E-Book, Spanisch, 1180 Seiten
Dickens Nicholas Nickleby
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-17834-48-7
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 1180 Seiten
ISBN: 978-84-17834-48-7
Verlag: NOCTURNA
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Puede que la vida de los Nickleby no sea la más interesante, pero sin duda es apacible... hasta que el padre muere y la familia debe ir a Londres para pedir ayuda a un mezquino pariente. A cambio, este pone una condición: su sobrino trabajará como profesor en una escuela de Yorkshire. El joven e impulsivo Nicholas parte lleno de entusiasmo, pero pronto descubre que allí el director se asemeja más a un carcelero dispuesto a atormentar a sus alumnos y que a él, para su desgracia, se le da muy mal acatar órdenes que desprecia.
Actores teatrales de carácter dramático, viejos usureros, amigos (o no) que se retan a duelos, damas acorraladas por pretendientes excéntricos, caballeros perseguidos por señoritas de viva imaginación y una serie de conspiraciones se entretejen en una incisiva sátira que no sólo cosechó un éxito incuestionable nada más publicarse, sino que consiguió frenar los malos tratos de las escuelas de Yorkshire y, en la actualidad, sigue fascinando a los lectores por su retrato irónico de lo que sucede cuando se valora más el afán de lucro que el de ayudar al prójimo. Escrita justo después de Oliver Twist, Nicholas Nickleby es una obra magistral que ahora se presenta en español con una nueva traducción íntegra y las ilustraciones originales de Phiz.
Charles Dickens nació en Portsmouth en 1812. Tras una dura infancia marcada por la pobreza, lo que a los doce años le llevó a trabajar en una fábrica de betún para zapatos, en 1827 comenzó a ejercer de pasante en un bufete de abogados. Siete años después, el Morning Chronicle lo contrató como periodista político. Estas dos experiencias le servirían para, en 1836, publicar sus dos primeros libros: Esbozos, una recopilación de artículos, y la novela Los papeles póstumos del club Pickwick. Algunas de sus obras son Oliver Twist (1837-1839), Nicholas Nickleby (1838-1839; Nocturna, 2016), La tienda de antigüedades (1840-1841; Nocturna, 2017), Notas de América (1842) -donde defendía la abolición de la esclavitud-, Cuento de Navidad (1843; Nocturna, 2017), David Copperfield (1849-1850), Historia de dos ciudades (1859) y Grandes esperanzas (1860-1861). Murió en 1870 y en su funeral se distribuyó un epitafio impreso que rezaba: «Fue un simpatizante del pobre, del miserable y del oprimido, y con su muerte el mundo ha perdido a uno de los mejores escritores ingleses».
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PRÓLOGO (1848) Este relato se inició a los pocos meses de la publicación de Los papeles póstumos del club Pickwick. Entonces había muchas escuelas depreciadas en Yorkshire. Hoy quedan pocas5. Estas escuelas representaban el espantoso abandono en que se hallaba la Educación en Inglaterra y la desatención del Estado en la formación de ciudadanos buenos o malos, desgraciados o felices. Cualquiera que mostrara incapacidad para desempeñarse seriamente en la vida podía, sin necesidad de examen ni cualificación, abrir una escuela en cualquier parte. Si para desempeñar sus funciones se exigía preparación al médico que ayudaba a traer un bebé al mundo —aunque a veces contribuía más bien a mandarlo fuera de él—, así como se exigía cualificación al farmacéutico, al abogado, al carnicero, al panadero, al candelero, en fin, a cualquier profesión y oficio, los maestros de escuela eran la excepción; y aunque en general estos impostores y tontos de capirote se aprovechaban del lamentable estado de las cosas, los maestros de Yorkshire eran los más viles y podridos de la escala. Individuos que comerciaban con la avaricia, la indiferencia o la imbecilidad de los padres y el desvalimiento de los niños; individuos ignorantes, miserables, avaros y brutales, a los que nadie habría confiado el cuidado de un caballo o un perro, formaban el digno pilar de una estructura que, por un altivo y petulante laissez-aller6, pocas veces se ha superado en el mundo. A veces se habla de una querella judicial por daños y perjuicios contra un médico no cualificado que deformó un miembro roto en lugar de curarlo, pero ¡cuántas mentes no han quedado deformadas de por vida por gente trapacera que pretendía formarlas! Hablo de los maestros de Yorkshire en pasado. Si bien no han desaparecido del todo, es indudable que han disminuido. Aunque queda todavía mucha tarea por hacer en la Educación, no es menos obvio que se han realizado sensibles mejoras y provisto de nuevas y más adecuadas instalaciones. Ahora no recuerdo cómo llegué a oír sobre las escuelas de Yorkshire siendo aún un niño, sentado en un rincón del castillo de Rochester, con la cabeza llena de personajes novelescos como Partridge, Strap, Tom Pipes y Sancho Panza; pero sé que las primeras impresiones me llegaron entonces y guardan relación, de una u otra manera, con un chico que volvió a su casa con un absceso inflamado que su guía, filósofo y amigo de Yorkshire le había provocado con un cortaplumas manchado de tinta. Aquella impresión no me ha abandonado. Siempre sentí curiosidad por esas escuelas de Yorkshire —más adelante las oí mencionar con frecuencia— y, al disponer de un auditorio, decidí escribir sobre ellas. Con ese propósito, antes de iniciar este libro, viajé a Yorkshire en un frío invierno que describo de la manera más fiel posible. Quería ver a uno o dos maestros, pero me advirtieron que esos caballeros, dada su modestia, no deseaban recibir al autor de Los papeles póstumos del club Pickwick. Así que consulté con un amigo que tenía un conocido en Yorkshire y concerté con él un fraude piadoso. Me dio cartas de presentación a nombre, me parece, de mi compañero de viaje, que se referían a un niño inventado dejado allí por una madre viuda que no sabía qué hacer con él. La pobre dama había decidido, para mover a compasión a sus parientes, mandarlo a una escuela de Yorkshire. Yo era el amigo de la pobre dama que viajaba por esas comarcas, y si el destinatario de la carta podía informarme de una escuela, el firmante le quedaría muy agradecido. Fui a varios lugares de aquella zona donde sabía que abundaban esas escuelas y no tuve oportunidad de enviar una carta hasta llegar a cierta población que no voy a nombrar. El destinatario no estaba en casa, pero, a pesar de la nieve, se reunió luego conmigo en la posada donde me alojaba. Fue después de la cena, y no hubo necesidad de persuadirlo para que se sentara a la lumbre en un rincón acogedor y compartiera el vino de la mesa. Me temo que ya ha muerto. Era un hombre jovial, de cara redonda y rubicunda, con quien trabé una rápida amistad. Hablamos de muchos temas, salvo de la escuela, asunto que él trataba de evitar por todos los medios. «¿Hay cerca una escuela grande?», le pregunté refiriéndome a la carta. «Ah, sí —me dijo con su fuerte acento de Yorkshire—, hay una muy grande». «¿Es una buena escuela?», pregunté de nuevo. «Ah, sí —contestó—, igual que las demás; depende de la opinión de cada cual», y miró silbando la lumbre y los objetos de la estancia. Volvimos a un tema que ya habíamos abordado y recuperó el tono de la conversación. Yo intentaba aludir a la escuela, aprovechando los momentos en que se mostraba más alegre y no se sentía incómodo. Por fin, transcurridas dos horas muy gratas, cogió su sombrero, se inclinó sobre la mesa y, mirándome fijamente, dijo en tono confidencial: «Bien, caballero, hemos pasado un rato muy agradable, pero voy a decirle una cosa: no deje que esa viuda mande a su pequeño con ninguno de nuestros maestros mientras en Londres haya una casa donde pueda meterlo o una zanja donde dormir. No me gusta hablar mal de mis paisanos, y por eso le hablo en voz baja, pero explotaría si me fuera a dormir sin decirle, por el bien de la viuda, que mantenga al chico lejos de esos granujas mientras en Londres haya una casa donde pueda meterlo o una zanja donde dormir». Repitió estas palabras con tanto entusiasmo y solemnidad que su cara alegre se agrandó el doble, me estrechó la mano y se fue. No volví a verlo, pero he intentado reflejarlo en el campechano John Browdie. Respecto a esta clase de personas, me permito citar unas palabras del prólogo original de este libro: Mientras escribía esta obra, al autor le divirtió no poco —y le produjo satisfacción— enterarse, tanto a través de amigos como por las disparatadas afirmaciones aparecidas en distintos periódicos de provincias, de que más de un maestro de escuela de Yorkshire pretendía ser el modelo en que se basa el señor Squeers. El autor tiene sobradas razones para creer que uno de estos dignos maestros ha consultado con expertos en Derecho Procesal a fin de saber si hay base suficiente para denunciarme por vía legal; otro quería hacer un viaje a Londres con el expreso propósito de agredir físicamente al difamador; y un tercero recuerda haber recibido hace un año la visita de dos caballeros, uno de ellos distrayéndole con su conversación mientras el otro le hacía un retrato. Aunque el señor Squeers tiene sólo un ojo y él tiene dos, y el esbozo publicado no se le parece en nada (sea quien pueda ser), tanto él como sus amigos y vecinos afirman saber a ciencia cierta quién es porque… el personaje se le parece una barbaridad. No obstante, si bien el autor no puede por menos de agradecer el gran cumplido que así se le hace, se aventura a sugerir que estas pretensiones obedecen a que el señor Squeers representa una clase y no un individuo. Allí donde la impostura, la ignorancia y la codicia sin límite son las prerrogativas de un pequeño grupo de individuos, si se describe un personaje con esas características, sus compañeros se sentirán concernidos y cada uno sospechará que el retrato le pertenece. Sobre esta descripción, como sobre las demás, pueden darse excepciones y, aunque el autor no vio ni oyó hablar de ninguna en su estancia en Yorkshire antes de redactar estas aventuras —ni antes ni después—, le complace más dar por sentada su existencia que ponerla en tela de juicio. Ha meditado mucho sobre este asunto. El objetivo de llamar la atención pública sobre dicho sistema no se cumpliría con propiedad si no declarase, enfática y seriamente, en primer lugar, que el señor Squeers y su escuela son pálidos y débiles retratos de la realidad, suavizada para que no parezca imposible; en segundo lugar, que hay constancia de procesos judiciales en los que se instó a compensar, a modo de pobre resarcimiento, los daños, sevicias y deformidades infligidos a niños por esos maestros, con detalles tan ultrajantes y repugnantes de abandono, crueldad y enfermedad que ningún escritor de ficción osaría imaginar; y, por último, que, desde que el autor acometió la redacción de estas aventuras, ha recibido de círculos privados —de los que no cabe suspicacia ni desconfianza— numerosos relatos de atrocidades cometidas a niños desatendidos o repudiados, de cuya perpetración estas escuelas han sido el principal instrumento, excediendo cuanto se pueda leer en estas páginas. Esto es cuanto tengo que decir sobre el tema, salvo que, si se hubiera presentado la ocasión, habría reimpreso algunos detalles de pleitos judiciales extraídos de viejos periódicos. Otro fragmento del mismo prólogo puede servir para presentar un hecho que sin duda a mis lectores les resultará curioso: Pasando a un tema más grato, es obligado decir que hay dos personajes en este libro sacados de la vida real. Es curioso que lo que llamamos el mundo, por lo general tan cándido con lo que cree verdadero, se muestre tan incrédulo con lo que cree imaginario; mientras en la vida real no se acepta de un hombre ningún defecto y de otro ninguna virtud, rara vez se admite, en una narración ficticia, un personaje fuertemente marcado, bueno o malo, dentro de los límites de la probabilidad. Por esta razón aparecen aquí esbozados de manera leve e imperfecta. A quienes se interesen por este relato les alegrará saber que los hermanos Cheeryble son personajes bien reales; su liberalidad,...