E-Book, Spanisch, 288 Seiten
Doughty Hasta las cenizas
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10079-80-9
Verlag: Plataforma
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Lecciones que aprendí en el crematorio
E-Book, Spanisch, 288 Seiten
ISBN: 978-84-10079-80-9
Verlag: Plataforma
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Caitlin Doughty tenía poco más de veinte años y un diploma reciente en Historia medieval cuando aceptó un trabajo en un crematorio. Un trabajo como cualquier otro, sobre todo si desde siempre has sentido cierta atracción por lo macabro. Y lo que iba a ser algo temporal acabó convirtiéndose no solo en el trabajo de su vida, sino en una forma de comprender -y reírse- de la muerte.
Este insólito libro nos sumerge en la hermética cultura de quienes cuidan de los difuntos para dejarnos escenas inolvidables y datos que nunca creímos que podíamos conocer: ¿un cadáver puede contagiarnos una enfermedad? ¿Cuántos cuerpos caben en una furgoneta? ¿Qué aspecto tiene una calavera en llamas? Rodeada de cadáveres que han llegado allí por las más diversas causas, Doughty nos conduce a través del mundo de los muertos para contarnos cómo barría las cenizas de las máquinas (y a veces sobre su ropa), la secreta historia de la cremación y la inhumación, e incluso nos ilustra acerca de las prácticas funerarias de diferentes culturas.
Honesto y sincero, autocrítico y cómicamente irónico, Caitlin Doughty convierte un tema tabú como la muerte en algo corriente y, por extraño que parezca, fascinante.
Caitlin Doughty es especialista en tanatopraxia, administradora de una funeraria y creadora del canal de YouTube Ask a Mortician, además licenciada en Historia medieval. Es también fundadora de The Order of the Good Death y cofundadora de Death Salon. Sostiene que nuestro miedo a morir supone un trastorno para nuestra cultura y para la sociedad, y aboga por abordar mejor nuestra relación con la muerte (y con nuestros difuntos). Vive en Los Ángeles.
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La caja de sorpresas
A Padma la conocí en mi segundo día en Westwind. No es que Padma fuera gorda. «Gorda» es una palabra simple, con connotaciones simples, pero Padma era más bien una criatura de una película de terror, la protagonista de La resurrección de la bruja vudú. El mero hecho de verla tendida en la caja de cartón del horno crematorio te provocaba un estremecimiento. «Oh, Dios mío –te preguntabas–, ¿qué es esto?, ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Qué mierda es esto? ¿Por qué?». En cuanto a orígenes raciales, Padma tenía la piel oscura, una mezcla entre África del Norte y Sri Lanka. La descomposición la había tornado negra como el carbón. El pelo se le desparramaba en todas direcciones en forma de largos mechones apelmazados, de la nariz le salía una gruesa telaraña de moho blanco que le cubría medio rostro y se extendía incluso sobre los ojos y la boca abierta. La parte izquierda de su pecho presentaba una profunda hendidura, como si alguien le hubiera arrancado el corazón en un elaborado ritual. Padma tenía poco más de treinta años cuando murió a causa de una rara enfermedad genética. Su cuerpo se conservó durante meses en el hospital de la Universidad de Stanford a fin de que los médicos pudieran hacerle pruebas y averiguar la causa de su muerte. Cuando llegó a Westwind, el cadáver tenía un aspecto surrealista. Pero, por grotesca que resultara Padma a mis ojos de principiante, no podía apartarme del cadáver como un cervatillo asustado. Mike, el director de la funeraria, había dejado bien claro que si quería ganarme el sueldo no podía mostrarme aprensiva con los cadáveres, y yo me moría por demostrarle que era capaz de comportarme con la misma frialdad clínica que él. «Una telaraña de moho, ¿no? Claro, lo he visto millones de veces. Lo que me sorprende es que en este caso no haya más, la verdad». Eso es lo que diría yo, con el aplomo de una auténtica profesional de la muerte. La muerte puede parecerte casi glamurosa hasta que ves un cadáver como el de Padma. Te imaginas a una enferma de tisis en la época victoriana que muere con una gota de sangre en la comisura de sus labios sonrosados. Cuando Annabel Lee, el gran amor de Edgar Allan Poe, fallece y la entierran, el escritor no puede dejarla sola, de modo que va al cementerio para «acostarme junto a mi amor –lo que más quiero–, mi vida y mi esposa, en su sepulcro junto al mar, en esta tumba desde la que se oye el rugido de las olas». El cadáver exquisito, blanco como el alabastro, de Annabel Lee. No se mencionan los efectos de la descomposición, la pestilencia que debió de sufrir el desolado Poe al abrazar a su amada. Pero no era solamente Padma. Lo que veía en el día a día de mi trabajo en Westwind era más brutal de lo que había imaginado. Mi jornada laboral empezaba a las 8:30, cuando ponía en marcha los dos «quemadores», que es como suelen llamarse en la industria los hornos crematorios. Durante el primer mes llevaba conmigo una chuleta con las instrucciones y manejaba con mano insegura los diales, que parecían salidos de una película de ciencia ficción de los años setenta, para que se iluminaran los botones rojos, azules y verdes que indicaban la temperatura, encendían los quemadores y controlaban la salida de aire. Los breves momentos que transcurrían antes de que los hornos empezaran a rugir eran los más silenciosos y apacibles del día. Sin ruido, sin calor, sin presión…, únicamente una chica y unos pocos fallecidos. Pero en cuanto los quemadores se ponían en marcha se acababa la tranquilidad. La sala se convertía en el anillo interior del infierno; se inundaba de un aire caliente y denso, vibraba con un rugido que parecía la respiración del diablo. Las paredes estaban tapizadas de un revestimiento acolchado como el de una nave espacial para evitar que el ruido llegara a los oídos de las atribuladas familias que lloraban a un ser querido en la capilla o en las salas contiguas. Los quemadores estaban listos para su primer cadáver cuando la temperatura dentro de la cámara de ladrillo alcanzaba los 815 grados centígrados. Cada mañana, Mike depositaba sobre mi escritorio una pila de autorizaciones del estado de California en las que se indicaba quién podía ser incinerado. Yo seleccionaba dos licencias y localizaba luego a mis víctimas en el «frigorífico», una inmensa nevera donde aguardaban los cadáveres en sus cajas de cartón, cada una etiquetada con el nombre completo y la fecha de nacimiento. En cuanto abría la puerta de la sala me recibía una ráfaga de aire frío y un olor difícil de describir pero imposible de olvidar: el olor de la muerte helada. Los que aguardaban en la cámara frigorífica probablemente nunca habrían estado juntos en el mundo de los vivos: un anciano negro con un infarto de miocardio, una madre blanca de mediana edad con cáncer de ovarios, un joven hispano que había muerto de un disparo a pocas manzanas del crematorio. La muerte los había juntado en una especie de convención de las Naciones Unidas, una mesa redonda sobre la no existencia. Cuando entré en la cámara frigorífica le hice una promesa a un ser superior: si el fallecido no se encontraba debajo del montón de cadáveres, yo intentaría ser mejor persona. El primer permiso de incineración era para un tal señor Martínez. En un mundo perfecto, el señor Martínez habría estado en lo alto, listo para que yo lo subiera a mi carretilla hidráulica. Me disgustó ver que estaba debajo del señor Willard, la señora Nagasaki y el señor Shelton. Esto quería decir que tendría que sacar y meter las cajas de cartón como si se tratara de una macabra partida de Tetris. Por fin conseguí colocar al señor Martínez en la camilla y me dirigí a la cámara incineradora. El último obstáculo eran las gruesas cintas de plástico (como las de los túneles de lavado de coches y las cámaras frigoríficas de carne) que colgaban de la entrada para que no se escapara el aire frío. Las cintas eran mis enemigas porque se enredaban en todo, como las ramas siniestras que aparecen en la versión animada de La leyenda de Sleepy Hollow. Además, detestaba tocarlas, porque me las imaginaba cargadas de bacterias y, por supuesto, de las almas atormentadas de los fallecidos. Si te enredabas en las cintas, era inevitable que calcularas mal el ángulo para que la camilla entrara por la puerta. Empujé la camilla del señor Martínez y oí el ya familiar pum del choque contra el marco metálico de la puerta. En aquel preciso momento llegó Mike, que iba de camino a la sala de tanatopraxia. Agarró la camilla del señor Martínez y empezó a moverla adelante y atrás, adelante y atrás. –¿Necesitas ayuda? ¿Sabes cómo hacerlo? –preguntó. Su expresión, con una ceja enarcada mucho más alta que la otra, decía a las claras lo que pensaba: «Ya se ve que no tienes ni idea». –No pasa nada. Todo va perfectamente –le respondí en tono animoso. Aparté con la mano los tentáculos cargados de bacterias y me encaminé con la camilla hacia el crematorio. Pasara lo que pasase, mi respuesta siempre era: «No hay problema. Todo va bien». ¿Necesitaba ayuda para regar las plantas del jardín delantero? «No, no. Todo controlado». ¿Quería que me explicaran qué hacer con la mano de un hombre para retirarle la alianza pese a los nudillos hinchados? «No, no. ¡No es necesario!». Con el señor Martínez fuera de la cámara frigorífica llegó el momento de abrir la caja de cartón, la mejor parte de mi trabajo, según descubrí. La apertura de las cajas me recordaba a esos perros de peluche que se vendían en Estados Unidos a principios de los años noventa. En el anuncio se veía a un grupo de niñas de entre cinco y siete años alrededor de un perrito de peluche. Las niñas gritaban de alegría cuando le abrían la barriguita y empezaban a sacar cachorritos de peluche. A veces eran tres cachorros, pero podían ser cuatro o hasta cinco. Y esta era la «sorpresa», por supuesto. Lo mismo pasaba con los cadáveres. Dentro de la caja de cartón podías encontrar cualquier cosa, desde una anciana de noventa y cinco años que había fallecido tranquilamente en la cama hasta un varón de treinta y cinco años hallado en un vertedero detrás de un almacén y en avanzado estado de descomposición. Cada persona era una aventura. Si el cadáver era de los raros (como el de Padma, con el rostro cubierto de moho), la curiosidad me empujaba a hacer indagaciones. Miraba el registro electrónico de fallecimientos, el certificado de muerte, el informe del forense… En estos trámites burocráticos encontraba más información sobre la vida de la persona y, en especial, sobre su muerte. Estos documentos me explicaban cómo estas personas habían dejado el mundo de los vivos para llegar a mis manos en el crematorio. Como cadáver, el señor Martínez no era nada fuera de lo normal. Digamos que si tuviera que darle una puntuación sería un perro de peluche de tres cachorros. Era un caballero sesentón de origen latino que probablemente había fallecido a causa de un fallo cardiaco, porque bajo la piel se apreciaba el relieve de un marcapasos. Entre los trabajadores de los crematorios corre la leyenda de que antes de meter un cadáver en el horno hay que extraer el marcapasos, porque el litio de las pilas puede explotar. Las pilas son como pequeñas bombas que pueden estallar en la cara de los pobres operadores del horno, pero nadie ha dejado una de esas pilas en el horno el tiempo suficiente como para comprobar si es cierto. De modo que volví a la sala de tanatopraxia en busca de uno de los escalpelos que se usan para...