso de arriba. Salaì seguía allí, ovillado sobre el banco, descolorido, como si de camino se hubiese topado con Belcebú en persona. Temblaba. Leonardo se dirigió hacia el cartucho sanguinolento depositado sobre la mesa por su ayudante. Lo abrió, y al ver lo que contenía dio un salto hacia atrás, disgustado. Una mano humana, amputada de un tajo preciso a la altura del pulso. La sangre aún estaba fresca. –¿Te has vuelto loco? –gritó, dirigiéndose a Salaì, que alzó hacia él una mirada que parecía suplicar clemencia–. Sé que eres un ladrón impenitente, pero robarle al prójimo sus extremidades... Desde el día en que su padre, un miserable jornalero de Brianza, se lo había como quien dice «regalado», hacía ya cinco años, Gian Giacomo había mostrado aquel defecto: era un ratero empedernido. No por necesidad, pues Leonardo le apreciaba como a un hijo y gastaba en él más que en sí mismo, sino por una especie de enfermedad. Robaba dinero, joyas, objetos más o menos preciados de toda índole, incluidos los carísimos pigmentos del azul ultramarino, a ocho ducados la onza, el alquiler de un año en Borghetto. Era más fuerte que él, no era capaz de contenerse, como si debiera resarcirse de haber sido abandonado por los suyos con diez años, como si la naturaleza misma estuviera en deuda con él, y los demás seres humanos, sin distinción de clase, sexo o edad, fueran fiadores de ese débito inconmensurable. Leonardo se había encariñado de él: en aquel chiquillo, que encontraba lleno de belleza, se veía a sí mismo adolescente, los mismos rizos dorados, la misma mirada altanera e insolente con la que él había posado, con su misma edad, para el David de su maestro florentino, Verrocchio, que eternizó en aquella estatua su atrevimiento alocado y umbroso de entonces. Por lo demás, tenían en común un abandono precoz. Aunque habían desarrollado formas opuestas de resarcimiento: Gian Giacomo robaba todo aquello que podía, Leonardo sólo habría deseado robarle a la naturaleza sus infinitos secretos. –¿Y bien? ¿Has perdido el habla? Salaì balbuceó improperios en dialecto de Brianza. Cuando sus palabras comenzaron a hacerse comprensibles, Leonardo creyó entender lo siguiente: que cayendo la noche, el muchacho rodeaba el Duomo bajo el cimborrio de reciente creación, para el que el propio Leonardo había presentado un proyecto que fue rechazado; bajo los andamios de esa parte de la iglesia aún en construcción, escuchó un grito atroz que venía de la altura; los obreros ya habían desmontado, por lo que no habría debido haber nadie allí; se detuvo a mirar hacia arriba, pero en la penumbra del crepúsculo no logró distinguir sombras humanas; entonces, justo ante él, vio caer algo, escuchó el golpe, se inclinó hacia el objeto llovido del cielo; era la mano cortada; la recogió, la envolvió, la introdujo en su bolsa y echó a correr como un loco hacia la Corte Vieja. Eso era todo. Que no le preguntara por qué se había comportado así, no se paró a pensarlo, fue una reacción espontánea, envolver la mano y llevársela a casa. –¡Lávala! –le instó el maestro. –¿Qué? –Es una señal del cielo, la amputación de una mano es el castigo reservado a los ladrones. Es una mano derecha, de manera que su dueño debió robar algo muy preciado. Te ha ocurrido para que conozcas el destino que te aguarda si no dejas de robar a diestro y siniestro. ¿A qué esperas? Te he dicho que la laves. Gian Giacomo se levantó y se acercó a la mesa, aún titubeante. Luego cerró de nuevo el envoltorio y corrió al piso de abajo. Volvió a los pocos minutos, con la extremidad en la mano, sin el cartucho ensangrentado. Leonardo la cogió y la observó atentamente. –Hermosa mano –dijo–. Sin callosidades, no es una mano de campesino, ni de guerrero. Pero tampoco de príncipe. A menos que... Eso es: la derecha de un zurdo. –Zurdo como vos –dijo el muchacho–, entendéis de eso... –A diferencia de mí, es un zurdo que fue obligado a corregirse. Para escribir, pero probablemente sólo para escribir, usaba esta mano: hay restos de tinta en el índice; indicio de que sabía escribir, y debía hacerlo a menudo... –Puede que quien la ha perdido siga allí –contestó Gian Giacomo–. Si nos damos prisa, encontramos a su dueño y se la devolvemos... –También podríamos toparnos con su torturador, que a lo que se ve debe ir armado de hacha o cimitarra: el corte es limpio, como el de un verdugo experto o un estradiote albanés, ¿los has visto? Hay más de uno en la ciudad, veteranos de la guerra contra los franceses de Carlos VIII. Los enviaron los venecianos, se los conoce por su ferocidad: armados como turcos, tardan menos en decapitar a un enemigo que tú en rebanar un queso. Además, ¿qué crees que pueda hacer ya su antiguo dueño con esta mano? ¿Guardarla como recuerdo en una arqueta? Pero a nosotros puede servirnos. Salaì no le preguntó para qué, ya había comprendido. Aquella obstinación de su maestro en desmontarlo todo, abrirlo todo, hasta los muertos, fueran hombres, caballos o pájaros, para entender, o robarles, su funcionamiento. Una obstinación que él no comprendía. Él al menos robaba, su obsesión no necesitaba explicaciones, el beneficio de un hurto era evidente. ¿Pero qué ganaba uno abriendo cuerpos? No era más que algo repugnante, una pasión morbosa, peor que la suya. Pero él nunca iba a juzgar a su maestro. Su maestro era bueno, no tenía ninguna culpa de lo que le había ocurrido, lo que le robaba la paz y se la robaría siempre. –Indagaremos con calma –dijo Leonardo, tal vez por tranquilizarlo–. Un hombre sin mano, si aún vive, no pasa inad­vertido, ni tampoco un mercenario armado de cimitarra. Dicho lo cual, moldeó la mano como si fuera de greda, le hizo adoptar un ademán de bendición, empuñó la sanguina y la dibujó sobre una hoja de papel. Lo dibujaba todo, con extraordinaria rapidez. Llevaba encima pequeños cuadernos que él mismo confeccionaba, cortando los folios y cosiéndolos en formatos manejables, a veces se detenía en la calle y esbozaba un bosquejo, o tomaba notas. A menudo seguía a alguien, o se paraba a charlar con desconocidos, contaba anécdotas divertidas o hechos atroces para estudiar sus rostros, y después los dibujaba con fidelidad en su taller, en su «fábrica», como él decía. Salaì no lo entendía del todo, semejaba de algún modo a su necesidad de robar. A fin de cuentas, Leonardo también robaba,...



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