d'Ors | Andanzas del impresor Zollinger | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 102, 144 Seiten

Reihe: Impedimenta

d'Ors Andanzas del impresor Zollinger


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-15578-84-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 102, 144 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15578-84-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Para salvar su propia vida, el joven August Zollinger abandona su pueblo natal y permanece lejos durante siete años, emprendiendo en solitario un camino de aventuras y descubrimientos que le llevará a ejercer todo tipo de oficios. Lo que se impone como un amargo exilio terminará por convertirse en una ruta de iluminación: conocerá el amor verdadero en la minúscula garita de una estación de ferrocarril, donde recibe todos los días la llamada oficial de una misteriosa telefonista; paladeará la camaradería y la amistad más fiel en las filas del ejército; descubrirá el misterio de la naturaleza en la evanescente grandeza de los bosques. Y, sobre todo, aprenderá a valorar la dignidad de los oficios pequeños y humildes. Los pertrechos que irá ganando a lo largo de este recorrido harán de él un hombre íntegro que puede por fin regresar a casa y convertirse en un buen impresor, el oficio con el que ha soñado desde la infancia.

Pablo d´Ors nace en Madrid, en 1963, en el seno de una familia de artistas y se forma en un ambiente cultural alemán. Es nieto del ensayista y crítico de arte Eugenio d´Ors, hijo de una filóloga y de un médico dibujante, y discípulo del monje y teólogo Elmar Salmann.

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II. Rosenwohl

August Zollinger llegó a Rosenwohl el mismo día en que Gerhart Weber, el ferroviario de esta pequeña población, había muerto en trágicas circunstancias después de más de treinta años al servicio de la ferrovía. Nadie puso objeciones al joven forastero para que ocupase de inmediato el puesto vacante: ninguno de los que podría haber aspirado a este empleo quería trabajar allí donde lo había hecho un suicida; decían que era un mal presagio. Pese a no haber conocido a Weber, August afirmó en público que no creía en el suicidio de su predecesor. ¿Por qué arrojarse desde lo alto de un cerro —argumentó (al parecer, Weber se había despeñado)—, pudiéndose tirar a diario a las vías del tren? Por lo visto, nadie en Rosenwohl había pensado la muerte del ferroviario en estos términos, causa por la que el forastero Zollinger fue considerado «un tipo que piensa» —eso se decía de él— y, en fin, alguien respetado en el vecindario por su criterio e independencia. Durante los meses en que vivió en Rosenwohl, August Zollinger tuvo una existencia muy solitaria, y es que su puesto de trabajo, así como la vivienda que le estaba asociada, se encontraba a las afueras de la aldea. Por su talante taciturno y reservado, además de por su acendrado amor a la naturaleza, al nuevo ferroviario no le importó el aislamiento que implicaba su nueva tarea. Antes de aceptar el inesperado ofrecimiento, August declaró ante testigos sentirse perfectamente capacitado para una misión que no requería especiales habilidades. Afirmó también, por otra parte, que le encantaría ver pasar los trenes. Lo que no confesó es que desde el retiro de Rosenwohl, dentro de su aislada garita —que visitó antes de dar el consentimiento definitivo—, tendría tiempo para recapacitar sobre lo que le había sucedido con los Staufer, padre e hijo, la noche en que fue amenazado de muerte y expulsado de su pueblo natal; deseaba reflexionar sobre qué pasos debía dar para llegar algún día a lo que había ambicionado desde los seis años: ser el impresor de Romanshorn. August tendría que estar en el puesto de mando, para el cambio de las agujas, a las seis menos cuarto de la mañana, media hora antes de que pasara el tren: un expreso nocturno que recorría el trayecto de Praga a Viena. Esta era la única función que se le encomendaba; fácil, si bien de grave responsabilidad, dado que cualquier negligencia por su parte podía provocar que el ferrocarril descarrilase. El joven August no quería ni pensar siquiera en que, por su culpa, pudiera ocurrir una catástrofe en la vía férrea. No había más trenes que pasaran por Rosenwohl, de modo que el resto del día quedaría por entero a su disposición. El suicidio de Gerhart Weber, después de treinta años de abnegado servicio a la ferrovía austrocheca, se le hizo al joven Zollinger mucho más comprensible después de la primera semana en la triste y retirada caseta de Rosenwohl. Aunque August se esforzaba por descansar lo más posible durante el día —para estar así bien despierto a la temprana hora en que pasaba el tren—, temía que la llamada telefónica que recibía media hora antes del paso del expreso pudiera sorprenderle desprevenido, lejos de su garita, a la que solo podía accederse por medio de una escalera en que trastabillaba con frecuencia; siempre le pareció al nuevo ferroviario que aquellos peldaños terminarían por resquebrajarse. Por eso, solo cuando el tren pasaba a las seis y quince, conforme lo programado, podía dormir tranquilo el nuevo ferroviario, aunque siempre por pocas horas y con el sueño ligero, pues tanto le torturaba la preocupación de no cambiar las agujas a tiempo que llegaba a despertarse empapado en un mar de sudor. Por culpa del insomnio y con los nervios de punta, durante sus mortificantes y prolongadas vigilias, August juzgó justificable la drástica medida de Weber, cuya larga y austera existencia —ahora lo comprendía— tenía que haberle resultado penosísima. ¿Por qué entonces aguantó August Zollinger tantos meses en aquella ocupación? Para responder a esta pregunta hay que saber que en la vida de August hubo una mujer.


Tan grande era el deseo del ferroviario Zollinger de que el expreso Praga-Viena pasara de una vez —y ahora agradecía que solo fuera uno—, tal era su afán de que llegase la hora del cambio de agujas para así poder irse de nuevo a la cama, que no fueron pocas las veces en que, urgido por el sueño, August pensó estar oyendo el sonido del ferrocarril cuando todavía faltaba mucho para que pasara por su estación. En esas ocasiones, August pegaba la oreja al raíl y, malhumorado por los infinitos sonidos de la noche en el campo, creía escuchar lo que ningún oído humano habría podido percibir. Tal era el realismo con que la locomotora de aquel expreso sonaba en su imaginación, tal su verosimilitud, que más de una vez el ferroviario se incorporó a toda prisa y corrió hasta su garita para un cambio de agujas que enseguida se revelaba prematuro. Por todo lo dicho, si aún restaba en August algún resquicio de amor romántico por el ferrocarril —como llegara a declarar antes de la firma de su contrato—, esa afición suya se vio por completo mermada durante los largos meses que pasó en Rosenwohl asaltado, cada vez con mayor frecuencia, por el sonido de veloces y amenazantes locomotoras imaginarias. ¿Qué fue entonces lo que le hizo cambiar? ¿Cómo es que prolongó tanto su tormento? La pregunta sigue en pie, aunque ya ha quedado escrito que en el corazón de August Zollinger entró por aquel entonces una mujer: la telefonista de la ferrovía. Para asegurarse media hora antes de que pasara el tren que los ferroviarios de Schwabing, Eisen y Darmbrücken estaban en sus respectivos puestos, la ferrovía austrocheca había contratado a una telefonista cuya misión era llamar a diario a los encargados del tren en estas poblaciones, así como a otros ferroviarios de otras localidades más lejanas, a cuyo cargo —es de suponer— estaría el paso de otros trenes, tanto nacionales como europeos. De este modo, «la telefonista de la ferrovía» —así comenzó a llamarla August en su fuero interno— pasaba su jornada confirmando telefónicamente que todos cumplían su papel. Tan elevado era el número de llamadas que la joven telefonista debía hacer (por el tono de su voz, August consideró que tenía que ser joven), que la muchacha, apremiada siempre por la urgencia, no podía detenerse en formulismos o cortesías de clase alguna. Siguiendo las instrucciones de sus superiores, hablara con el ferroviario de Eisen, el de Schwabing, Darmbrücken o cualquier otro, en cuanto se levantaba el auricular del aparato ella debía preguntar: «¿Preparado?», solo eso. Del ferroviario se esperaba que respondiera con la misma fórmula, si bien sin entonación interrogativa: «Preparado». Dado que muchas veces era la voz de aquella telefonista la única que el ferroviario novato escuchaba durante toda la jornada, no debe extrañar en exceso que, al cabo de pocos días en su nuevo trabajo, el solitario Zollinger hiciera algunas consideraciones que, fuera de esta situación, no se habría hecho jamás. Se dio cuenta, por ejemplo, de que, en un mínimo pero significativo acto de rebeldía, aquella mujer no solo decía «¿Preparado?», conforme le habían indicado que hiciera, sino también «¿Listo?». Se trataba, sin duda, de una pequeña variación léxica —acaso no reprochable por sus patronos—, pues ambas palabras eran sinónimas y, por ende, transmitían la misma información. Por su propio pasado díscolo e indisciplinado, esta leve insubordinación predispuso al joven ferroviario a favor de aquella voz, de la que, por otra parte, solo podía saber lo que pudiera deducirse del modo en que entonaba la palabra «preparado» o «listo» en que consistía toda su comunicación. A este respecto hay que advertir que una de las consignas que los superiores habían dado, tanto a los ferroviarios como a su telefonista, era la terminante y justificada prohibición de prolongar la conversación telefónica. De la irresponsabilidad de hablar más de lo debido, violando esta medida de seguridad propuesta por el sindicato de ferroviarios, podría depender algún accidente en la enmarañada red ferroviaria del país. Por su formación germánica y por su riguroso sentido del deber, tanto los ferroviarios como su telefonista comprendían que aquel precepto no era un mero capricho, motivo por el que lo obedecían sin tan siquiera plantearse una eventual insurrección. No sin el íntimo regocijo de un descubrimiento encantador y, posiblemente, de alguna secreta significación —o eso consideró August—, el nuevo ferroviario se percató de que «su» telefonista decía «preparado» o «listo» indistintamente, aunque era más frecuente que dijera «listo» conforme pasaban los días, lo cual revelaba que el impulso a desobedecer en aquella mujer desconocida iba en aumento. August conocía bien lo irresistible que podía llegar a ser ese impulso. Según sus cálculos, operaciones estas en las que se entretuvo durante días, la telefonista de la ferrovía decía cuatro «listos» por cada «preparado», proporción que —como ya quedó indicado— tendía deliciosamente al alza. Desconociendo qué responderían sus colegas de Darmbrücken, Eisen o Schwabing —aunque no sin interés por averiguarlo—, August solía contestar según se le preguntaba, de modo que si aquella voz femenina (¡qué femenina era, cielo santo!) decía «¿Preparado?», él respondía...



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