E-Book, Spanisch, 352 Seiten
Reihe: Breve Historia
Doval Huecas Breve historia de la Conquista del Oeste
1. Auflage 2008
ISBN: 978-84-9763-572-1
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 352 Seiten
Reihe: Breve Historia
ISBN: 978-84-9763-572-1
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
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Gregorio Doval (Madrid, 1957). Licenciado en Ciencias de la Información (Periodismo), cursó también estudios universitarios de Psicología, Sociología, Psicología Social y Filología. Es autor de varios libros. Entre ellos destacan las biografías que ha escrito sobre Reagan, Juan Carlos I y Juan Pablo II y tratados y manuales sobre Historia del Cine y la Historia del Automovilismo Mundial. Es autor asimismo de la enciclopedia ¿Qué saber en nuestro tiempo?, y de diccionarios especializados en aforismos, etimología, historia, informática, economía y finanzas... Entre sus últimas obras se pueden mencionar: Nuevo diccionario de historia, Refranero temático español, Palabras con historia, Anecdotario Universal de Cabecera, El libro de los hechos insólitos, Diccionario de expresiones extranjeras, Los últimos años del franquismo y Crónica política de la Transición. En Ediciones Nowtilus ha publicado en 2008 la colección 1001 citas: El ser humano y la vida, El hombre y la mujer, El trabajo y el dinero, Profesiones y profesionales, La familia y los amigos y El amor, el sexo y el matrimonio.
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UN NUEVO PAÍS A
EXPLORAR Y EXPLOTAR
El Oeste, el lugar donde un hombre puede mirar hasta más lejos y no ver otra cosa que no sea tierra y cielo.
Will James (1892-1942), artista y escritor de origen canadiense.
EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN
A comienzos del siglo XVIII, los asentamientos europeos de habla inglesa se extendían sobre la costa norteamericana del Atlántico, desde el sur del actual estado de Maine hasta Carolina del Sur. Aunque la mayoría de ellos se situaban a menos de 80 kilómetros de la costa, unos pocos se internaban algo más en la tierra siguiendo el curso de los ríos. De ese modo, casi toda la costa atlántica estaba habitada cada vez por más densas comunidades de granjeros y agricultores de origen europeo, fundamentalmente anglosajón, agrupadas en trece circunscripciones, conocidas como las “Trece Colonias de Nueva Inglaterra”, cuyos límites por tierra firme llegaban hasta las estribaciones de los montes Apalaches, con algún puesto avanzado que alcanzaba la margen izquierda del inmenso río Mississippi.
A diferencia de las francesas y holandesas, que siguieron mirando siempre hacia Europa, estas colonias inglesas volcaron pronto su interés en aquel nuevo continente a cuya orilla oriental vivían. Por lo común, pusieron en práctica una política sistemática de colonización extensiva, ávidas de ganar más y más territorio para el cultivo y la explotación de la tierra, práctica que requería la implantación del derecho de propiedad europeo en el nuevo continente. Reforzando este modelo expansivo colonial, desde el momento de su independencia (1783), los Estados Unidos experimentaron un proceso de expansión demográfica, territorial y económica que, junto con la consolidación de su sistema democrático, puso las bases de la gran potencia mundial en que pronto se convertirían.
Ya desde mediados del siglo XVIII, la llegada de emigrantes del Viejo Continente se hizo más intensa. Grandes contingentes de irlandeses, alemanes y escandinavos pobres engrosaron el aluvión de recién llegados a aquel Nuevo Mundo, una tierra de oportunidades, un escenario idóneo para intentar partir de cero. Aquellos contingentes emprendían el difícil y peligroso viaje a América por muchas razones: algunos en pos de aventuras; otros, porque codiciaban riquezas; muchos más huyendo de la opresión o buscando la libertad de practicar su religión, y la gran mayoría, para escapar de la pobreza... Pero, más allá de sus razones particulares, en todos bullía el impulso por encontrar un nuevo espacio vital. Muy pocos de ellos habían podido aspirar en la vieja Europa a ser propietarios de tierras. Pero en América la tierra parecía estar disponible en abundancia para todo aquel que quisiera tomarla y aceptara los riesgos que ello suponía.
Esa inmensa marea de personas sin nada que perder y con todo por ganar fue superpoblando aquellas prósperas colonias y pronto se sintió atraída por los cantos de sirena de un virgen y prometedor Oeste a explorar, colonizar, explotar y casi inventar. Muchos dirigieron pronto su mirada inquieta y ansiosa hacia él y comenzaron a presionar demográficamente sobre lo que se dio en llamar la “Frontera”.
Pero la expansión hacia el Oeste que nos va a ocupar en este libro no fue un proceso fácil ni uniforme. Diversas barreras geográficas, sociales y políticas frenaron en repetidas ocasiones el, por otra parte, indetenible movimiento hacia el Oeste.
En la segunda mitad del siglo XVIII, los fértiles valles fluviales de Nueva Inglaterra (la región que hoy conforman Massachussets, Maine, Connecticut, Rhode Island, New Hampshire y Vermont), así como el valle del río Mohawk en el estado de Nueva York, quedaron colonizados. Varias oleadas de colonizadores fundaron allí granjas y haciendas tras desbrozar el bosque primigenio. Este era tan vasto y sobrecogedor que cada sitio que se llegaba a despejar se consideraba una victoria más en el proceso de “domesticación de la selva”.
No obstante, después de talar los árboles y retirar los matorrales, los colonizadores se encontraban a veces con suelos rocosos o pobres en nutrientes. Muchas zonas de la Nueva Inglaterra interior y algunas regiones de Nueva York, New Jersey y Penssilvania tienen suelos demasiado superficiales; los inviernos son crudos y la temporada de cultivo, corta. En tales condiciones, la agricultura resultó difícil y desalentadora para los pioneros. Tras años de esfuerzo, algunos malvendieron sus granjas o las abandonaron y emigraron hacia el Oeste en busca de tierras más fértiles.
Más al sur, en lo que hoy son los estados de Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte y del Sur y Georgia, el suelo era, por lo general, más rico pues, salvo en algunas áreas costeras pantanosas, se compone de arcilla amarilla rojiza. En los albores de la época colonial, este suelo era muy fértil. La prolongada temporada de cultivo, la lluvia abundante, el clima cálido y la tierra relativamente plana hicieron que la región costera del sur fuera ideal para establecer en ella ciertos cultivos de gran salida comercial (en esa época, principalmente tabaco, arroz, caña de azúcar, maíz y algodón). Desde mediados del siglo XVII, se vio claro que esos cultivos serían más económicos y rentables explotados mediante el trabajo de esclavos en grandes fincas, haciendas o plantaciones. Así que muchas granjas pequeñas se fueron concentrando en manos de grandes terratenientes.
Pero, con el tiempo, aquel fértil suelo se fue empobreciendo debido al cultivo intensivo de plantas, como el tabaco y el algodón, que lo fueron agotando. Además, las frecuentes e intensas lluvias de la región erosionaron los campos recién despejados y roturados. En muchos lugares, esto condujo a la reducción del rendimiento por hectárea. Con frecuencia, los dueños de fincas resolvían el problema expandiendo sus propiedades mediante la compra y el uso de más tierra. De esa forma, poco a poco, las grandes fincas se fueron propagando hacia el Oeste. Los antiguos propietarios de estas tierras conquistadas por las haciendas, aislados por falta de caminos y canales de acceso a los mercados de la costa y resentidos por el predominio político de los grandes hacendados de la región de las marismas, se pusieron también en movimiento hacia el Oeste en busca de nueva tierra fértil.
Hacia 1760, aquellas oleadas colonizadoras encontraron su primer obstáculo orográfico importante: la cordillera de los Apalaches, que se extiende del noreste al suroeste, casi en paralelo al litoral atlántico. Cuando llegaron a sus faldas, los colonos descubrieron además que la mayoría de los ríos que les hubieran permitido penetrar en el territorio eran impracticables debido a sus rápidos y sus saltos. La expansión quedó momentáneamente interrumpida.
Sin embargo, en 1775, el explorador Daniel Boone (1734-1820), al frente de una partida de taladores, abrió una nueva senda, la Wilderness Road, a través de la boscosa brecha del desfiladero Cumberland, un pasaje natural de los Apalaches. Ese camino, que a partir de 1795 pudo ser transitado por carretas, permitió que los colonos, con sus mulas, caballos y reses, se fueran filtrando para poblar las fértiles tierras de lo que ahora son los estados de Kentucky y Tennessee.
En el plano político, en 1776, las Trece Colonias norteamericanas de Gran Bretaña declararon unilateralmente su independencia. Entre esa fecha y 1783, los nuevos Estados Unidos de América salieron triunfadoras de la consecuente Guerra de Independencia, que concluyó con el Tratado de París (o de Versalles) de 1783, en el que se estableció la frontera occidental de la nueva nación en el río Mississippi, que fluye desde la frontera canadiense hasta el Golfo de México, en el puerto de Nueva Orleans. La paz trajo consigo el primer gran éxodo hacia el Oeste para ocupar los nuevos territorios situados entre los montes Apalaches y el gran río. Hacia 1800, los valles fluviales del Mississippi y del Ohio ya se estaban convirtiendo en una gran región fronteriza.
Pero las comunicaciones con los nuevos asentamientos eran muy deficientes. Los caminos eran escasos y muy alejados entre sí; además, generalmente se hallaban en pésimo estado. Hasta cierto punto, los ríos hacían las veces de vías de comunicación, pero las cascadas y los rápidos limitaban su utilidad. Al internarse en el país, el aislamiento de los asentamientos aumentaba. En busca de tierra fértil, algunos colonos pasaban de largo grandes extensiones consideradas incultivables. En consecuencia, cada pequeño asentamiento podía estar a decenas de kilómetros del resto. Era factible que una familia tuviera que viajar un día completo para visitar a otra. Esta pauta de asentamiento creó comunidades...