Fernández Barrajón | La boda de Caná | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Reihe: Las palabras y los días

Fernández Barrajón La boda de Caná


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-288-3381-3
Verlag: PPC Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Reihe: Las palabras y los días

ISBN: 978-84-288-3381-3
Verlag: PPC Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Dice Alejandro Fernández Barrajón que este libro surgió al escuchar, impresionado, la hermosa interpretación que un compañero suyo ofrecía de los símbolos que aparecen en el relato de la boda de Caná. Jesús no escogió una cátedra, ni una escuela oficial, ni el Templo, para manifestarse a sus discípulos y comenzar su vida pública y el anuncio del Reino. Escogió una boda, un encuentro festivo de amigos. Algo estaba cambiando de manera sustancial. Una nueva mentalidad se abría paso en nombre de Dios. Una mentalidad que necesitaba contar con lo humano para no descuidar lo divino. Un estilo que muchos, ayer y hoy, no le perdonarán.

Alejandro Fernández Barrajón, es un sacerdote mercedario que ha descubierto y madurado su vocación, en las cumbres de los Montes de Toledo, en su pueblo natal, Fuente el Fresno, donde conducía sus cabras cada mañana como pastor que ha sido en su infancia y en su juventud. Allí, en la belleza que contemplaba cada amanecer, se preguntaba quién si no Dios podía ser el autor de tanta belleza regalada a los hombres y allí hizo su primer compromiso de buscar a Dios y amarlo sobre todas las cosas. Éste fue el comienzo incipiente de su vocación que le llevó a consagrarse en la orden de de la Merced, que ahora cumple 800 años de su fundación, y a ordenarse sacerdote para la comunidad cristiana. A lo largo de su vida ha ido pasando por distintos servicios para los que la Iglesia y los hermanos le han convocado: formador de seminaristas mercedarios, presidente de CONFER nacional, provincial de la Merced de Castilla párroco y animador pastoral en la residencia intercongregaciona l 'Madre de la Veracruz ' de Salamanca... En los últimos tiempos ha publicado más de una docena de libros, sobre todo de vida consagrada y espiritualidad.
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3

FALTÓ EL VINO


En una boda sobra de todo: la alegría de los novios y de los convidados, los buenos manjares, los regalos. En esta boda, de repente, faltó el vino, y María, con su psicología especial de mujer y de madre, se dio cuenta de ello. Lo notó en las caras de preocupación de los novios. Y se acercó a ver qué es lo que pasaba. No tenían vino. Parece extraño que en una boda falte el vino cuando los novios preparan estos acontecimientos con todo detalle. Pero no hay que olvidar que las bodas duraban toda una semana y, mientras tanto, los invitados iban consumiendo lo que la familia ponía a su disposición. Es normal, pues, que a lo largo de una semana pudiera faltar el vino. Eso significaba tanto como que la boda fuera un fracaso, y el día más feliz de los novios se convirtiera en un día desgraciado para recordar durante toda la vida. María sintió que su corazón se partía. Era una especialista en esto. Ya estaba acostumbrada a estas cosas: en la huida a Egipto, en la falta de posada, en la noche de Belén a punto del parto, en las miradas de sus paisanas cuando su vientre comenzó a abultarse por el embarazo y aún no había convivido con José, su esposo, según sus tradiciones. Era una experta en corazón partido. Y no pudo permanecer al margen de aquel sufrimiento que se avecinaba. Confiaba tanto en su hijo y en la fuerza que el Altísimo le había demostrado que solo él podía hacer algo, y, si podía, tenía que hacerlo. Así que se llenó de valor, como Judit ante Holofernes, como Ester ante el rey Asuero, su esposo, y se dirigió a su hijo: «Mira que no tienen vino».

La cara de Jesús se transformó de repente y dejó de hablar y de reír con sus discípulos y se puso serio y pensativo. «Bueno… ¿Y yo que tengo que ver con eso? No es mi problema». Pero María sabía, porque lo conocía bien, que ese no era el estilo de su hijo, y se dirigió a los criados con plena confianza para decirles: «Haced lo que él os diga».

¡Cómo nos conocen las madres! Hay en ellas un sexto sentido que las hace entrar en nosotros mismos y adivinar incluso nuestros pensamientos. Se adelantan a lo que necesitamos y nos sorprenden continuamente.

Estamos llenos de muchas cosas, pero no plenos; abundamos en experiencias y descubrimientos, pero nos falta el vino nuevo, que es lo esencial. Los ricos quieren más riqueza, los pobres prefieren un poco de amor, una casa, una compañía… un detalle de amor.

En ese instante, Jesús sintió que una nueva etapa comenzaba en su vida y que el Padre se la anunciaba a través de su madre. Había comenzado la hora de anunciar el Reino. Era el momento y la oportunidad.

Mi amigo y magnífico biblista Jaime Vázquez Allegue me ha hecho ver que la zona de Caná de Galilea no es tierra de vinos, con lo cual el milagro de la multiplicación es todavía mucho más significativo. Donde no hay vino, sino agua, el vino se multiplica.

Nos falta mucho vino también hoy en las familias, en la Iglesia y en la sociedad.

Falta vino en mí. Miro a mis adentros y me descubro escaso de vino. Me contemplo y parezco una casa vacía y abandonada, llena de grietas y telarañas, destejada y con una alacena llena de trastos viejos y oxidados. Hay también debajo de la cama algunos sueños que no pudieron ser y algunas frustraciones que a veces duelen. Todavía quedan en una estantería de madera algunos libros envejecidos y llenos de polvo que ni leí ni quise prestar. No sé si me queda ya tiempo para leerlos o para regalarlos.

Soy un coleccionista de cosas inservibles. Un pequeño Diógenes que acumula aún pasiones extrañas, palabras hirientes que me alejaron de mis amigos, secretos inconfesables que tal vez necesito contar. Sandalias desgastadas y rotas de caminos que recorrí y metas que alcancé como peregrino.

Si abro el baúl que aún guardo al lado de la chimenea, vuelan recuerdos, como palomas, que me causan tristeza y provocan algunas lágrimas en mí. El baúl es como el alma, pero de madera. Aún están allí guardadas las albarcas con las que caminé por el monte acompañando a mis cabras. Lo más cruel de todo fue encontrar un viejo amor olvidado y roto, pero a su lado había otro amor más grande y protector que me ha rescatado muchas veces de la ciénaga y de la muerte: ¡el amor de mi madre! Lo envolví muy bien entre papel protector, porque sabía que lo iba a necesitar en cualquier momento, y así ha sido. Lo necesité en la calle, en la casa, en el quirófano, en el dolor, en el desamor, en la fe…

Y viendo todo esto me dije: «¡Aún estás vivo! ¡Vive!».

Pero me falta vino para sentirme en fiesta, y mi mejor vino es mi fe y mis hermanos. Sin ellos no soy nada. Tengo que volver a Caná de Galilea. La última vez que estuve allí fue para mí un momento de mucha paz y alegría. Celebramos el amor renovado de todos los matrimonios que nos acompañaban en nuestra peregrinación. Allá, cerca de Nazaret, el amor se hizo tangible y humano en las miradas tiernas de aquellos que dieron su sí tiempo atrás y han mantenido ese sí, con arrugas ya, por encima de muchas adversidades y gozos. Un peregrino del siglo VI nos cuenta que «después de tres millas de camino llegamos a Caná, donde el Señor estuvo presente en las bodas, y nos sentamos en el mismo lugar. Allí, yo, indignamente, escribí el nombre de mis padres. Quedan todavía dos vasijas» (Itinerarium Antonini Placentini 4).

También yo, con una cierta emoción, recordé allí a mis padres, que se han guardado mutua fidelidad y que ya ancianos siguen siendo un ejemplo admirable de unidad y amor para sus seis hijos.

– Falta vino en las familias. La situación familiar en nuestro entorno ha cambiado tanto que apenas la reconocemos. Nos falta mucho vino en las familias, divididas, separadas, enfrentadas. Esas familias que han configurado nuestro entorno hasta hace unos años ya no existen. El cambio de valores ha hecho que se vayan diluyendo en un tipo de familia que es nuevo. Ni mejor ni peor, yo no juzgo a las nuevas familias que han surgido, pero sí digo que son muy distintas de lo que estábamos acostumbrados. Hace unos años ni se nos pasaba por la mente una familia formada por dos hombres de tendencia homosexual. Hoy las hay y, además, con niños adoptados. Dirán algunos que eso no son familias, pero las hay y es inútil cerrar los ojos. Hace unos años, las familias eran tan clásicas que no se contaba con que los niños vivieran un tiempo con su padre y otro con su madre, porque se han separado y los niños andan pasando de un hogar a otro, a veces entre fuertes tensiones y chantajes afectivos de los propios padres.

Si hay una institución que ha cambiado de manera total, esa es la familia. Y la familia es la célula social por excelencia; si la familia falla, nos va fallando todo el entramado social. En gran parte, muchos de los problemas que hoy sufrimos en la sociedad: delincuencia, acoso, drogadicción… tienen que ver con esas familias desestructuradas que forman hoy el entramado social. Y esto siempre será un reto para la Iglesia, porque la Iglesia es el conjunto de familias cristianas que viven y transmiten los valores cristianos.

Los últimos informes nos dicen que ya apenas las jóvenes parejas se casan, y mucho menos por la Iglesia. Aún nos falta ver las consecuencias que todo esto traerá en un corto plazo en el tejido social.

Cuando pregunto a mis amigos si sus hijos se han casado ya, me miran con precaución y un cierto dolor, y me dicen: «¡Se han juntado!».

– Falta vino en la Iglesia. Esta Iglesia nuestra, con sus avatares y sus pactos con los poderes de este mundo, con los ídolos del presente, ha terminado por no ser auténtica referencia para la gente que camina hoy, en el siglo XXI, buscando un sentido y un horizonte que le apasionen. Por gracia de Dios, el papa Francisco está intentando una verdadera revolución evangélica que no puede parar. Acaba de denunciar que hay mucha corrupción en el Vaticano, ¡el mismo papa lo afirma!

La Iglesia ya no es punto de referencia atractivo para las nuevas generaciones que buscan el sentido de su vida y su trascendencia en cosas intrascendentes. Y, sin embargo, está llamada a ser punto de encuentro, casa de fiesta y acogida, lugar de sanación y de comunión. La Iglesia es refectorio de cenas y banquetes donde Él se parte, se entrega y se reparte como en banquete de bodas donde se celebra la fiesta del amor, del perdón, de las nuevas oportunidades, el lugar donde uno puede acercarse cuando le visita el vacío del sinsentido o el infarto de lo material. ¿Adónde podemos ir cuando vemos que nuestros pasos solo nos producen cansancio y no nos conducen a ningún lugar? ¿Adónde podemos ir cuando el desamor se ha instalado en nuestro ático y no hay forma de que se marche, como si fuera un ocupa ilegal que se resiste a salir del lugar que no es suyo ni le corresponde? ¿Adónde iremos cuando nos empapa la depresión porque nos invade una tristeza insoportable por no saber lo que somos ni hacia dónde vamos? ¿Adónde iremos, Señor? Solo tú tienes palabras de vida eterna.

Es muy duro no encontrar un lugar sereno y familiar cuando estamos en el descampado del sentido y la esperanza, cuando estamos radicalmente...



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