E-Book, Spanisch, 400 Seiten
Reihe: ENSAYO
Drury / Clavin El corazón de todo lo existente
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-945311-2-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 400 Seiten
Reihe: ENSAYO
ISBN: 978-84-945311-2-5
Verlag: Capitán Swing Libros
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Bob Drury Estados Unidos Es corresponsal militar y autor, coautor o editor de nueve libros de no ficción, algunos de ellos destacados bestsellers como Tifón de Halsey: La verdadera historia de la lucha de un almirante, una tormenta épica, y un rescate inédito (2007), Últimos en salir (2012) o La batalla final de la Fox (2009). Ha escrito para numerosas publicaciones, como el New York Times, la revista Vanity Fair, Icon y GQ. Ha sido nominado a tres premios National Magazine y un Premio Pulitzer. Actualmente es editor colaborador y corresponsal de Men's Health. Tom Clavin Nueva York (EE.UU.) Ha trabajado como editor de diversos periódicos y sitios web, como comentarista de radio y televisión, y como periodista de ocio, deportes y medio ambiente del New York Times, y es autor o coautor de dieciséis libros. Ha recibido premios de la Society of Professional Journalists, la Marine Corps Heritage Foundation y la National Newspaper Association, y dos de sus libros fueron nominados para el Premio Pulitzer. Actualmente vive en Sag Harbor (Nueva York) y trabaja como corresponsal de investigación en la revista Manhattan Magazine.
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Prólogo
Pahá Sápa
Los soldados estadounidenses, muchos de ellos veteranos de la guerra de Secesión, habían sobrevivido a las privaciones más brutales: en el Nido de Avispas de Shiloh, en el Río de la Muerte de Stonewall Jackson a las orillas del Chickahominy, en el sangriento Camino Hundido de Antietam. Habían aguantado con firmeza para cubrir la retirada en la batalla de Bull Run y resistieron con Kit Carson en Valverde Ford. Pero al comenzar el invierno de 1866 iban a enfrentarse a un nuevo tipo de adversidad, mientras se abrían paso por el escarpado territorio del río Powder, oyendo solo el chirrido de los arreos congelados y el soplido del viento del norte cuando atravesaba las ramas atrofiadas del chaparral que obstruía los corredores del río.
Era el 2 de noviembre, y los sesenta y tres oficiales y reclutas de la Compañía C del Segundo de Caballería del Ejército de EE. UU. habían tardado más de un mes en atravesar los mil cien kilómetros que separaban las planicies al este de Nebraska y la cabeza de la ruta Bozeman, en el centro-sur de Wyoming. Habían seguido el gran meandro del North Platte a través de llanuras azotadas por tempestades, escalado a praderas a kilómetros de altitud donde los pulmones apenas les respondían y sufrían dolores de cabeza, y vadeado más de dos docenas de ríos y arroyos cubiertos de hielo. A esas alturas, cuando viraron al oeste desde el río South Powder, desaparecieron en los oteros ondulados que se torcían y doblaban hacia el horizonte, al norte. Los jinetes estaban aún a un día de viaje de su destino, el aislado fuerte Phil Kearny, un reducto de apenas siete hectáreas en la bifurcación de los arroyos Little Piney y Big Piney, a escasa distancia de la frontera con Montana. Con los abrigos de saco de lana negra bien ajustados y los quepis y hardees grasientos embutidos hasta la frente, la partida podría haberse confundido, a cierta distancia y con luz crepuscular, con una columna de búfalos agostados abriéndose paso por el escarpado Territorio de Dakota.1 A lo largo de la ruta, se habían cruzado con numerosos enterramientos que guardaban los restos de hombres y mujeres blancos asesinados por los indios.
Los soldados, refuerzos llegados del Este, no estaban acostumbrados a la ferocidad de las ventiscas de niebla blanca que se canalizaban desde las Llanuras Canadienses. Pese a que los cortantes vientos del norte habían dejado desnudas y teñidas de marrón las cimas de las estribaciones y muelas circundantes, los caballos y las mulas de carga de la Compañía C avanzaban por lechos de arroyos y coladas cubiertos de lomos de nieve, que a veces alcanzaban la altura de las cruces de los animales. Aquella noche, vivaquearon en una angosta quebrada, donde un bosquecillo de serbales pelados hacía de cortavientos. Por encima de ellos, se alzaba la cara este de las montañas Bighorn, una fortaleza de granito con más de tres mil seiscientos metros de altura que pocos blancos habían visto hasta entonces. Los sargentos de sección manearon los caballos, dispusieron piquetes e hicieron correr la voz de que se podían encender lumbres para cocinar. Los hombres se apiñaron en torno a las llamas y tomaron metódicamente una cena a base de alubias, café, galletas saladas duras como piedras y tocino salado sobrante de la guerra de Secesión. La Compañía C estaba nominalmente bajo el mando del teniente Horatio Stowe Bingham, un quebequés delgado de nariz aguileña que había luchado en el Regimiento de Voluntarios n.º 1 de Minnesota desde la batalla de Bull Run hasta Antietam, donde lo habían herido.2 3 Sin embargo, todos los reclutas admitían que el oficial más veterano que los acompañaba, el capitán William Judd Fetterman, de ojos oscuros, era el hombre que los guiaría en su misión primordial: encontrar y capturar o matar al gran jefe guerrero sioux oglala Nube Roja.
Durante más de un año, Nube Roja había dirigido un ejército de más de tres mil guerreros sioux, cheyenes del norte y arapahoes en una campaña por un territorio que abarcaba dos veces el tamaño de Texas. Se trataba de la primera vez que Estados Unidos se había encontrado ante un enemigo que usaba el mismo tipo de tácticas de guerrilla que un siglo antes había ayudado a su país a garantizar su existencia, aunque dicha ironía pasaba bastante desapercibida en los barracones militares polvorientos del Oeste y en las salas de juntas del Este, donde barones del ferrocarril, magnates de la minería y políticos ambiciosos conspiraban para crear un imperio. Los combatientes de Nube Roja habían tendido emboscadas y quemado caravanas de carretas, habían asesinado y mutilado a civiles, y habían superado en inteligencia y fuerza a las tropas del Gobierno en una serie de asaltos sangrientos que sacudieron al alto mando del Ejército de EE. UU. El hecho mismo de que un «líder» bárbaro hubiese reunido y coordinado una fuerza multitribal tan amplia suponía una sorpresa para los estadounidenses, cuyos prejuicios raciales eran representativos de la época. Pero que Nube Roja hubiese logrado mostrar la suficiente determinación para mantener la autoridad sobre sus guerreros combativos y notablemente faltos de disciplina provocaba un impacto aún mayor.
Como era costumbre desde la aniquilación de las confederaciones y naciones indígenas al este del Mississippi, el hombre blanco recurría a la fuerza cuando no conseguía hacerse con las tierras nativas mediante el fraude y el soborno. Así, ante los primeros signos de hostilidad en las Llanuras del Norte, las autoridades de Washington habían dado permiso al Ejército para aplastar a los hostiles. Y, si eso no funcionaba, habría que comprarlos. Un año antes, en el verano de 1865, tras el fracaso de una expedición punitiva contra Nube Roja y sus aliados, los negociadores del Gobierno habían añadido una oferta más a toda una sucesión de tratados; en esa ocasión, cedían el vasto territorio del río Powder como tierra india inviolable. De nuevo, los blancos llevaron regalos como mantas, azúcar, tabaco y café mientras leían en alto promesas de independencia. A cambio de todo ello, solo pedían (otra vez) poder pasar sin trabas por la ruta para carretas que veteaba la pradera de color parduzco. Muchos jefes y subjefes indios habían «tocado la pluma» en una ceremonia celebrada en los mismos pastizales del sur de Wyoming donde, catorce años antes, Estados Unidos había firmado su primer pacto formal con los sioux del oeste. Aquel día, al igual que en 1851, Nube Roja se negó a hacerlo. Alegó ante los fuegos del consejo que permitir la entrada de «esa serpiente peligrosa en nuestro entorno […] y abandonar nuestras tumbas sagradas para que las aren y planten maíz»4 conduciría a la destrucción de su pueblo.
«El Hombre Blanco miente y roba —advirtió el jefe guerrero oglala a sus compañeros indios, y no se equivocaba—. Mis tipis eran muchos, pero ahora son escasos. El Hombre Blanco lo quiere todo. El Hombre Blanco tiene que luchar, y el Indio morirá donde murieron sus padres».5
Para noviembre de 1866, Nube Roja, con cuarenta y cinco años, se encontraba en la cima de su considerable poder, y las partidas de guerra que reclutaba estaban movidas a partes iguales por la desesperación, la venganza y una autoconfianza exagerada en su dominio militar de las Altas Llanuras. El estilo de vida nómada que habían llevado durante décadas se estaba viendo alterado inexorablemente por la invasión blanca y sentían que su única salvación era resistir con firmeza «aquí y ahora»; de otro modo, estarían condenados al exterminio. Las advertencias de Nube Roja demostrarían ser clarividentes: la última mitad de la década de 1860 supuso un punto de inflexión psicológico en las relaciones entre blancos e indios en la sección central del país. El primer colonialismo europeo había provocado no solo la destrucción de los pueblos nativos, sino también una veneración paternalista —influenciada en parte por James Fenimore Cooper— hacia las culturas de los «Nobles Salvajes […] con un destino decretado por un gobierno federal sin corazón, cuya política deliberada era matar a tantos como fuera posible en guerras innecesarias»6.
Sin embargo, el romanticismo de Cooper había quedado para entonces en un mero recuerdo borroso que unos Estados Unidos recién fortalecidos empezaban a sustituir en la posguerra por la concepción del «destino manifiesto».7 Las viejas actitudes se estaban reconfigurando con una claridad cruel, sobre todo entre los habitantes del Oeste. Incluso blancos que habían considerado en otros tiempos a los indios como el equivalente a unos niños caprichosos —naifs como los campesinos ingleses de Thomas Gainsborough, a quienes había que «civilizar» a base de biblias y arados— empezaban a verlos ya como a una raza infrahumana que la ola del progreso debía exterminar o recluir en reservas. En el verano de 1866, Estados Unidos había roto el débil tratado del año anterior y había construido tres fuertes a lo largo de los ochocientos sesenta kilómetros de la ruta Bozeman, que atravesaba la rica cuenca del río Powder: una zona delineada por el río Platte al sur, las Bighorns al oeste y el salvaje río Yellowstone al norte y, en el este, las sagradas colinas Black, que los sioux llamaban Pahá Sápa o «El Corazón de Todo lo Existente».
Por otro lado, los políticos de Washington se vieron azuzados por una motivación mucho más inmediata para lo que los periódicos pronto llamarían la «Guerra de Nube Roja». Cuatro años antes, en 1862, se había descubierto oro en grandes cantidades en los cañones montañosos y escarpados del oeste de Montana, un oro necesario entonces para...