E-Book, Spanisch, 336 Seiten
Reihe: Breve Historia
Fernández Breve historia de la batalla de Trafalgar
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-9967-652-4
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 336 Seiten
Reihe: Breve Historia
ISBN: 978-84-9967-652-4
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
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Luis E. Íñigo Fernández (Guadalajara, 1966) es licenciado y doctor en historia. Ha dedicado más de quince años a la enseñanza de esta hermosa disciplina a los adolescentes, sin descuidar al mismo tiempo su creciente interés por la investigación. Fruto de este último han sido numerosos artículos sobre la Segunda República española, así como los libros de divulgación histórica Francisco Franco. La obsesión por durar (Sílex, 2013) y en Ediciones Nowtilus: Breve historia de España I y II, Breve historia de la Alquimia, Breve historia de la II República española, Breve historia del mundo y La España cuestionada.
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Introducción
Pero para hacerte entender, para darte mi vida, debo
contarte una historia, y hay tantas y tantas,
y ninguna de ellas es verdad.
Virginia Woolf
Hace algunos siglos, no tantos como parece, los historiadores concebían la explicación del pasado como un mero relato, tan hermoso como a su pluma le fuera posible escribir, sin otros protagonistas que los grandes hombres, monarcas, ministros o generales, cuyas hazañas, dignas de admiración o acreedoras del más absoluto rechazo, se desarrollaban, como un drama monumental, sobre el magnífico telón de fondo del tiempo. El denso tapiz de la historia se tejía tan sólo con los sutiles hilos de las hazañas de los poderosos; ni la más fina pincelada de aquellos monumentales frescos históricos retrataba la anónima existencia de las mujeres o el sufrido pasar cotidiano de los humildes; ni una sola página de aquellas obras, tan bellas como superficiales, trataba de desentrañar, bajo la seductora pero falaz epidermis de los sucesos históricos –las sañudas luchas políticas, los ampulosos discursos, las grandes leyes, las cruentas batallas–, los procesos, las permanencias y los cambios, sin cuyo análisis, como bien sabemos en la actualidad los historiadores, resulta imposible comprender en todo su alcance esos hechos que parecen, y sólo parecen, constituir la esencia misma del pasado de la humanidad.
Tal es la doble, en realidad triple, perspectiva desde la que se ha concebido este libro, y es esa perspectiva la que, en mi opinión, lo hace distinto de la mayoría de los escritos con anterioridad y, por ende, convierte su lectura en una práctica estimulante, que va más allá del mero entretenimiento o la erudición intrascendente. Por supuesto, es un libro de historia y debe por ello empeñarse, con permiso de Virginia Woolf, en ser veraz, al menos tan veraz como lo permita la ideología del autor. Por fortuna, la ideología, dejando de lado patrioterismos trasnochados, no tiene mucho que decir en un tema como la batalla de Trafalgar, un hecho protagonizado por militares, no por políticos o intelectuales, y del que han transcurrido ya más de dos siglos, por lo que la veracidad de lo que de él se diga depende tan sólo de la abundancia y la profundidad de las fuentes manejadas. Pero, dando por descontada esa virtud –al historiador la veracidad se le supone, como el valor al soldado– son tres, como decimos, los parámetros desde los que se ha escrito este pequeño libro.
Para empezar, se ha buscado conceder mayor atención a los procesos que a los sucesos. En las páginas que siguen la primacía corresponde en todo momento a los primeros, pero se trata, ciertamente, de una primacía entendida en sus justos términos. No significa, en absoluto, que vayamos a olvidarnos de los hechos –cómo comprender una batalla si no narramos con detalle su desarrollo–, sino que se hace en estas páginas un esfuerzo, tan consciente como decidido, por enmarcarlos en los procesos de los que reciben todo su sentido, desde la certeza de que sólo así resultará posible para el lector su comprensión, objetivo que entendemos irrenunciable en todo libro de historia merecedor de ese nombre. Como escribiera Voltaire, los hechos y las fechas no son más que el esqueleto del pasado, pero habría que añadir los demás elementos que conforman un cuerpo, la piel, los músculos, los órganos, los sistemas, el alma misma, que son los procesos históricos. Sin ellos, los sucesos, los hechos son como un simple chasis, un mero bastidor, del todo imprescindibles, pero del todo insuficientes para construir una sólida comprensión del pasado.
En segundo lugar, se ha prestado también atención a los humildes. La historia tradicional no les concedía papel alguno, ni siquiera secundario, en el drama del pasado, aun siendo como eran las nueve décimas partes de la población humana en cualquier sociedad anterior a la revolución industrial. Todo lo más, conformaban una suerte de telón de fondo, o, si se quiere, una pieza más, tan pasiva y tan irrelevante como las otras, de la gran mesa sobre la cual los poderosos jugaban a su antojo las cartas de la trascendental partida de la historia. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. No habría logrado Julio César sus victorias sin la total entrega de sus esforzados legionarios, campesinos y artesanos de los campos y las calles de Roma, ni la orgullosa Inglaterra se habría convertido en el taller del mundo sin el sudor y la sangre de los obreros de sus fábricas. Por la misma razón, no podremos comprender, sino de forma superficial, la batalla de Trafalgar si atendemos tan sólo a lo que de ella escribieron los almirantes y sus capitanes, o los lejanos gobernantes a quienes servían. Es necesario que escuchemos también, tras el eco ensordecedor de los cañones, las apagadas voces de quienes los disparaban, sin olvidar jamás que aquellas bellas y terribles máquinas de guerra que eran los navíos de línea, las más poderosas que hasta entonces había ideado la humanidad, no habrían servido de nada a los estados que las construían sin los centenares de hombres que se necesitaban para manejarlas, unos hombres cuya pericia o falta de ella, como tendremos ocasión de comprobar, resultó tan decisiva para el resultado final de la batalla como los aciertos y los errores de sus orgullosos jefes.
Pero ni siquiera esto es suficiente. Hombres eran, es cierto, los reyes y los ministros, los almirantes y los capitanes, y, por supuesto, las tripulaciones enteras de los buques que con tanta saña se batieron aquel sangriento 21 de octubre de 1805. Pero la historia de Trafalgar, como cualquier historia humana, no fue sólo una historia de hombres. Hubo también mujeres a bordo de los navíos en aquella luctuosa jornada y, sobre todo, las hubo también en los corazones y en las mentes de quienes los tripulaban, condicionando sin duda sus pensamientos, sus decisiones y sus carreras, en especial las de uno de ellos, aquel a quien la voluble Clío concedió a un tiempo la victoria y la muerte, el vicealmirante Horatio Nelson, cuya figura resulta, cuando menos, difícil de comprender en toda su dimensión sin tener presente la de la esposa que lo fue sin el nombre: Emma Hamilton. Como escribiera la misma Virginia Woolf, «[…] las mujeres han vivido todos estos siglos como esposas, con el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre al doble de su tamaño natural». Ya es llegada la hora de que, en los buenos libros de historia al menos, unos y otras aparezcan retratados en su verdadero tamaño.
Estos tres criterios, en mayor o menor grado en función del tema que en cada momento se trate, se hallan presentes a lo largo de toda la obra, cuya traza general se desenvuelve asimismo en tres partes concretas bien diferenciadas y, a nuestro modo de entender, lógicas.
Se presenta primero el contexto histórico en el que se produjeron los hechos que tuvieron lugar aquel decisivo lunes, 21 de octubre de 1805, pues sin comprenderlo en toda su extensión resulta imposible entender el verdadero alcance de la batalla de Trafalgar. Empezaremos por remontarnos muy atrás en el tiempo, muchas décadas antes de aquel sangriento día de otoño, para conocer mejor a sus protagonistas: Gran Bretaña, Francia y España, tres grandes potencias coloniales que, con evidente razón, entendían el dominio de los océanos como condición necesaria de su estabilidad económica y su cohesión política, dependientes una y otra de la magnitud y la seguridad de su comercio marítimo. Por ello, la historia de las relaciones internacionales europeas del siglo XVIII es, en buena medida, la del enfrentamiento incesante y el frágil equilibrio entre estos y otros estados, que se jugaba, de poder a poder, en escenarios cada vez más dilatados y cambiantes de los continentes europeo y americano, pero también, de modo creciente, en el océano Atlántico, en cuyas agitadas aguas se enfrentaban, con signo mucho menos previsible de lo que a veces se dice, sus poderosas armadas.
No menos imperioso, sin embargo, resulta detenerse con alguna atención en el contexto inmediato de la batalla, tanto el general, determinado por las relaciones internacionales del momento, como el específico, el propio de los planteamientos estratégicos y tácticos de la batalla misma. El 21 de octubre de 1805 se sitúa de pleno en el marco histórico de las conocidas como «guerras de la revolución y del Imperio», que involucraron a las principales potencias europeas entre los años de 1792 y 1815, fechas respectivas de la constitución de la Primera Coalición contra la Francia nacida de la revolución de 1789 y de la derrota definitiva de Napoleón en la batalla de Waterloo. Pero de poco nos serviría conocer al detalle cuanto se decidía en las cancillerías europeas del momento sin detenernos también en los planes que se trazaban en los ministerios de Marina y los almirantazgos de las grandes potencias navales. Trafalgar fue, en lo naval, el producto híbrido de dos vigorosos condicionantes: el diseño estratégico que de la campaña de 1805 hizo el mismo emperador Napoléon, poco dado en esto a confiar en sus almirantes, y el juicio táctico que de su situación concreta se formaron, en los días previos a la batalla, los respectivos mandos de las flotas enemigas. A ambos aspectos será, pues, necesario prestar cumplida atención.
No obstante, y ya en segundo lugar, formular un veredicto certero de ese resultado exige saber algo más que la estrategia diseñada por los estados mayores y la táctica ejecutada por los jefes; demanda conocer también las tres armadas, sus buques, su oficialidad y sus mandos. A lo largo...