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E-Book, Spanisch, Band 4, 832 Seiten

Reihe: Noviembre de 1918

Döblin Karl y Rosa

Noviembre de 1918 (III)
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-350-4639-8
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Noviembre de 1918 (III)

E-Book, Spanisch, Band 4, 832 Seiten

Reihe: Noviembre de 1918

ISBN: 978-84-350-4639-8
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
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1919. La revolución está a punto de acabar, en parte, o en buena parte, traicionada por los partidos de izquierda más próximos al poder burgués.El fin de la revolución espartaquista también es el fin, a la vez novelesco y dramático hasta el delirio, de Rosa Luxemburgo quien, consternada por la barbarie de sus tiempos, es encarcelada en 1919 y acaba sus días recibiendo las visitas fantasmagóricas de su amante muerto y del mismísimo Satán. También Kart Liebknecht, su compañero, sucumbe a sus peores pesadillas, pues es incapaz de impedir el desmoronamiento de las filas revolucionarias y la escalada de violencia. El sueño de la revolución (y su fracaso) produce monstruos. Con Karl y Rosa Alfred Döblin cierra el ciclo narrativo Noviembre 1918que empezaría a escribir a finales de 1937 y que se publicó entre 1939 y 1950. Descrita por José María Guelbenzu en El País como 'una obra maestra del realismo narrativo', en la obra de Döblin confluyen la tradición de la gran novela clásica que podría encarnar Balzac con la narrativa impregnada de técnicas cinematográficas que encabeza John Dos Passos, lo que convierten al autor en uno de los clásicos alemanes de mayor universalidad y vigencia.

Alfred Döblin (Szezecin, Polonia, 1878-Emmendingen, 1957) ha pasado a la historia de la literatura universal como autor de Berlin Alexanderplatz.A raíz de la toma del poder por los nazis en en 1933, Döblin emigró a Francia y en 1940, con la ocupación de Francia, huyó a los Estados Unidos. Volvió a Alemania, convertido al catolicismo, en 1945, como funcionario del gobierno militar francés, y allí completó una serie de cuatro novelas sobre la revolución alemana, Noviembre 1918 (1950), antes de regresar a Francia en 1951. Noviembre de 1918, es una trilogía que consta de los siguientes volúmenes: Burgueses y soldados (I) El pueblo traicionado (II-1) El regreso de las tropas del frente (II-2) Karl y Rosa (III)

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LIBRO SEGUNDO   La división de la marina popular o la revolución busca un empleo fijo Friedrich Ebert, el obstaculizador Habían perdido la batalla antes de empezarla, porque las dinastías expulsadas habían tomado sus medidas. Se habían preparado para su caída, no como una persona privada que, antes de que las cosas vayan mal, envía con rapidez sus fondos al extranjero, sino como un árbol que, antes de secarse, esparce sus semillas masivamente. Guillermo II podía irse a Holanda, los otros príncipes podían esconderse en el campo. Quedaban generales y autoridades. Seguían proliferando alegremente como retoños del viejo árbol. Quedaba también el suelo: el pueblo trabajador, que obedecía gustoso. Y luego estaba Friedrich Ebert. Friedrich Ebert hacía brillar su semblante sobre el país sin dueño. Le importaba no molestar. Le importaba impedir que algo ocurriera, y hacer que lo ocurrido no hubiera ocurrido. ¿Quién era este hombre? Había venido al mundo, curioso azar, en el mismo año 1871 que Lenin y Rosa Luxemburg, él, el hijo de un sastre de Heidelberg. Católico de familia, cambió la fe produnda de sus padres, embebida de melancolía y nostalgia, por el optimismo superficial de un socialista que apostaba por la organización y el progreso. No aspiraba a grandes cosas, no tenía la visión de Karl Marx, revolución mundial y dictadura, tan sólo quería mejorar las condiciones de vida de su gente y hacía lo que podía para conseguirlo. Ingresó en el partido. Fue guarnicionero, posadero, un hombre honesto, un hombre pequeño, hasta ahora sin ambición... a nadie se le pasaría por la cabeza compararlo con Lenin o con Rosa. Tenía una figura rechoncha y redondeada. Su gruesa cabeza no le salía bien de entre los hombros. Gustaba de cubrir sus ojos, saltones y de visión desagradable, con unos pesados párpados. De la mandíbula sobresalía una corta y negra perilla. Pero lo más importante, lo más obvio en él eran las piernas, cortos y recios puntales, sólidos instrumentos a los que su poseedor podía confiar su peso. Y con esas piernas estaba plantado en el suelo de los hechos. Mientras algunos se retorcían el cuello para atisbar detrás de la vida que se perdía más allá de los tejados, mientras otros cogían el ariete para hacer sitio a su alrededor, él estaba de acuerdo. Le interesaba el trabajo de retocar los detalles. Antes, apenas se había sabido nada de aquel hombre. No se había convertido en diputado del Reichstag hasta 1912. De alguna manera, se había ganado la confianza de la gente. No escribía; escribir no era lo suyo, ya había suficientes escribidores en el partido. Tampoco pronunciaba discursos, pero todos pronunciaban discursos, y en el Reichstag causó expectación que un diputado entrara con la boca cerrada. Pensaban que tenía que tener algo en la boca. Sin embargo, cuando abría la boca en las reuniones del grupo, no tenía nada especial dentro, tan sólo pequeñas y correctas observaciones. Eran observaciones que cualquiera podía hacer, pero no hacía. Él mismo estaba acostumbrado a guardárselas para sí. De ese modo, se convirtió en un milagro de la política. Podía dejar hablar a otros y no decir nada. Su fama estaba hecha. Dirigió reuniones de comités, lo eligieron como uno de los dirigentes del partido. Seguía pareciendo invariablemente un digno posadero que sabía atenuar el ruido dentro de su local, y siguió siendo, según el testimonio de su amigo Scheidemann, «un hombre de respeto en un círculo de alegres bebedores». * * * En 1918, cuando la guerra terminó y todos los pueblos tuvieron bastante, el ansia de tranquilidad también se abrió paso entre los alemanes, y reclamaron un percherón a su medida. Esto fue recibido con alegría por todos los generales, terratenientes y belicistas, que ya habían creído que iban a saltarles al cuello. Porque su carro había volcado, y estaban profundamente hundidos en la mierda. Oían gemir a Juan Alemán y decían: hay que ayudar a ese hombre. Lo engancharon delante de su carro. Y como cochero pusieron a un hombre de mucha confianza: el guarnicionero, posadero, diputado del Reichstag y (por un día) Canciller del Emperador Friedrich Ebert. Se convirtió en Primer Comisionado del Pueblo de la joven República. Debía volver a poner en marcha el viejo y muy deteriorado vehículo. En cuanto el ejército imperial volvió a la patria al mando de sus oficiales, Hindenburg y Gröner pensaron: podemos unir lo útil a lo agradable. Rompamos el cuello a la joven República. Así que entraron en Berlín con tres divisiones, al mando del general Lequis, bajo el signo «Vuelta a casa de las tropas del frente». El perseguido retorno con rotura del cuello de la República fracasó. Iba en contra del ansia de paz. Las tropas también eran alemanas, y de hecho se fueron a casa. Fue una total sorpresa para los organizadores, entre el 10 y el 12 de diciembre de 1918. Luego tuvo lugar en Berlín un gran Congreso de Consejos, y en él volvieron a querer lanzarse al cuello del revolucionario Ebert..., simplemente porque se entendía con generales y belicistas. Y un anciano, un viejo romántico de pelo gris, Georg Ledebour, subió en la cámara de diputados a la tribuna con decoración solemne y aireó su indignación, la preocupación de su corazón y la de los corazones de muchos otros, al gritar: –Señor Ebert, es usted la vergüenza de la revolución. Y desde la tribuna se oyó otro grito: –Es un oprobio que aquí se hable todo el tiempo de revueltas. Estamos en una revolución. La galería recordaba mucho a la de la asamblea constituyente de Petrogrado de 1917, y también la sala recordaba al Palacio Táuride. Sólo faltaba Lenin. Y fuera tampoco desfilaban regimientos letones de confianza, sino que delante de las puertas cerradas pasaban desvalidos obreros desarmados que cantaban con ciega decisión la Internacional. Y dejaban entrar en la sala a sus delegaciones con carteles, y podían pronunciar su discursito, por qué no, era el pueblo, era inocuo, era conmovedor. Y, finalmente, se puso en pie el cochero del carro volcado, el guarnicionero, posadero, diputado del Reichstag y Canciller imperial por un día, es decir Friedrich Ebert en persona, y supo, como Lenin en el Palacio Táuride, que todo estaba atado y bien atado, pero de distinta manera que en Petersburgo. Porque Ebert tenía de su parte el ansia alemana de tranquilidad y a los generales y terratenientes, y sus acusadores no tenían más que la indignación y las bellas canciones. Y entonces Ebert también se indignó, y se aferró a lo mucho de falso y exagerado que había en lo dicho por sus acusadores. Con lo que la sala no tardó en compartir su indignación, y fue como un juego para él imponer su exigencia: nueva elección del comité ejecutivo, el órgano de control del Gobierno, y fijación de la fecha de las elecciones a una Asamblea Nacional para el 19 de enero. Las elecciones fueron fijadas para el 19 de enero, y en el comité ejecutivo entraron pacíficos amigos, de manera que bien pudo decirse que no se había dejado pasar el día en vano. –Hay que tener suerte –confesó aliviado Friedrich Ebert cuando le felicitaban tras el victorioso congreso. –Hay que tener al pueblo alemán detrás –dijeron otros. –A eso me refiero –dijo Ebert–. Hay que tener también (pero esto Ebert lo dijo para sus adentros) a los generales detrás para cualquier eventualidad. Pero sólo al principio. Porque luego tendré que eliminarlos para que no me eliminen a mí. Y entonces ocurrió lo de la División de la Marina Popular. La ropa blanca robada Escogían las noches oscuras y silenciosas para trabajar. Había muchas de esas noches en diciembre. Por la otra orilla del Spree, delante de la Bolsa, raramente pasaba alguien, tampoco el puente Kaiser Friedrich estaba animado, el tráfico se dirigía más hacia el Circo Busch y la estación de Bolsa. Entonces ellos se ponían en pie, entre la una y las tres de la mañana, y cuando uno estaba ocupado incluso hacia las doce, y bajaban las cosas hasta el agua, por el lado de la farmacia de palacio. Atravesaban con desparpajo los patios interiores del edificio porque, en primer lugar, estaban débilmente iluminados o no lo estaban en absoluto y, en segundo lugar, si alguien los veía, ¿quién iba a ser? La patrulla de marineros y los bomberos. Pero pasaban la mayor parte del tiempo jugando a las cartas o contándose historias. Y si le veían a uno, no lo contaban. Si por ellos era, podían tranquilamente vaciar el palacio y todo el tinglado imperial. Las barcas esperaban negras en el agua. El barquero y su mujer ayudaban a esconder las cosas. Todo iba sobre ruedas. Allí están, delante de la farmacia de palacio, al borde del Spree, fumando sus pipas y contemplando las silenciosas barcazas. En una embarcación vecina sigue ladrando un perrillo que no acaba de calmarse, es el único que se altera con toda la historia. El barquero y su mujer ya vuelven a dormir en su cobertizo. Gerstel, de Kiel, antiguo fogonero de la Marina, el ceño fruncido, a comienzos de la treintena, se rasca la barba y dice, preocupado: –Lidinski, siempre seremos unos piojosos. Nos merecemos una tunda. –Más. –Quizá la cárcel. Porque nos comportamos como ladrones y robamos. –Así es, Gerstel. Lidinski, berlinés, es más joven y una cabeza más alto que Gerstel. Su largo y flaco cuello asoma de una ancha guerrera de soldado. En un tiempo fue artillero, pero ahora los cañones los...



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