Feuillet / Nemo | Novelistas Imprescindibles - Octave Feuillet | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 22, 150 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

Feuillet / Nemo Novelistas Imprescindibles - Octave Feuillet

E-Book, Spanisch, Band 22, 150 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

ISBN: 978-3-96858-159-0
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Octave Feuillet que son Historia de una parisiense y La Novela de un Joven Pobre. Octave Feuillet fue un escritor francés. Gozó de gran prestigio bajo el Segundo Imperio. Es autor de obras teatrales y de novelas en la que describe el 'inmoralismo' de la alta sociedad. Novelas seleccionadas para este libro: - Historia de una parisiense. - La Novela de un Joven Pobre.Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

Octave Feuillet (Saint-Lô, Manche, 11 de agosto de 1821 - 29 de diciembre de 1890) fue un dramaturgo y escritor francés, elegido miembro de la Academia Francesa de Letras en 1862.
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¡Sursum corda! París, 20 de abril de 185...
He aquí la segunda noche que paso en este miserable cuarto, contemplando melancólicamente mi apagado hogar, escuchando, con estupidez, los rumores monótonos de la calle, y sintiéndome en medio de esta gran ciudad, más solo, más abandonado y más próximo á la desesperación que el náufrago que lucha en medio del océano sobre su roto pino. ¡Basta de cobardía! Quiero encarar frente á frente mi destino para quitarle sus trazas de espectro; quiero también abrir mi corazón, donde desborda el pesar, al único confidente cuya piedad no puede ofenderme, á ese pálido y único amigo que me contempla... á mi espejo. Quiero, pues, escribir mis pensamientos y mi vida, no con una exactitud cotidiana y pueril, pero sin omisión seria, y sobre todo sin mentira. Apreciaré mucho este diario: él será como un eco fraternal que engañe mi soledad y me servirá, al mismo tiempo, como una segunda conciencia, advirtiéndome no deje pasar en mi vida ninguna acción que mi propia mano no pueda escribir con firmeza. Busco ahora en el pasado, con triste avidez, todos los hechos, todos los incidentes que hace largo tiempo me hubieran instruído si el respeto filial, la costumbre y la indiferencia de un feliz ocioso, no hubieran cerrado mis ojos á toda luz. Me he explicado la melancolía constante y profunda de mi madre; me explico también su disgusto por la sociedad, y aquel vestido simple y uniforme objeto ya de las burlas, ya de los enojos de mi padre:—Pareces una sirvienta—le decía. Yo no podía dejar de ver que nuestra vida de familia era algunas veces alterada por querellas de carácter más serio, pero jamás fuí testigo inmediato de ellas. Los acentos irritados é imperiosos de mi padre, los rumores de una voz que parecía suplicar y algunos sollozos ahogados, era todo lo que podía oir. Atribuía estas borrascas á tentativas violentas é infructuosas por hacer volver mi madre á la vida elegante y bulliciosa de que había gustado en otro tiempo, tanto como puede hacerlo una mujer buena; pero en la cual no seguía ya á mi padre sino con una repugnancia cada día más obstinada. Después de estas crisis era raro que mi padre no se apresurara á comprar algún bello dije, que mi madre hallaba bajo su servilleta, al sentarse á la mesa, y que jamás usaba. Un día, á la mitad del invierno, recibió de París una gran caja de flores preciosas: se las agradeció con efusión á mi padre, pero cuando hubo salido del cuarto, la vi alzar ligeramente los hombros, y dirigir al cielo una mirada de incurable desesperación. Durante mi infancia y primera juventud había tenido á mi padre mucho respeto, pero muy poco cariño. En efecto, en el curso de este período no conocía sino el lado sombrío de su carácter, el único que se reveló en su vida doméstica, para la que no había nacido. Más tarde, cuando mi edad me permitió acompañarle en el mundo, me sorprendí alegremente al encontrar en él un hombre que ni aun había sospechado. Parecía que en el recinto de nuestro viejo castillo de familia, se hallaba bajo el peso de algún encanto fatal: apenas se encontraba fuera, veía despejarse su frente y dilatarse su pecho: se rejuvenecía. —¡Vamos, Máximo!—exclamaba—¡galopemos un poco! Y devorábamos el espacio alegremente. Tenía entonces momentos de alegría juvenil, entusiasmos, ideas caprichosas, efusiones de sentimientos que encantaban mi joven corazón, y de los que habría querido llevar alguna parte, á mi pobre madre olvidada en su triste rincón. Entonces comencé á amar á mi padre, y mi ternura hacia él se acrecentó hasta una verdadera admiración, cuando pude verle en todas las solemnidades de la vida mundana, cazas, carreras, bailes y comidas, manifestar las cualidades simpáticas de su brillante naturaleza. Diestro jinete, conversador deslumbrante, excelente jugador, corazón intrépido y mano abierta, yo le miraba como un tipo acabado de la gracia viril y de la nobleza caballeresca. Él mismo se apellidaba sonriendo, con una especie de amargura: el último gentilhombre. Tal era mi padre en la sociedad, pero apenas vuelto á casa, mi madre y yo no teníamos bajo nuestros ojos, más que un viejo intranquilo, melancólico y violento. Los furores de mi padre para con una criatura tan dulce y tan delicada como mi madre, me habrían sublevado seguramente, si no hubieran sido seguidos de esa reacción de ternura y ese redoblamiento de atenciones de que antes he hablado. Justificado á mis ojos por estos testimonios de arrepentimiento, no me parecía sino un hombre naturalmente bueno y sensible, pero arrojado á veces fuera de sí mismo por una resistencia tenaz y sistemática á todos sus gustos y predilecciones. Creía á mi madre atacada de una especie de enfermedad nerviosa. Mi padre me lo daba á entender así, aunque observando siempre, sobre este asunto, una reserva que yo juzgaba muy legítima. Los sentimientos de mi madre para su esposo me parecían de una naturaleza indefinible. Las miradas que dirigía sobre él, se inflamaban al parecer algunas veces con una extraña expresión de severidad; pero esto no era más que un relámpago; un instante después sus bellos ojos húmedos y su fisonomía inalterable no manifestaban sino una tierna abnegación y una sumisión apasionada. Mi madre había sido casada á los quince años, y tocaba yo á los veintidós cuando vino al mundo mi hermana, mi pobre Elena. Poco tiempo después de su nacimiento, saliendo mi padre una mañana con la frente arrugada del cuarto en que mi madre se consumía, me hizo señal para que le siguiera al jardín; después de haber dado dos ó tres vueltas en silencio. —Tu madre, Máximo—me dijo,—se pone cada vez más caprichosa. —Sufre tanto, ¡padre mío! —Sí, sin duda; pero tiene un capricho muy singular; desea que estudies derecho. —¡Yo, derecho! ¿cómo quiere mi madre que á mi edad, con mi nacimiento y en mi situación vaya á arrastrarme en los bancos de una escuela? Eso sería ridículo. —Esa es mi opinión—dijo secamente mi padre,—pero tu madre está enferma, y todo está dicho. Yo era en aquel tiempo un fatuo, muy envanecido de mi nombre, de mi juvenil importancia y de mis pobres triunfos de salón; pero tenía el corazón sano, adoraba á mi madre, con la que había vivido durante veinte años en la más estrecha intimidad que pueda unir dos almas en este mundo; me apresuré á asegurarle mi obediencia: ella me dió las gracias inclinando la cabeza con una triste sonrisa y me hizo besar á mi hermana dormida sobre sus rodillas. Vivíamos á media legua de Grenoble; pude, pues, seguir mi curso de derecho, sin dejar la casa paterna. Mi madre se hacía dar cuenta, día por día, del progreso de mis estudios, con un interés tan perseverante, tan apasionado, que llegué á preguntarme, si no habría en el fondo de esta preocupación extraordinaria algo más que un capricho de enferma: si por acaso la repugnancia y el desdén de mi padre hacia la parte positiva y fastidiosa de la vida, no habrían introducido en nuestra fortuna algún secreto desorden, que el conocimiento del derecho y el hábito de los negocios deberían, según las esperanzas de mi madre, permitir á su hijo reparar. No pude, sin embargo, detenerme en esta idea; verdad es que recordaba haber oído á mi padre quejarse amargamente de los desastres que nuestra fortuna había sufrido durante la época revolucionaria; pero desde tiempo atrás estas quejas habían cesado, y por otra parte, yo siempre las había hallado demasiado injustas, pareciéndome nuestra situación de fortuna de las más satisfactorias. Habitábamos, cerca de Grenoble, el castillo hereditario de nuestra familia, que era citado en el país por su aspecto señorial. Solíamos mi padre y yo cazar durante un día entero sin salir de nuestras tierras ó de nuestros bosques. Nuestras caballerizas eran grandiosas, y estaban siempre llenas de caballos de precio, que eran la pasión y el orgullo de mi padre. Poseíamos, además, en París, en el bulevar de los Capuchinos, una magnífica casa, donde encontrábamos un confortable apeadero. En fin, en el lujo habitual de nuestra casa nada dejaba traslucir la sombra de la escasez ó de la proximidad á ella. Nuestra mesa era siempre servida con una delicadeza particular y refinada, á la que mi padre daba mucha importancia. Entretanto, la salud de mi madre declinaba por una pendiente apenas sensible, pero continua. Llegó un tiempo en que su carácter angelical se alteró. Su boca, que jamás había pronunciado, en mi presencia al menos, sino dulces palabras, se hizo amarga y punzante; cada uno de mis pasos, fuera del castillo, fué objeto de un comentario irónico. Mi padre que no era mejor tratado que yo, soportaba estos ataques con una paciencia que me parecía meritoria de su parte; pero tomó la costumbre de vivir más que nunca fuera de casa, sintiendo según me decía, la necesidad de distraerse, de aturdirse sin cesar. Me comprometía siempre á acompañarle, y hallaba placer en mi cariño, en el ardor impaciente de mi edad, y para decirlo todo, en una fácil obediencia y en la cobardía de mi corazón. Un día del mes de Septiembre de 185... debían tener lugar á alguna distancia del castillo unas carreras, en las que mi padre había comprometido muchos caballos. Él y yo habíamos partido de madrugada y almorzado en el sitio de las carreras. Hacia mediodía galopaba yo sobre la orilla del Hipódromo, para seguir más de cerca las peripecias de la lucha, cuando de pronto fuí alcanzado por uno de nuestros criados, que me buscaba, según dijo, hacía más de media hora;...


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