E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: Ensayo
Fifield El gran sucesor
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-124580-7-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
El destino divinamente perfecto del brillante camarada Kim
E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-124580-7-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Editora de The Dominion Post de Wellington, Nueva Zelanda. Fue jefa de la oficina de Pekín de The Washington Post y centró su atención en las noticias de Japón, Corea del Norte y Corea del Sur. Ha informado desde más de 20 países, entre ellos Irán, Irak, Siria, Libia y Corea del Norte. A lo largo de 20 años cubrió la primera prueba nuclear de Corea del Norte en 2006, las disputadas elecciones presidenciales iraníes de 2009 y las estadounidenses de 2012. En 2018 fue galardonada con el Premio Shorenstein de Periodismo de la Universidad de Stanford por su excelencia en la información sobre Asia.
Weitere Infos & Material
Estaba sentada en el vuelo de Air Koryo 152 a Pyonyang, lista para emprender el que sería mi sexto viaje a la capital norcoreana, pero el primero desde que Kim Jong Un accediera al poder. Era el 28 de agosto de 2014.
Ir a Corea del Norte como periodista constituye siempre una experiencia extraña, fascinante y frustrante a la vez, pero este viaje iba a alcanzar nuevas cotas de surrealismo.
Para empezar, tenía a mi lado a Jon Andersen, un luchador profesional de San Francisco de ciento cuarenta kilos de peso que en el ring adopta el apodo de Strong Man, y al que se conoce por su especial dominio de diversas técnicas de lucha libre que llevan nombres como «salto rompecuellos» o «presa de gorila con derribo».
Terminé junto a Andersen en clase preferente (sí, la aerolínea estatal comunista tiene clases) porque otro pasajero prefirió ocupar mi asiento en clase turista para poder sentarse con un amigo. Así que nos acomodamos en los asientos de color rojo del viejo avión Iliushin, que, con sus reposacabezas cubiertos de encaje blanco y sus cojines de brocado dorado, recordaban a los sillones del salón de casa de la abuela.
Andersen era uno de los tres luchadores estadounidenses que, tras dejar atrás sus mejores días, habían acabado en Japón, donde su tamaño les había ayudado a convertirse en las grandes atracciones que habían dejado de ser en su tierra natal. Allí disfrutaban de un modesto nivel de fama e ingresos. Pero seguían en el mercado en busca de nuevas oportunidades, por lo que en ese momento los tres se dirigían a un evento sin parangón: los primeros Juegos Internacionales de Lucha Profesional de Pyonyang, un fin de semana de competiciones relacionadas con la lucha y las artes marciales organizado por Antonio Inoki, un luchador japonés de rostro demacrado cuyo objetivo era promover la paz a través del deporte.
Cuando despegamos, Andersen me dijo que sentía curiosidad por ver cómo era realmente Corea del Norte, más allá de los clichés de los medios de comunicación estadounidenses. No tuve el valor de decirle que estaba volando hacia una farsa diseñada específicamente durante décadas para asegurarse de que ningún visitante pudiera ver cómo era realmente Corea del Norte; que no tendría ni un solo encuentro no planificado ni una sola comida normal y corriente.
La vez siguiente que vi a Andersen llevaba unos calzones cortos de licra de color negro —algunos los llamarían calzoncillos— con la palabra STRONGMAN estampada en el trasero. Irrumpió alegremente en el gimnasio Ryugyong Chung Ju-yung de Pyonyang frente a trece mil norcoreanos cuidadosamente seleccionados, mientras el sistema de sonido proclamaba a todo volumen: «¡Es un auténtico macho!».
Parecía mucho más grande sin la ropa puesta. Me quedé asombrada ante la visión de sus bíceps y los músculos de sus muslos, que parecían intentar escapar de su piel como la carne de las salchichas de su envoltura. Apenas pude imaginar la conmoción que debieron de sentir los norcoreanos, muchos de los cuales habían experimentado una hambruna que había matado a cientos de miles de sus compatriotas.
Momentos después apareció un luchador aún más grande, Bob Sapp, envuelto en una capa blanca de plumas y lentejuelas. Iba vestido para un carnaval, no para el Reino Ermitaño.
—¡Mátalos! —le gritó Andersen a Sapp mientras los dos estadounidenses se lanzaban contra dos luchadores japoneses mucho más pequeños.
Aquello resultaba tan extraño y alucinante como cualquier cosa que pudiera haber visto en Corea del Norte: una farsa estadounidense en la tierra de los propagandistas más malignos del mundo. Los norcoreanos que había entre el público, nada ajenos al engaño, no tardaron en darse cuenta de que todo aquello estaba extremadamente coreografiado, que tenía más de espectáculo que de deporte. Una vez conscientes de ello, se echaron a reír ante aquella teatralización.
Yo, en cambio, tenía problemas para discernir qué era real y qué no lo era.
Habían pasado seis años desde la última vez que estuve en Corea del Norte. Mi visita anterior fue con la Filarmónica de Nueva York, en el invierno de 2008. En aquel viaje tuve la impresión de que podría estar presenciando un punto de inflexión en la historia.
La más prestigiosa orquesta estadounidense estaba actuando en un país fundamentado en el odio a Estados Unidos. Las banderas norteamericana y norcoreana ondeaban como sujetalibros en ambos extremos del escenario, mientras la orquesta tocaba Un americano en París, de George Gershwin.
—Algún día un compositor podría escribir una obra titulada Los americanos en Pyonyang —les dijo el director, Lorin Maazel, a los norcoreanos presentes en el auditorio.
Luego tocaron «Arirang», una desgarradora canción popular coreana sobre la separación, que afectó visiblemente incluso a aquellos residentes de Pyonyang tan minuciosamente seleccionados.
Pero el punto de inflexión no se produjo.
Ese mismo año, el «Amado Líder» de Corea del Norte, Kim Jong Il, sufrió un debilitante derrame cerebral que casi acabó con su vida. Desde ese momento, el régimen pasó a centrarse única y exclusivamente en una cosa: asegurarse de que la dinastía Kim permaneciera intacta.
Entre bastidores se fraguaban planes para instaurar al menor de los hijos de Kim Jong Il, un hombre que por entonces tenía solo veinticuatro años, como el próximo líder de Corea del Norte.
Pasarían dos años más hasta que se anunciara su coronación al mundo exterior. Cuando se hizo, algunos analistas esperaban que Kim Jong Un resultara ser un reformista. Al fin y al cabo, el joven se había educado en Suiza, había viajado por Occidente y entrado en contacto con el capitalismo. ¿No era factible que tratara de incorporar algo de eso a Corea del Norte?
También había suscitado esperanzas similares la accesión al poder del oftalmólogo educado en Londres Bashar al-Ásad en Siria, en 2000, y volvería a suscitarlas más tarde el príncipe heredero Mohamed bin Salmán, que recorrió Silicon Valley y dejó conducir a las mujeres tras acceder a la Corona saudí en 2017.
En el caso de Kim Jong Un, los primeros signos fueron igualmente positivos, o eso pensaba John Delury, un experto en China de la Universidad Yonsei de Seúl, que buscaba indicios de que el joven líder podría traer reformas y prosperidad a Corea del Norte, como hiciera Deng Xiaoping en China en 1978.
Pero, sobre todo, había un tipo distinto de optimismo: el optimismo que entrañaba la creencia de que se acercaba el final.
Desde la cercana Seúl hasta la lejana Washington D. C., muchos funcionarios gubernamentales y analistas predijeron audazmente —a veces en susurros, a veces a voz en grito— una inestabilidad generalizada, un éxodo masivo a China, un golpe militar o un colapso inminente. Detrás de todo aquel sombrío alarmismo había un pensamiento compartido: seguramente el régimen no podría sobrevivir a la transición a un tercer líder totalitario llamado Kim, y mucho menos a un veinteañero que se había educado en elegantes escuelas europeas y era un acérrimo seguidor de los Chicago Bulls; un joven sin antecedentes militares o responsabilidades de gobierno conocidos.
Victor Cha, que había actuado como principal negociador con Corea del Norte durante la administración de George Bush hijo, pronosticó en las páginas del New York Times que el régimen se desplomaría en cuestión de meses, si no de semanas.
Puede que Cha fuera el más inequívoco en sus predicciones, pero no estaba solo. La mayoría de los observadores de Corea del Norte pensaban que el final estaba cerca. Había un escepticismo generalizado con respecto a la posibilidad de que Kim Jong Un estuviera a la altura de la tarea que le aguardaba.
También yo tenía mis dudas. No podía imaginar a Corea del Norte bajo el gobierno de una tercera generación de líderes de la familia Kim. Llevaba años siguiendo los avatares del país, de cerca y de lejos. En 2004 el periódico Financial Times me envió a Seúl para cubrir la información sobre las dos Coreas. Sería el comienzo de una persistente obsesión.
Durante los cuatro años siguientes viajé a Corea del Norte en diez ocasiones, incluidos cinco viajes periodísticos a Pyonyang. Recorrí los monumentos dedicados a los Kim, y entrevisté a funcionarios del Gobierno, gerentes de empresas y profesores universitarios, todo ello en compañía de los omnipresentes escoltas del régimen: estaban allí para asegurarse de que yo no viera nada que pudiera poner en tela de juicio la escena tan cuidadosamente preparada para mí.
Pero yo buscaba constantemente atisbos de la verdad. Pese a todos los esfuerzos del régimen, era fácil ver que el país estaba roto, que nada era lo que parecía. La economía apenas funcionaba. Era imposible no ver el miedo en los ojos de la gente. La ovación que escuché en favor de Kim Jong Il, cuando estuve a...