E-Book, Spanisch, Band 385, 136 Seiten
Reihe: Gran Angular
(Esperanza Fabregat) El cofre de Nadie
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1392-768-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 385, 136 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-1392-768-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Chiki Fabregat nació en 1969 en un Madrid por el que circulaban los tranvías, aunque ella no lo recuerda. Creció escuchando historias en las que ella y sus hermanos eran los protagonistas, porque su padre es escritor de cuentos para niños.?Después se licenció en Filología Hispánica y se pasó toda la carrera refunfuñando porque no había ninguna asignatura de literatura infantil. ? Da clases en la Escuela de Escritores, donde también participa como alumna cuando el tiempo se lo permite. Y además escribe, da cursos a profesores para que las aulas se llenen de cuentos, viaja en metro y en autobús, sigue a un equipo de fútbol de niñas y aprovecha los fines de semana para querer y dejarse querer por la familia. Es autora de la colección de literatura juvenil Zoila y de la novela Cuando la luna llora (finalista del premio Edebé), y de las novelas infantiles Trece días para arreglar a papá y La segunda piedra más rara del mundo, que saldrá este verano. En 2021 resultó ganadora del Premio SM Gran Angular por El cofre de Nadie.
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3
Tan largos como inciertos. Cuando suena el timbre por primera vez, Nadia ya ha retirado los cojines nuevos, que se manchan con solo rozarlos, ha subido a la parte alta de los muebles todo lo que parece frágil, ha separado el sofá de la pared y ha repartido ceniceros por las mesas, por si a alguno de los amigos de Érika le da por fumar. Sube los primeros escalones, camino de la habitación o de cualquier lugar en el que refugiarse en la planta de arriba, pero se da la vuelta y se queda allí, clavada, mirando.
–Hey, no te vayas –dice Érika cuando la ve–. También es tu fiesta.
Le guiña un ojo y sonríe porque todo lo arregla igual, con el desenfado infantil de quien no tiene conciencia. Es increíble que sea hija de Rut. Tal vez ese vikingo que acompleja tanto al padre de Nadia sea un desastre y sus genes ganaran la batalla.
El salón se va llenando de gente que no fuma, que no rompe nada, que no hubiera ensuciado los cojines. Beben agua y refrescos y comentan lo increíble que es la casa y que tampoco está tan lejos de su barrio. Algunos incluso hablan con Nadia y se interesan por su instituto o tratan de recordar si conocen a alguien que viva cerca.
–¿Habrá movida con tus vecinos si salgo al jardín? –pregunta un chico, con un cigarro sin encender en una mano y un vaso en la otra–. Por no fumar aquí dentro, digo.
Nadia le abre la puerta y el olor a jazmín se cuela en la casa. Su padre lo trajo del pueblo años atrás porque resiste el frío y porque, como él, puede adaptarse a la ciudad. Hace una tarde estupenda. Nadia acompaña al chico hasta el porche y le señala una maceta medio rota.
–Puedes echar ahí la ceniza. O el cigarro. O lo que quieras.
Entra de nuevo antes de que el olor a tabaco se mezcle con el del jazmín y coincide junto a la puerta con un chico algo mayor, casi diría que un hombre.
–¿Tú también eres amigo de Érika?
–Mario –le tiende la mano y sonríe.
Nadia le dice su nombre, le señala la cocina, lo invita a servirse lo que quiera y trata de escabullirse, porque después de las presentaciones la conversación se ha adormecido. Él habla de que vio la foto por casualidad y, cuando suena el timbre, Nadia lo deja con una frase a medias y va a abrir.
Casi no reconoce a la chica del parque, la que le saca dos palmos, porque se ha maquillado, se ha soltado el pelo y lleva un vestido con dibujos brillantes.
–¿Ya se te ha pasado? –pregunta la chica, con una sonrisa tan falsa como un bolso de mercadillo–. Soy Lola, que ayer no nos dio tiempo a presentarnos. Tú vas a mi instituto, ¿verdad?
La mira de frente, con la barbilla un poco levantada, y Nadia entiende que no espera una respuesta, que solo es un aviso, tal vez una amenaza de contarles a todos su numerito del parque.
–Pasa, creo que Érika está en la cocina.
La gente se ha ido juntando allí, así que hay muchas posibilidades de que haya acertado. La ve atravesar el salón, saludar a unos y otros con dos besos. Cuando se acerca a un grupo, todos callan y la escuchan y la miran, mientras ella se mueve despacio como una serpiente saliendo de una cesta.
El hombre sin conversación –Mario, ha dicho que se llama– se acerca y le muestra la fotografía que Érika subió a las redes.
–Perdona, igual te parece absurda la pregunta, pero el arca –señala la esquina de la foto– ¿es tuya?
–Mi cofre de vida, sí.
–De... vida. Me encantaría verlo alguna vez.
Lola se acerca y le planta dos besos, le dice su nombre y vuelca la melena negra sobre la pantalla.
–¿Qué has dicho que es eso?
Nadia finge que alguien la reclama al otro lado del salón y se aleja. No se ha roto nada, la música no atruena a los vecinos y no se oyen sirenas de policía por la calle, así que se da permiso para relajarse un poco. Hasta que ve a Lola subir hacia las habitaciones. Busca a Érika con la vista y encuentra su melena blanca entre cabezas oscuras, al otro lado del salón. Se acerca, pero todo pasa demasiado rápido: antes de que llegue hasta donde está Lola, la ve bajar las escaleras con un vaso en una mano y el cofre en la otra.
–¿Esto decías? –levanta el cofre y lo agita mirando a Mario–. Mi tía trajo uno parecido de no sé qué viaje.
Nadia respira. Camina hacia Lola tragando tanta saliva como es capaz de generar en la boca.
Por suerte, Érika se adelanta, le quita el cofre a Lola de la mano y se lo entrega a Nadia, que sigue envolviendo el enfado en saliva. Cuando reacciona, le da las gracias, aunque no habla más para que no se le escape todo lo que está pensando, y sube las escaleras hacia la habitación. Desde el salón se oye a Lola reír y decirle a Érika que no sea sosa.
Nadia se tumba en la cama y se tapa la cabeza con la almohada.
–Perdona.
Cuando aparta la almohada se encuentra a Érika.
–Ahora mismo les digo que se vayan.
–No, no, tranquila. Tus amigos parecen buena gente, es solo que...
Que Nadia no encaja. Ella es una casa con mil cerrojos y Érika parece el patio de un colegio en plena jornada de puertas abiertas.
–Lo siento –dice Érika–, de verdad.
–No ha sido culpa tuya. La que lo debería sentir es ella, pero dudo que esa sienta nada.
–Igual siente más de lo que parece, no te fíes de las apariencias. Es tímida y lo mismo le da miedo no encajar aquí.
–¡Anda ya! ¿Tímida? ¿Tú la has mirado?
Érika suspira.
–Mucho. La he mirado mucho.
–Mierda. Perdona, es que... Bueno, que... Que no, que tú vales mucho más que esa.
Érika sonríe, pero es la primera vez que a Nadia le parece una sonrisa triste. Le hace un gesto para que se siente a su lado.
–No te agobies, en serio, no pasa nada.
–¿Por qué es tan importante? –dice, señalando el cofre que Nadia aún tiene en la mano.
–Es una larga historia.
–Tengo tiempo –contesta Érika. Luego suelta una carcajada y, cuando consigue calmarse, vuelve a hablar–: Vale, ha quedado muy de película.
–Es muy tarde para ponernos filosóficas y muy temprano para echar a tus amigos de mi salón, así que voy a dormirme. De verdad, no te preocupes. Vuelve abajo y disfruta de la fiesta.
–¿Me haces hueco?
Se sienta sobre la cama, con las piernas cruzadas, y Nadia la imita y deja espacio entre las dos para el cofre.
–Es lo único que tengo de Kenia. Supongo que, de alguna manera, define quién soy –dice.
Luego le cuenta que, en la tribu de la que proviene, las madres pasan todo el embarazo haciendo un cofre para sus bebés. Construyen con alambres la estructura, lo forran de tela fina y casi transparente, le pegan piedras... Y después eligen algunos regalos con los que el bebé iniciará su vida.
–Es un cofre de vida, así me contó mi padre que lo llaman.
–De bienvenida, ¿no?
–En realidad, no. De vida, porque esas cosas que lleva dentro son las que tienes al nacer, pero luego cada uno elige lo que va poniendo dentro. Ya sabes, lo que es importante, lo que te marca o te convierte en quien eres.
–Es una tradición preciosa.
Nadia asiente y se anima a seguir hablando. Solo a Hugo le ha contado su historia, pero ahoga la punzada de miedo y culpa y le explica que su padre era médico en Kenia y que un día, cuando llegó a un poblado que visitaba cada poco tiempo, lo encontró asolado: el viento había tumbado las tiendas y la arena los había enterrado a todos. Murieron los animales, las personas. Murió la aldea. Solo quedaban retazos de lo que había sido hundidos en las dunas. Y entonces la oyó. Corrió, escarbó con las manos, levantó unas telas medio enterradas y descubrió una canastilla con un bebé.
–Buscaron durante días, pero no dieron con nadie más vivo, así que mi padre me trajo con él, me adoptó y buscó una plaza de médico en Madrid para no viajar más y formar una familia.
Érika no la ha interrumpido. No le ha dicho, como le dice siempre el abuelo, que es una superviviente. Tampoco ha dicho «pobrecita», ni todas esas idioteces que repiten algunos en el pueblo cada vez que la ven. Solo está allí, escuchando, con la vista clavada en el cofre. Hasta que la puerta se abre de golpe y se oye la música de la planta baja.
–Vaya –dice Lola–, y yo creía que lo interesante estaba abajo.
Sigue llevando el maquillaje tan perfecto como cuando llegó, el mismo pelo falsamente desordenado, los mismos labios rojos de quien no ha comido ni bebido. Ni besado. Érika se pone en pie y, al hacerlo, echa la almohada sobre el cofre.
–No quedan palomitas –dice Lola–, pero ya nos apañamos....