E-Book, Spanisch, Band 3, 640 Seiten
Reihe: Noviembre de 1918
Döblin Regreso de las tropas del frente
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-350-4623-7
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Noviembre de 1918 (II-2)
E-Book, Spanisch, Band 3, 640 Seiten
Reihe: Noviembre de 1918
ISBN: 978-84-350-4623-7
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
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El regreso de las tropas del frente forma una estrecha unidad con la entrega anterior de este ciclo, El pueblo traicionado,y en ellos muestra Döblin un Berlín donde algunos habitantes viven en condiciones miserables, mientras otros saben sacar provecho de las oportunidades que la guerra ofrece a los comerciantes sin escrúpulos, a los pequeños y grandes estafadores, y también a los oportunistas políticos, y del choque que supone para quienes regresan del frente de guerra el intento de integración en una sociedad tan cambiada respecto a la que en su momento dejaron atrás.Se trata de pequeñas historias personales que van conformando un espléndido mosaico en el que, en perspectiva, podemos ver también la negociación y las consecuencias inmediatas del Tratado de Versalles, que no tardará en cambiar por completo la situación en toda Europa. Amplísimo fresco del ambiente social y político de un episodio decisivo en la historia de Alemania, la revolución de 1918, que precipitó el cambio desde la monarquía del Reich alemán a la República de Weimar, el ciclo completo se estructura del siguiente modo: Primera parte (Burgueses y soldados), Segunda parte (volumen I: El pueblo traicionado; volumen II: El regreso de las tropas del frente) y tercera parte (Karl y Rosa).
Alfred Döblin (Szezecin, Polonia, 1878-Emmendingen, 1957) ha pasado a la historia de la literatura universal como autor de Berlin Alexanderplatz.A raíz de la toma del poder por los nazis en en 1933, Döblin emigró a Francia y en 1940, con la ocupación de Francia, huyó a los Estados Unidos. Volvió a Alemania, convertido al catolicismo, en 1945, como funcionario del gobierno militar francés, y allí completó una serie de cuatro novelas sobre la revolución alemana, Noviembre 1918 (1950), antes de regresar a Francia en 1951. Noviembre de 1918, es una trilogía que consta de los siguientes volúmenes: Burgueses y soldados (I) El pueblo traicionado (II-1) El regreso de las tropas del frente (II-2) Karl y Rosa (III)
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Woodrow Wilson La «Alianza Goethe» y el último presidente del Reichstag abandonan su residencia, el cubo de la basura. El consejo de trabajadores intelectuales se reúne y los poetas cantan. Pero, a través del océano, viene Woodrow Wilson a poner fin al caos de Europa. Historia contemporánea El tiempo había sido aplicado a este mundo como una caja caliente, y lo impulsaba a expandirse y a dar de sí lo que llevaba dentro. El mundo, bramando realidades, sudando hechos por mil sitios al mismo tiempo, no habría sido este mundo si no hubiera sacado a la luz, en confusión, figuras burlescas, trágicas y puras. A principios de diciembre de 1918, el último presidente del Reichstag imperial, llamado Fehrenbach, se acercó anadeando con amanerada gravedad y dijo que, para reparar los males de aquella época, lo mejor era volver a convocar al viejo Reichstag. Era su opinión, y así la manifestó. Su inquietud se trasladó a la llamada «Alianza Goethe», que antaño había luchado contra la censura teatral en la Alemania imperial. La «Alianza», que había virado al blanco verdoso, cubierto de moho, se animó, abandonó su residencia, un montón de basura, y salió cojeando a la chillona luz del día. Después de haber pedido que disculparan el olor que exhalaban debido a las circunstancias, graznó que era opuesta a todo chovinismo, pero en la actual situación consideraría una indignidad que un teatro de Berlín pusiera en su programa una obra francesa «a no ser que tuviera un superior interés artístico». Después de lo cual la «Alianza» volvió a retirarse a su residencia. El consejo de trabajadores intelectuales organizó una gran concentración pública en las «Salas de ceremonia del Oeste». Seis oradores hablaron del «espíritu de la revolución». Finalmente, todos, oradores y público, se fueron a casa sumidos en la preocupación: no habían avanzado en sus objetivos. Pero los poetas cantaron. El pintor Meidner cantó: «Poetas y ciegos cantores de las tabernas y mercados, de los bares, cabarets y tugurios. »Y vosotros, que escribís tratadillos religiosos, poetas del Ejército de Salvación, hermanos moravos, cuáqueros, adventistas, sionistas, y vosotros, magníficos redactores de panfletos socialistas, alborotadores y anarquistas, cuyas creaciones deslizan los pobres al amanecer por debajo de las puertas de las habitaciones. »Vosotros, que componéis manifiestos comunistas, marsellesas e internacionales y, al menos durante media hora, superáis la impotencia de las oscuras hordas con alegres relámpagos... y, finalmente, vosotros, que despreciáis el tiempo, vosotros, los auténticos poetas y humanos, vosotros, negadores de Dios de estos días, que actuáis solos y profundamente acongojados... A vosotros, los más fieles de todos, os envío mi saludo fraternal.» El poeta Hasenclever: «Del firmamento desciende el poeta nuevo / para acometer grandes y mayores acciones. / El poeta ya no sueña con azules bahías. / Ve alegres bandadas salir a caballo de las granjas. / Su pie holla los cadáveres de las gentes de mala fama. / Su cabeza se alza para acompañar a los pueblos. / Él será su líder. / Él anunciará la nueva. / La llama de su palabra se convertirá en música. / Él fundará la gran alianza de los pueblos. / El Derecho de la Humanidad. / La república.» Johannes R. Becher: «Desplome, derrumbe, azul. Ah, bombas, barricadas, fuego. Asaltad ahora, sitio, tumulto, tambores, rayos escupidos por ollares y cañones. ¡Lanzaos, vamos! Allanad infinitos umbrales, espumeando chispas, ciudadelas. Ser humano actor. Ensalzado. Inmortalidad.» Thomas Woodrow Wilson y los principios de América Pero ya estaba en camino desde América el presidente Woodrow Wilson, un hombre de sesenta y dos años. Viajaba en el buque de transporte George Washington, acompañado por el crucero acorazado Pennsylvania y cinco destructores. Se le esperaba el 13 de diciembre en Brest, donde nueve acorazados y treinta destructores americanos debían salir a su encuentro. América tendía la mano a su confusa, convulsa y enferma tierra madre. Fue en el año 1620, poco después del estallido de la Guerra de los Treinta Años, que aniquiló y despobló Europa, cuando unos puritanos ingleses tomaron la decisión de volver la espalda a ese continente, que sólo conocía la codicia y la falta de libertad, y asentarse en las lejanas tierras vírgenes del otro lado del océano. En noviembre de 1620, una tormenta empujó su barco, el Mayflower, hacia las costas de granito de Massachusetts. Una vez allí, sintieron la necesidad de redactar lo que querían en el llamado «Pacto del Mayflower», a saber «unirse ante Dios, y nada más que ante Dios, para determinados fines comunes». Un mes después, el 23 de diciembre, fundaron la ciudad de Plymouth. En un contrato firmado por todos los padres peregrinos, establecieron que «reconocían leyes iguales para todos y exigían de cada uno sumisión a las leyes de la comunidad». Y aunque al principio todo fue difícil, quisieron tener presente la constante mejora de su sociedad. Eran hombres adeptos a la fe cristiana. De ella venía su sentido de una vida responsable, para la que reclamaban completa independencia, y ningún poder del Estado podía perturbarlos en su ejercicio. Los colonos de Plymouth entraron en contacto con otros colonos y firmaron con ellos algunos tratados de alianza. Las colonias se desarrrollaron, y en el año 1754 forjaron el plan de unirse. Fue el gran Jefferson, cuya simple y pura voluntad ensombrece el triunfo de muchos héroes bélicos como el ala de un ángel ensombrece los abismos del infierno, el que redactó la declaración de las Colonias Unidas: «El respeto que debemos a nuestro Gran Creador, el principio de humanidad, la voz del sentido común, tienen que convencer a todos de que el Gobierno ha sido instaurado para el bien de la humanidad y ha de ser regulado con vistas a ese objetivo.» Nadie que lea estas palabras se atrevería a decir que las religiones aturden y que de ellas no puede surgir el más profundo orgullo humano. Representantes de los trece Estados Unidos, descendientes de los ya enterrados padres peregrinos, proclamaron en 1776: «Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables, que entre estos derechos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, cuyo poder legítimo deriva del consentimiento de los gobernados.» De ese modo grandioso había brotado la semilla que Dios había sembrado hacía mil ochocientos años en Palestina, bajo la tiranía de los césares romanos. En el siglo XIX, quedaría en manos de un filósofo alemán enseñar que el Cristianismo había iniciado una sublevación de esclavos y desfiguraba el rostro de la humanidad, y que sólo la «bestia rubia» podía salvarnos. En cambio, la declaración americana comenzaba, orgullosa: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer justicia, afirmar la tranquilidad interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la libertad, ordenamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América». Más tarde, no toleraron que una parte se separara de ellos. Uno de sus grandes presidentes, Andrew Jackson, dirigió en 1832 una declaración a Carolina del Sur: «La Constitución de los Estados Unidos ha instaurado un Gobierno y no una Liga. Es un Gobierno en el que el pueblo entero está organizado, que actúa directamente sobre el pueblo y no sobre los distintos Estados. Ningún Estado tiene derecho a separarse. Decir que cualquiera puede separarse equivale a afirmar que los Estados Unidos no son una nación». Así que Lincoln defendió la unidad. Woodrow Wilson era de sangre escocesa e irlandesa. Su abuelo había venido de Inglaterra a principios del siglo XIX y se había asentado en los territorios de la joven democracia, que reconocía que todos los hombres tenían en sí la fuerza para entender todas las leyes divinas y el orden del que ellos mismos eran parte. El abuelo del presidente Wilson, asentado en Filadelfia y Pittsburg, fue nombrado juez. Era propietario de una imprenta y un periódico. Su hijo se hizo pastor, y el hijo de éste fue Woodrow, que cuando era estudiante escribió sobre Pitt, el inglés que organizó la resistencia contra el moderno tirano derrochador de las energías de su pueblo, Napoleón. Woodrow Wilson se convirtió en presidente de la Universidad de Princeton, que prefirió abandonar antes que aceptar los doce millones que le ofrecían si renunciaba a su reforma de la enseñanza. Como gobernador del estado de Nueva Jersey, fue un severo depurador de las costumbres políticas. Finalmente, fue elegido presidente de la república. Cuando, el 5 de junio de 1914, se inauguró en Annapolis una escuela naval, dijo a los jóvenes: «Cuando contemplo nuestra bandera, me parece que las bandas blancas son las tiras de pergamino en las que están escritos los Derechos Humanos, y las rojas en cambio representan los ríos de sangre que nos han costado. Por último, en ese trocito de firmamento se ven las estrellas de los Estados que forman los Estados Unidos. Ahí tenemos, desplegada, la carta que nos legaron aquellos hombres que un...