Doval Huecas | Breve Historia del Salvaje oeste. Pistoleros y forajidos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 352 Seiten

Reihe: Breve Historia

Doval Huecas Breve Historia del Salvaje oeste. Pistoleros y forajidos

Billy el niño, Jesse james, los Dalton, Wyatt Earp, Doc Holliday, Buffallo Bill, todos los personajes, las historias, los tiroteos, los duelos y escaramuzas de aquellos hombres que con el revólver en la mano forjaron su leyenda.
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9763-574-5
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Billy el niño, Jesse james, los Dalton, Wyatt Earp, Doc Holliday, Buffallo Bill, todos los personajes, las historias, los tiroteos, los duelos y escaramuzas de aquellos hombres que con el revólver en la mano forjaron su leyenda.

E-Book, Spanisch, 352 Seiten

Reihe: Breve Historia

ISBN: 978-84-9763-574-5
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



'En el volumen dedicado a esta emocionante historia, mezclada con la leyenda, de rufianes de gatillo fácil, conocemos curiosos detalles de las hazañas de Pat Garret y Billy el Niño, de Wild Bill Hickok y Buffalo Bill, de los hermanos Dalton, de Wyatt Earp y Doc Holliday, así como episodios de duelos, tiroteos, atracos al banco y asaltos a la diligencia y al ferrocarril.'(Web Hislisbris) 'En fin, de lo que no hay duda es de que, con este libro, Gregorio Doval responde a muchas preguntas, algunas de las cuales jamás me había planteado. Multitud de datos interesantes explicados con sencillez que dibujan una época, un estilo de vida y unos personajes de leyenda.'(Web Anika entre libros) La verdadera historia de los héroes que vivieron y murieron en una etapa de la historia deEstados Unidos en la que la ley se aplicaba con la misma herramienta que el crimen: una bala. Son muchos los mitos y las leyendas que circulan sobre los pistoleros, los sheriffs y los cowboys que vivieron el capítulo más convulso de la historia de los Estados Unidos, pero son pocos los datos verídicos que nos han llegado. Breve Historia del Salvaje Oeste. Pistoleros y forajidos intenta detallar la vida de personajes que son ya parte del imaginario popular como: Wyatt Earp, Billy el Niño, Pat Garret o Buffalo Bill. El libro desmonta la imagen romántica del Salvaje Oeste, la de héroes enfrentándose a villanos en duelos al atardecer, y nos descubre una historia de asesinatos por la espalda, de emboscadas traicioneras y de cazadores de hombres. La Guerra de Secesión deja a un gran número de veteranos sudistas sin paga y sin perspectivas y viviendo en una nación cuyo gobierno consideraban ilegítimo. En este contexto la ambigüedad moral y la cultura de las armas son las notas dominantes. Además de presentarnos los personajes más relevantes del Salvaje Oeste, Gregorio Doval los contextualiza y los divide en pistoleros, forajidos, sheriffs, tahúres, mujeres del oeste, jueces y cazarrecompensas.

Gregorio Doval (Madrid, 1957). Licenciado en Ciencias de la Información (Periodismo), cursó también estudios universitarios de Psicología, Sociología, Psicología Social y Filología. Es autor de varios libros. Entre ellos destacan las biografías que ha escrito sobre Reagan, Juan Carlos I y Juan Pablo II y tratados y manuales sobre Historia del Cine y la Historia del Automovilismo Mundial. Es autor asimismo de la enciclopedia ¿Qué saber en nuestro tiempo?, y de diccionarios especializados en aforismos, etimología, historia, informática, economía y finanzas... Entre sus últimas obras se pueden mencionar: Nuevo diccionario de historia, Refranero temático español, Palabras con historia, Anecdotario Universal de Cabecera, El libro de los hechos insólitos, Diccionario de expresiones extranjeras, Los últimos años del franquismo y Crónica política de la Transición. En Ediciones Nowtilus ha publicado en 2008 la colección 1001 citas: El ser humano y la vida, El hombre y la mujer, El trabajo y el dinero, Profesiones y profesionales, La familia y los amigos y El amor, el sexo y el matrimonio.
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1


EL NACIMIENTO DEL
SALVAJE OESTE


—¿No va a usar la historia, señor Scott?

—No, señor; esto es el Oeste: si la leyenda se convierte en un hecho,
publica la leyenda.

El hombre que mató a Liberty Valance, John Ford (1962).

La Fiebre del Oro que sacudió California a partir de 1848 llevó a la costa del Pacífico a una inmensa riada de personas honradas que querían labrarse un futuro en las minas, pero también a una variada caterva de aventureros, malhechores, asesinos, desaprensivos, matones, pistoleros, cua treros, timadores, rufianes, buscavidas y ladrones que querían vivir y medrar a costa de ellos. Pronto, estas nutridas filas de forajidos se incrementaron aun más con algunos de los que fracasaron en las minas y eligieron la delincuencia como medio de vida.

Las cosas serían igualmente caóticas en el Sudoeste ganadero y, especialmente, en el Texas de posguerra. La renovación de muchos funcionarios locales, que habían sido fieles a la Confederación, y la imposición de la ley militar generaron un gran resentimiento y muchos pensaron en resarcirse tomándose la justicia por sus propias manos. Por entonces, aquellos territorios aún no organizados se constituyeron en el mejor asilo de todos los que huían de la ley y en el mejor vivero de los que, más que huir de ella, preferían vivir a sus márgenes e, incluso, contravenirla y surbvertirla consciente y voluntariamente.

La abundancia de forajidos en aquellos territorios fronterizos era consecuencia y, a la vez, revelaba la casi inexistente presencia de estructura estatal alguna en esa etapa inicial del avance hacia el Oeste de la joven y heterogénea sociedad estadounidense. De momento, salvo la tímida y escasa presencia militar, la conquista parecía ser una empresa privada, con limitadas injerencias del poder público. Tal modelo se reflejaba también en un individualismo exacerbado y en la extrema permeabilidad de una sociedad muy flexible, en la cual el ascenso social estaba al alcance de cualquiera, a partir de un inesperado golpe de suerte o de audacia o, por qué no, de un disparo a tiempo.

Cuando, como aconteció en la conquista y colonización del Oeste, en un periodo de poco más de un cuarto de siglo se pueblan extensiones tan vastas como Kansas, Nevada, Colorado, Montana y, poco más tarde, Idaho y Wyoming de una manera espontánea, por iniciativa individual de unos colonos o de unos buscadores de oro, era fácil colegir que las comunidades que invadieron estos territorios se organizarían sin el apoyo del Estado representado por la policía y la justicia que garantizasen la vida y la propiedad. La manifestación aguda de esta carencia de poder coercitivo se dio en las ciudades de frontera, pero la ausencia de ley y orden abarcaba a la totalidad de los territorios, desde las granjas aisladas a las pequeñas comunidades, desde las estancias ganaderas hasta los campamentos mineros.

Esta situación, obviamente, era muy favorable para que la delincuencia floreciese en tierras que se habían convertido en el paraíso de la impunidad para ladrones, atracadores y asesinos. Desde el común robo de ganado al del oro que transportaban los mineros y al asesinato con móviles lucrativos o de competencia feroz, toda una extensa gama de delitos se extendió por estos territorios en fragua de un modelo propio de convivencia, de momento débil e inestablemente fundado en el registro de la propiedad.

En último término, la desordenada y violenta ocupación del territorio delineó unos confusos límites entre la ley y la voluntad individual, entre el orden y la anarquía, que fraguaron en un código moral ambiguo que hizo posible que muchas personas situadas momentáneamente más allá de la ley como forajidos terminaran sus vidas como agentes de la ley y viceversa, desarrollando incluso en ocasiones tan antitéticas actividades de modo simultáneo.

Mientras tanto, la generalización de la posesión y uso de armas por civiles exacerbó la innata tendencia a la violencia que caracteriza a toda sociedad de frontera. Así, en las nuevas tierras del Oeste se fue conformando una amalgama de gente autoconfiada, pero también ingenua; ignorante, pero audaz y creativa; generosa, pero egoísta y terca; honrada, pero indulgente; amante del humor campechano, pero con malas pulgas para aguantarlo en primera persona; violenta y misántropa, pero hospitalaria…; en una palabra, contradictoria. Esas fueron las fibras con que se formó el Oeste: personas sometidas a un nuevo código moral indeciso y adaptado, a un código ético en formación y aún algo indefinido.

En las ciudades de frontera, el clima proclive a la búsqueda y la consecución del dinero fácil, a la corrupción y al delito, a la arbitrariedad y las represalias, creó el caldo de cultivo óptimo para la aparición de figuras tan paradójicamente legendarias como Billy el Niño, John Wesley Hardin, los hermanos James, Dalton o Younger, Sam Bass, Butch Cassidy, Doc Holliday, Pat Garrett, Wyatt Earp o Wild Bill Hickok. Asesinos, pistoleros y delincuentes elevados a la categoría de héroes populares cuyas existencias serían una y otra vez exageradas o tergiversadas a conveniencia de los fabricantes de mitos de turno.

Desde luego, existió un Billy el Niño, pero es muy dudoso que, tal y como asegura la leyenda, matara a 21 hombres, uno por cada año de su corta vida; lo más probable es que, en ningún caso, sus víctimas fueran más de nueve. En todo caso, fuera cual fuese su récord, eso no sería algo digno de alabanza, ni siquiera de asombro, solo de horror y desaprobación.

El concepto de “Salvaje Oeste”, en lo geográfico, atañe de una manera imprecisa a la veintena de estados norteamericanos representados en el mapa y, en lo histórico, a los avatares, acontecimientos y estilos de vida de estos variados territorios durante la segunda mitad del siglo XIX.

Ex combatientes de la guerra civil ahora sin empleo, inadaptados a la paz, sudistas no resignados a la derrota, huérfanos abandonados a su suerte y entregados al merodeo y el pillaje, infortunados sin éxito en iniciativa alguna que se dieron cuenta de que en los nacientes Estados Unidos no se perdonaba el fracaso…, todas estas gentes nutrieron las filas de los sin ley, en tiempos en los que las armas circulaban sin control y en que los autores de crímenes y golpes de mano tenían en los grandes espacios recientemente abiertos ancha complicidad para la huida y la ocultación. Así nació lo que se suele conocer como el “Salvaje Oeste”.

Este Viejo y Salvaje Oeste fue un mundo (preferentemente de hombres) en el que se podía prosperar si no se dudaba en utilizar una pistola (y, puestos a ello, a hacerlo bien), o bien si se podía contratar a alguien que lo hiciese con eficacia. Pero los pistoleros, que brotaron como setas, no crecieron, sin embargo, por generación espontánea. Eran un producto de cosecha propia, bien abonada por el dinero y la ambición de los barones ganaderos, de los príncipes del comercio o de los duques de la banca.

La mayoría comenzaban siendo contratados como cowboys para atender al ganado, especialmente durante las grandes travesías, y para, de paso, defender los intereses, no siempre lícitos o confesables, de sus contratistas. De tanto visitar las revueltas y caóticas ciudades ganaderas abiertas al final de sus largos periplos por las sendas ganaderas, muchos se afincaron en ellas y comenzaron a vivir de sus habilidades. Como el lazo y la espuela no tenían mucha utilidad en las ciudades, muchos recurrieron a otra de sus herramientas favoritas: las armas. Y por ahí sí que encontraron trabajo.

Estos jóvenes, la mayor parte semianalfabetos, se hicieron expertos en el manejo del revólver, el rifle y el cuchillo combatiendo a indios y cuatreros, o cazando animales salvajes durante sus tediosos viajes. Por lo demás, sabían poco de la civilización, de sus usos y de sus leyes. Es más, tenían sus propios códigos, entre los que destacaban la camaradería y la lealtad al amigo, pero también el odio y el desprecio por el enemigo y el recurso pronto y decidido a la solución de los conflictos por las bravas. En términos generales, el Salvaje Oeste nunca fue un lugar que destacara por sus dosis de nobleza o altruismo, aunque luego muchos historiadores hayan querido ver atisbos de ello en muchos de sus principales protagonistas, y especialmente en los que, además de pistola, llevaban placa.

Con esos condicionantes, era fácil que muchos de aquellos jóvenes se convirtieran en bandidos o pistoleros, o bien en agentes de la ley que, en muchos casos, tanto daba, y ello sin necesidad de que tuvieran que tomar decisión moral alguna. Para ellos, en realidad, no había gran diferencia. Solo eran malos chicos en opinión de aquellos que juzgaban sus actos como crímenes. Para sí mismos, matar o robar no eran actos morales,...



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