E-Book, Spanisch, Band 4, 432 Seiten
Reihe: Cuarteto de Alejandría
Durrell Clea
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-350-4828-6
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 4, 432 Seiten
Reihe: Cuarteto de Alejandría
ISBN: 978-84-350-4828-6
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
En el rico y completo mundo creado por El Cuarteto de Alejandría, Clea aporta sobre todo la dimensión temporal en la vida de un entrañable grupo de personajes. Mnemjian, el barbero, llega a la isla con un mensaje de Nessim; Darley regresa a Alejandría, que no ha perdido su poder de fascinación pese a las dificultades a que deben someterse sus habitantes debido a la guerra, y Clea está esperándole sin saber a ciencia cierta qué espera. El episodio final de esta novela, con una incomprable escena bajo el agua, es uno de los pasajes más rotundos e inolvidables.
'Clea' ocupa un lugar esencial en el Cuarteto, después de Justine, Balthazar y Mountolive, y ayuda a comprender con mayor profundidad todo lo contado en los libros anteriores. Con esta novela culmina la que unánimemente se considera la obra maestra de Durrell.
El cuarteto culmina así como una exuberante sinfonía, para anunciar el múltiple y eterno despertar del universo, en el que al lector le toca un papel protagonista.
De esta obra han dicho:
'Desde el principio de Clea está presente el incesante torrente de imaginería poética, y uno se sumerge en él voluntaria y generosamente. HENRY MILLER
También disponible en formato de tapa dura en nuestra colección Edhasa Literaria
Lawrence Durrell se dio a conocer como poeta y novelista en la década de los treinta y obtuvo el primer gran éxito de crítica con 'El libro negro', escrito en París en 1938. Sin embargo, es 'El cuarteto de Alejandría', la impresionante tetralogía compuesta por 'Justine' (1957), 'Balthazar' (1958), 'Mountolive' (1958) y 'Clea' (1960), la obra que le convierte en un clásico de nuestro tiempo -debido en buena medida a su exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo- y que provocó entusiastas comparaciones del autor con Proust y Faulkner. También disponible en edición de bolsillo en Edhasa
'El laberinto oscuro' (1958), 'Tunc' (1968), o 'Nunquam' (1970) son otros buenos ejemplos de su talento. Con 'Monsieur o El Príncipe de las Tinieblas' (1974) inició un quinteto o, en sus palabras, un quincunce (que completa con 'Livia',' Constance', 'Sebastian' y 'Quinx') que llevó un paso adelante sus investigaciones narrativas y asentó su obra de madurez. Es autor también de poesía (Poemas completos, 1931-1974, 1980) y de varias obras a medio camino entre el ensayo y el libro de viajes.
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III Estaba de pie en lo alto de la larga escalera exterior, escudriñando la oscuridad del patio como un centinela; sostenía con la mano derecha un candelabro que arrojaba un frágil círculo de luz a su alrededor. Inmóvil, como en un cuadro vivo. El tono de su voz, cuando pronunció mi nombre por primera vez, me pareció deliberadamente frío e indiferente, acaso copiado de algún extraño estado de ánimo que se había impuesto. O tal vez, incierta de que fuese yo, interrogaba la oscuridad, procurando desenterrarme de ella como algún recuerdo obstinado y perturbador que se hubiese movido de su sitio. Pero la voz familiar fue para mí como la ruptura de un sello. Me pareció que despertaba por fin de un sueño secular, y mientras ascendía con lentitud por los crujientes escalones de madera sentí flotar a mi alrededor el aliento de una nueva fuerza. Cuando me encontraba a mitad de camino volvió a hablar, con voz aguda, con un tono casi conminatorio. –Oí los caballos y salí apresuradamente. Me derramé el perfume en el vestido. Apesto, Darley.Tendrás que perdonarme. Me pareció que estaba mucho más delgada.Avanzó un paso, siempre con el candelabro en alto, y después de escrutar con ansiedad mis ojos me dio un pequeño beso frío en la mejilla derecha. Frío como la muerte, seco como un cuero. Entonces percibí el perfume. Emanaba de ella en vaharadas abrumadoras.Algo en la forzada serenidad de su actitud sugería un desasosiego interior, y la idea de que tal vez había estado bebiendo cruzó por mi mente.También me sorprendió advertir que se había pintado dos brillantes parches de rouge en las mejillas, cuyos pómulos resaltaban con violencia en la cara demasiado empolvada, de blancura mortal. Si todavía era hermosa, lo era con la belleza pasiva de una momia properciana pintarrajeada para dar una ilusión de vida, o como una fotografía torpemente iluminada. –No mires mi ojo –dijo entonces con acritud, en tono imperativo; observé que el párpado izquierdo le caía sobre el ojo, y amenazaba convertir su mirada en una expresión lasciva. Pero me impresionó más aún la sonrisa acogedora que intentaba adoptar en aquel momento–. ¿Entiendes? –inquirió. Yo asentí. Me pregunté si el rouge estaría destinado a distraer la atención de aquel párpado inmóvil. –Tuve un pequeño ataque –explicó en voz baja, como si hablara consigo misma. En esa actitud, inmóvil, con el candelabro en alto, tuve la sensación de que escuchaba otros ruidos. Le tomé las manos y así permanecimos largo rato, mirándonos a los ojos. –¿Estoy muy cambiada? –Absolutamente nada. –Estoy cambiada, por supuesto.Todos hemos cambiado. –Ahora hablaba con estridente insolencia. Levantó mi mano y la posó en su mejilla. Pero enseguida, sacudiendo la cabeza con perplejidad, me arrastró hasta el balcón, con paso rígido y altivo. Llevaba un oscuro vestido de tafetán que crujía con cada movimiento. La luz de las velas brincaba y danzaba por las paredes. Nos detuvimos frente a una puerta oscura. –Nessim –llamó. Me sorprendió el tono áspero de su voz, pues era el tono con que se llama a un sirviente. Después de un momento, Nessim salió del oscuro dormitorio, obediente como un djinn. –Ha llegado Darley –dijo Justine con el aire de quien entrega un paquete. Dejó el candelabro sobre una mesa baja y se recostó velozmente en una gran mecedora, cubriéndose los ojos con una mano. Nessim, vestido ahora con un traje de corte más familiar, se acercó moviendo la cabeza, sonriente, con su habitual expresión tierna y solícita. Sin embargo, había algo distinto en aquella expresión; parecía atemorizado. Lanzaba miradas furtivas a todos lados y hacia la figura reclinada de Justine; hablaba en voz baja como si estuviera en presencia de una persona dormida. Una extraña opresión se cernió sobre nosotros cuando nos sentamos en el oscuro balcón y encendimos nuestros cigarrillos. El silencio parecía cerrarse a nuestro alrededor como un engranaje que no volvería a abrirse jamás. –La niña está en cama, encantada con el palacio, como ella dice, y la promesa de un poni propio. Creo que va a ser feliz. Justine suspiró de pronto hondamente, y sin descubrirse los ojos dijo con lentitud: –Darley dice que no hemos cambiado. Nessim tragó con dificultad y prosiguió como si no hubiera oído la interrupción, en el mismo tono de voz: –Quería esperarlo despierta, pero me encontraba demasiado cansada. Una vez más, la figura reclinada en el rincón sombrío interrumpió: –Encontró en el armario el pequeño birrete de la circuncisión de Naruz.Vi que se lo probaba. –Lanzó una risa agria, como un ladrido. Nessim se estremeció y volvió la cabeza. –Tenemos pocos sirvientes –dijo en voz baja, con prisa, como para cerrar los huecos de silencio dejados por la última observación de Justine. Su alivio se hizo patente cuando apareció Alí para anunciar que la cena estaba lista.Tomando las velas, nos guió hacia el interior de la casa.Todo tenía allí un hálito funerario: el sirviente vestido de blanco con su cinturón de púrpura abría la marcha, llevando el candelabro en alto para iluminar el camino a Justine, que lo seguía con un aire absorto y remoto.Yo marchaba tras ella y luego, muy cerca, Nessim. Marchamos así en fila india por los corredores oscuros, a través de altas habitaciones con las paredes cubiertas de tapices polvorientos, cuyos pisos de tablas desnudas crujían a nuestro paso. Llegamos por fin a un comedor largo y angosto, que sugería un olvidado refinamiento probablemente otomano; una habitación de algún olvidado palacio de invierno de Abdul Hamid, con sus ventanas de rejas filigranadas que daban a un descuidado rosedal. Allí el mobiliario estridente de por sí (aquellos dorados y rojos y violetas hubieran sido insoportables a plena luz) adquiría al resplandor de las velas una sumisa magnificencia. Nos sentamos a la mesa y tuve otra vez conciencia de la expresión de temor de Nessim, que escudriñaba siempre a su alrededor. Tal vez temor no sea la palabra adecuada para describir aquella expresión. Me pareció que esperaba alguna explosión súbita, algún imprevisible reproche de los labios de Justine, y que se preparaba mentalmente para rechazarla, para defenderse de ella con tierna cortesía. Pero Justine nos ignoraba. Su primer acto fue servirse una copa de vino tinto, que levantó hasta la luz como si quisiera verificar su color. Luego, con ironía, lo alzó como una bandera alternativamente frente a cada uno de nosotros y lo bebió de un sorbo antes de volver a depositar la copa en la mesa. El rouge de las mejillas le daba un aspecto animado, desmentido por la fijeza soñolienta de la mirada. No llevaba joyas.Tenía las uñas pintadas con laca dorada. Apoyó los codos en la mesa y, adelantando el mentón, nos estudió intensamente durante un rato, primero a uno, luego al otro. Entonces suspiró como hastiada y dijo: –Sí, todos hemos cambiado. –Y volviéndose rápidamente como un acusador apuntó con el dedo a su marido–: Él ha perdido un ojo. Nessim ignoró intencionadamente aquella observación y le alcanzó algunos objetos de la mesa como para distraerla de un tema tan angustioso. Ella suspiró otra vez: –Tú, Darley, tienes mucho mejor aspecto, pero tus manos están ásperas y llenas de callos. Lo noté cuando me tocaste la mejilla. –El trabajo de leñador, supongo. –¡Ah, eso! Pero estás bien, muy bien. (Una semana más tarde llamaría a Clea por teléfono para decirle: «¡Dios santo, qué ordinario se ha vuelto! La poca sensibilidad que tenía se la ha tragado el campesino».) Nessim tosía nerviosamente y jugaba con el parche negro de su ojo. Se veía que no le gustaba el tono de Justine, que desconfiaba de aquella atmósfera tensa en la que se podía sentir, creciendo como una ola, la presión de un odio que era, entre tantas novedades de lenguaje y modales, el elemento más nuevo y desconcertante. ¿Se había convertido realmente en una arpía? ¿Estaría enferma? Era difícil exhumar el recuerdo de aquella mágica amante morena, cuyos gestos, por malintencionados o desconsiderados que fuesen, poseían siempre el esplendor recién acuñado de la generosidad perfecta. («De modo que has vuelto –decía ahora con aspereza– y nos encuentras encerrados en Karm. Como viejas cifras en un olvidado libro de contabilidad. Malas deudas, Darley. Fugitivos de la justicia, ¿verdad, Nessim?») No había nada que decir en respuesta a explosiones tan amargas. Comimos en silencio, bajo la callada vigilancia del sirviente árabe. Nessim hacía una que otra observación rápida y casual sobre temas triviales, breve, monosilábico. Sentíamos con desesperación que el silencio se agotaba a nuestro alrededor, se vaciaba como un enorme estanque. Pronto estaríamos allí clavados como efigies en nuestras sillas. El sirviente entró con dos termos llenos y un paquete de comida que depositó en un extremo de la mesa. La voz de Justine vibró con insolencia: –¿Así que vuelves esta noche? Nessim asintió con timidez: –Sí, estoy otra vez de guardia. –Se aclaró la garganta y añadió dirigiéndose a mí–: Pero sólo cuatro veces por semana. Al menos tengo algo que hacer. –Algo que hacer –comentó Justine con voz clara, burlona–. Perder un ojo y un dedo le permiten tener algo...