Eichendorff | De la vida de un inútil | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 30, 128 Seiten

Reihe: Literatura

Eichendorff De la vida de un inútil

E-Book, Spanisch, Band 30, 128 Seiten

Reihe: Literatura

ISBN: 978-84-92403-76-9
Verlag: Rey Lear
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



El joven hijo de un molinero decide abandonar su hogar cuando su padre le tacha de inútil por no hacer nada. A partir de ese momento comienza una novela cómica de enredo, donde los amores del inútil y su ingenuidad para manejarlos le harán vivir episodios insólitos y extravagantes en un viaje que le llevará hasta Italia. Publicada por primera vez en 1826, De la vida de un inútil mantiene su frescura original frente al paso del tiempo, lo que ha acabado por convertirla en un clásico del romaticismo alemán del siglo XIX, una obra maestra constantemente reeditada en su país y en gran parte de Europa. Además del final feliz que cierra la trama, Eichendorff salpica el relato con poemas y canciones de enorme calidad, lo que explica por qué parte de su obra poética fue musicada por Schumann y Mendelssohn. En esta edición, que ha vuelto a traducir del alemán Ursula Toberer, Luis Alberto de Cuenca se ha encargado de trasladar al español los poemas y canciones del libro.

Joseph von Eichendorff (Alta Silesia, 1788 - Neisse, 1857) Joseph Karl Benedikt Freiherr von Eichendorff, poeta y novelista alemán. Muchos de sus poemas fueron adaptados por compositores de la talla de Robert Schumann, Felix Mendelssohn, Johannes Brahms o Richard Strauss. Fue oficial del ejército prusiano en la guerra contra Napoleón, y desde 1816 funcionario del Estado con cargos en diversas ciudades. Pasó los últimos años de su vida en Neisse. Su mérito como poeta está en la finura con que sabe unir en el poema las imágenes, la sonoridad y el ritmo. Con lenguaje y rima muy afines a la canción popular, consigue un intenso efecto poético. Si bien su obra se sitúa en las postrimerías del Romanticismo, en ella se expresa el alma de la naturaleza con las vibraciones más profundas. Es el creador literario del paisaje romántico alemán. Sus poesías son aún hoy patrimonio vivo de amplios sectores del pueblo, al igual que su novela más conocida, De la vida de un inútil (1826), considerada todavía hoy libro de lectura obligatoria en Alemania.
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SEGUNDO CAPÍTULO
LA CARRETERA PASABA PEGADA a los jardines del palacio, separados de ella sólo por un muro alto. Dentro se levantaba una preciosa caseta de aduana de bonito tejado rojo, con un huertecillo a sus espaldas colindante con la parte más sombría y escondida de los jardines, por donde se apreciaba una pequeña apertura en el muro. El aduanero que residía allí había muerto. Una mañana muy temprano —yo aún dormía profundamente— vino el escribano del palacio y me mandó a ver al administrador. Me vestí rápidamente y caminé despacito tras él. Arrancó por el camino algunas flores que colocó en la solapa de su chaqueta, haciendo girar su bastón en el aire mientras me hablaba y hablaba, pero yo, aún medio dormido, no entendía absolutamente nada. Cuando todavía en penumbra entré en la cancillería, vi al notario con una gran peluca sentado detrás de montones de papeles, libros y un enorme tintero. Se dirigió a mí con la pose de un búho que mirase desde su nido: —¿Cómo se llama? ¿De dónde es, sabe escribir, leer y cálculo? —dije que sí, y él añadió:— Pues sus excelencias han pensado que, gracias a su buen comportamiento y a sus méritos, puede ocupar la vacante de aduanero. En un instante repasé mi comportamiento y mis méritos y tuve que admitir que el notario tenía mucha razón. Así, sin apenas darme cuenta, me convertí en aduanero. Me mudé en seguida a mi nueva casita y en muy poco tiempo estuve completamente instalado. Encontré varias cosas que mi difunto antecesor, que en gloria esté, había dejado a su sucesor; entre otras, una hermosa bata roja con lunares amarillos, pantuflas verdes, un gorro de dormir y algunas pipas de largas boquillas. Ya deseaba poseer todo aquello cuando aún vivía con mi padre. En aquellos tiempos me había fijado en la cómoda vida que llevaba nuestro pastor, así que durante todo el día (no tuve otra cosa que hacer) permanecí en bata y gorro sentado en el banquito de delante de la casa, fumando tabaco en la pipa más larga que pude encontrar. Miraba cómo la gente iba y venía por la carretera, caminando, en carruaje o montada a caballo, y mi único deseo era que me viera alguien de mi pueblo, porque siempre decían que yo no iba a llegar a nada en la vida. La bata me sentaba muy bien y todo me gustaba. Estaba sentado tranquilamente, pensando en que cualquier comienzo es difícil y en que la vida elegante y distinguida es muy cómoda, cuando tomé una decisión: dejaría de viajar y empezaría a ahorrar algún dinero, como todo el mundo, para —con el tiempo— poder llegar a ser alguien importante. Pero, a pesar de mis decisiones, preocupaciones y quehaceres, no podía apartar de mis pensamientos la belleza de mi dama. En el pequeño huerto habían sembrado patatas y otras verduras, pero yo sólo quería flores y planté las más bonitas que pude encontrar. El portero de palacio, el de la gran nariz, que me visitaba muy a menudo desde que yo residía allí y que se hizo muy amigo mío, siempre me miraba de reojo, convencido de que la suerte repentina se me había subido a la cabeza. Pero no me importaba en absoluto. No muy lejos de mi huertecillo, en los jardines de palacio, podía escuchar finas voces entre las que creí reconocer la de mi hermosa dama. Era incapaz de ver nada, porque los arbustos lo tapaban todo, así que se me ocurrió trenzar todos los días un ramillete con mis flores más bonitas y todas las noches, cuando ya había oscurecido, saltaba el muro y lo dejaba encima de una mesa de piedra en medio de un emparrado. Cada noche, cuando llevaba el ramo fresco, el del día anterior había desaparecido. Una noche en la que los señores volvían de cazar, el sol, al comenzar a ponerse, envolvió todo el paisaje como un brillante mar; el agua del Danubio que serpenteaba a lo lejos parecía de oro puro y fuego y de las montañas cercanas llegaban los cantos de los viticultores. Me hallaba sentado junto al portero, en el banquito de delante de mi casa, y disfrutaba de la suave brisa de ese alegre día primaveral que poco a poco tocaba a su fin. A lo lejos se sonaban las cornetas de los cazadores que regresaban y se mandaban saludos de una montaña a otra. Estaba encantado y salté como hechizado: —¡Cuánto me gusta ese ambiente de caza! Pero mientras vaciaba su pipa a golpecitos, el portero me dijo: —No creáis que cazar es fácil. Yo también lo hice, pero no gana uno ni para las suelas de los zapato. No te quitas de encima la tos ni los constipados, porque siempre tienes los pies mojados. Me invadió una rabia tan increíble que todo mi cuerpo se puso a temblar. De repente ese hombre con su aburrido abrigo, su pipa y su gran nariz me resultó horrible. Le cogí de la solapa y, fuera de mí, le dije: —¡Portero, o ahora mismo os vais a vuestra casa o empiezo a pegaros una paliza! —En ese mismo instante volvió a convencerse de que yo estaba loco de remate. Me miró pensativo, con cierto temor y, sin decir palabra, se marchó a zancadas hacia el palacio, mirando atrás de vez en cuando, y una vez allí comunicó a los demás que yo había perdido la razón. Pero yo me eché a reír, contento de haberme librado de ese sabelotodo y porque era la hora de depositar mi ramo de flores en el sitio acostumbrado. Salté el muro rápidamente y cuando me dirigía a la mesa de piedra oí a lo lejos los pasos de un caballo. No me daba tiempo a escapar, ya que mi bella dama en persona, vestida con traje de caza y un sombrero con plumas, se acercaba lentamente por la avenida. Me sobrevino la misma sensación que cuando leía los viejos libros de mi padre sobre la hermosa Magalone, que aparecía entre los árboles del bosque bajo los destellos de las luces del atardecer y los últimos y lejanos sonidos de los cuernos de caza. Ni siquiera fui capaz de moverme. Ella se asustó al verme y se detuvo. Sentí una mezcla de miedo y alegría, y, cuando mi corazón estaba a punto de salirse de mi cuerpo, comprobé que realmente llevaba en su pecho mi ramillete de flores del día anterior. Totalmente fuera de mí, le dije: —Excelencia, hermosísima dama, coged también este otro ramo mío. Todas las flores de mi jardín y todo lo que poseo es vuestro. ¡Hasta mi mano pondría en el fuego por vos! Me miró muy seriamente, casi con rabia, lo que me estremeció, pero al instante bajó la mirada mientras yo le hablaba. Entretanto se oían algunas voces acercándose desde los matorrales. Ella cogió rápidamente mi ramo de flores y, sin decir palabra, desapareció por el camino. A partir de esa noche ya no encontré la paz. Me invadía la misma sensación que siempre me asaltaba en mi casa al llegar la primavera, cuando me sentía intranquilo y feliz a la vez sin saber porqué, como si me fuera a ocurrir algo grande, especial. Las cuentas ya no me salían. Los rayos de sol entraban por mi ventana a través del castaño, con su luz dorada bailando entre los números, mientras yo sumaba desde el principio hasta el final de la página, hacia arriba y hacia abajo, sin resultado congruente, volviéndome loco. Me invadían extraños pensamientos y ni siquiera me era posible contar hasta tres. El ocho se parecía a mi dama gordita, el siete a un indicador de carretera mostrando el camino al revés, o una horca. El nueve era el más divertido, porque cada vez que lo miraba se ponía al revés transformándose en un seis, y el dos semejaba una alegre interrogación que pretendía preguntarme: «¿Adónde te va a llevar todo esto? Tú eres un cero a la izquierda». Y el delgadito uno tenía la silueta de Ella, y me decía que sin Ella nunca sería nadie. Descansar sentado delante de mi puerta también había dejado de gustarme. Saqué una banqueta afuera para apoyar mis pies y de ese modo estar más cómodo, reparé en un viejo parasol para protegerme, pero nada dio resultado. Sólo sentía que mis piernas se volvían cada vez más largas de tanto aburrimiento y que de no hacer absolutamente nada mi nariz crecía por minutos. De tanto en tanto pasaba al alba un carruaje que traía el correo y yo salía a su encuentro todavía medio dormido. El aire era fresco y a veces se asomaba deseándome los buenos días una carita de la que sólo se percibían dos ojos brillando en la oscuridad. Desde los pueblos cercanos se escuchaba el canto de los gallos, en los campos volaban por lo alto del firmamento algunas golondrinas demasiado madrugadoras y, mientras el cochero tocaba su corneta, cada vez más lejana, yo me quedaba quieto delante de mi puerta, mirando cómo se alejaba el carruaje, y me invadía esa extraña sensación de querer subirme a él inmediatamente para irme lejos, muy lejos, a ver el mundo. Seguía depositando mis ramos de flores encima de la mesa de piedra todos los días, cuando se ponía el sol. Pero desde aquella noche eso era todo. A nadie le interesaban ya mis flores, que continuaban en el mismo sitio por las mañanas, marchitas, mirándome con las cabecitas colgando y cubiertas de gotitas de rocío que parecían lágrimas. Empecé a enfadarme. Dejé de hacer los ramos. Las malas hierbas invadieron poco a poco mi jardín y las flores crecieron hasta ser arrancadas por el viento. Mi corazón se sentía desconcertado. En esos momentos de enorme desolación ocurrió que un día, mientras miraba por la ventana, vi a la doncella cruzar la carretera desde palacio. Se me acercó diciendo: —Su excelencia el Señor ha vuelto de viaje. —¿Ah sí? —respondí extrañado, puesto que, al no haberme preocupado de nada últimamente, no sabía siquiera que el Señor estuviese de viaje.— Su hija, la joven dama,...


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