Díez de Palma | El festín de la muerte | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 294, 400 Seiten

Reihe: Gran Angular

Díez de Palma El festín de la muerte


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-675-5586-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 294, 400 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-675-5586-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Da igual de dónde seas o a qué te dediques. Da igual que estés en Polonia, en Alemania o en Rusia; que seas un niño o un adulto, una promesa del fútbol o un soldado enrolado a la fuerza. Ni las balas ni las bombas hacen distinciones y, quien dispara, a veces también es una víctima. Esta es la historia de esas personas anónimas que, en la Europa de 1939, fueron arrastradas al festín de la muerte.

Jesús Díez de Palma (Madrid, 1962) estudió Historia del Arte. Ha sido profesor durante algunos años y en la actualidad trabaja como educador ambiental en el parque del Retiro de Madrid.  Ha publicado dos novelas juveniles: El maletín del arqueólogo y La casa del indiano. Es, además, autor de dos libros de divulgación sobre la ciudad donde nació y en la que siempre ha vivido: Bares, tascas y tabernas de Madrid y Descubriendo el Retiro.  Su relación con la Segunda Guerra Mundial viene de antiguo, de cuando era adolescente y se aficionó a las maquetas, lo que le llevó a leer libros y a ver películas relacionadas con el tema. Aunque el verdadero tema de su novela El festín de la muerte, premio Gran Angular 2012, no es la Segunda Guerra Mundial. Es el hecho mismo de la guerra que, según el propio autor reconoce, es la manifestación humana que más le aterra.
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Por razones de latitud y longitud, el sol no aparecía en el mismo momento sobre toda Europa, pero sí era el mismo astro el que alumbraba todo el continente. Una estrella brillante y luminosa que venía alumbrando al planeta durante miles de millones de años y que era indiferente al devenir de los diminutos seres que parecían señorear la Tierra.

Bajo la luz de aquella estrella se había desarrollado una civilización milenaria que se tenía en aquel tiempo por la más culta y avanzada del orbe, y que, a su pesar, estaba a punto de demostrar ser la más incivilizada y salvaje de cuantas habían madurado bajo el sol.

La noche apenas duraba cuatro horas en el verano boreal, sobre las márgenes del río Volchov. Por eso Pavel se acostaba con sol y se despertaba también bajo un cielo luminoso. En esos días, una vivificante satisfacción acompañaba siempre a sus despertares. El aroma de la leche hervida en el fogón se colaba por las rendijas de la puerta y, al mezclarse con las fragancias de la madera de las paredes y las sábanas limpias, conformaba el olor del hogar.

Las voces de sus padres le llegaron en un susurro desde el otro lado de la puerta. Pavel se levantó de un salto. Sabía que si se daba prisa los sorprendería abrazados.

Apenas hubo desayunado, Pavel salió al campo. La hierba fresca acariciaba sus pies desnudos, mientras caminaba empuñando el tirachinas que le había fabricado su padre.

De pronto, un mirlo llamó su atención. Posado sobre el suelo, se movía a saltitos entre unas matas de frambuesa, mientras giraba su vivaracha cabeza en todas direcciones. Un blanco móvil resultaba una tentación insalvable. El chico apuntó su arma, tensó la goma y guiñó el ojo izquierdo. En el preciso instante en que sus dedos dejaron de ejercer presión sobre la goma y la china salía despedida hacia su víctima, Pavel sintió en el pecho una fría punzada de lástima y remordimiento. La piedra golpeó varias hojas y se estrelló finalmente contra el suelo. El mirlo salió volando y una sincera sonrisa iluminó el rostro del frustrado cazador.

Sería más o menos la misma hora cuando, mucho más al sur, en Kiev, Anastasia oía a través de la ventana abierta a los otros niños jugando en la calle, mientras ella sacrificaba su tiempo en las aburridas clases de alemán que le impartía la anciana señora Rudenka. ¿Por qué tenía ella que pasarse las mañanas del verano estudiando? ¿Para qué tenía que aprender alemán ella?

–Todo lo que puedas aprender te hará bien –le decía su padre–. Si tuviéramos un vecino chino o árabe, aprenderías también sus idiomas.

Ya podían haber sido árabes los tatarabuelos de la señora Rudienka. Así le contaría historias de lámparas maravillosas y alfombras voladoras, y no los aburridos cuentos de los hermanos Grimm, que en poco o en nada se diferenciaban de los ucranianos y rusos que ya había oído en su niñez. Con doce años no estaba para duendes ni hadas, y menos aún para la conjugación del verbo sein.

Ich bin, du bist, er ist...

Mientras Anastasia recitaba el verbo, pensaba que nunca hablaría ese idioma, que nunca en su vida necesitaría hablar con un alemán.

Más de diez grados al oeste, en un céntrico edificio de viviendas de Cracovia, Jaroslaw cerró la puerta de su casa de un portazo y descendió las escaleras saltando los escalones de dos en dos.

Con riesgo de ser atropellado por un tranvía, cruzó la calle corriendo, y no se detuvo hasta llegar ante la tienda de la señora Kalinowska, donde permaneció un instante tratando de recuperar el aliento. Luego empujó la puerta de cristal y saludó cordialmente.

–Buenos días, señora Kalinowska, Hanna...

Ambas estaban ocupadas con clientes, por lo que tuvo que aguardar unos minutos. La primera en quedarse libre fue la señora Kalinowska, la madre de Hanna.

–Buenos días, Jaroslaw. Supongo que no vienes a visitarme a mí.

Jaroslaw insinuó una sonrisa mientras buscaba las palabras acertadas, pero no le hicieron falta.

–Hanna –dijo la señora Kalinowska–, acompaña a Jaroslaw a la panadería y no olvidéis tomaros un helado.

Hanna abandonó el mostrador y recogió su bolso. Con el rostro resplandeciente se acercó a Jaroslaw, quien la esperaba con la puerta abierta.

Ya en la calle, cuando hubieron dejado atrás el escaparate, se besaron y echaron a andar hacia la panadería. Hanna percibió el nerviosismo de su novio.

–¿Qué te pasa?

Jaroslaw no pudo esperar más y le tendió a Hanna la carta que guardaba en el bolsillo.

–El uno de septiembre tienes una entrevista en Varsovia con el señor Vercovitz, de Vercovitz e Hijos.

Hanna se quedó boquiabierta, sin palabras.

–Espero que me permitas acompañarte en el viaje –dijo Jaroslaw–, y espero también que no me olvides cuando tus diseños sean famosos.

Cuando el sol llegó a su cénit sobre el centro de Europa, Hans y Minna Müller disfrutaban de una cerveza bien fría y de las cálidas caricias del sol en la terraza de su hotel, en un pintoresco pueblecito de los Alpes bávaros.

Hacían planes. Planes concretos para los próximos días, los que les quedaban de luna de miel, y planes a largo plazo, para un futuro no muy lejano. Tendrían niños. Minna se conformaba con una pareja.

–Once por lo menos –bromeaba Hans–, es lo mínimo para formar un equipo de fútbol.

Su conversación quedó interrumpida cuando una escuadra de las Juventudes Hitlerianas hizo su entrada en la placita en que se hallaba la terraza. Una fila de muchachos uniformados y cargados con mochilas atravesó la plaza, cantando una canción que hablaba de banderas y muerte.

Un grupo de hombres que bebían en una mesa contigua a la de los recién casados se pusieron en pie y extendieron los brazos para gritar:

–Heil Hitler!

Inmediatamente, toda la gente que había en la plaza, incluso los que se asomaban a las ventanas, gritaron el saludo oficial de la nueva Alemania. Hans y Minna también lo hicieron, no porque se sintieran obligados, sino porque esa era la costumbre que habían aprendido, mientras crecían, en los últimos seis años. Con los brazos en alto, contemplaban el paso de la joven escuadra, escuchaban sus voces sin atender al significado de la desafortunada letra y sonreían satisfechos por una juventud que parecía alegre y virtuosa, como parecía lógico en una Alemania que se hacía día a día más fuerte y les proporcionaba a todos trabajo, seguridad y protección.

Heinrich Burkhard, el joven líder que encabezaba el desfile, devolvió el saludo gritando a pleno pulmón «Sieg heil!», mientras percibía un prolongado escalofrío de euforia y orgullo y concebía el ferviente deseo de que Alemania descargase muy pronto toda esa fuerza sobre el resto de Europa.

Mucho más al oeste, en una playa de Normandía, la señora Legrand sostenía en sus manos la última carta de su esposo. La brisa marina movía las hojas como si tratara de arrebatárselas. No lo iba a permitir. Las extendió con cuidado sobre sus piernas y volvió a leer el último verso del poema que le había enviado: «en paz junto a ti». Lo repitió quedamente y guardó las hojas en su sobre y el sobre en el bolso. Luego miró a sus hijos, que, un tanto apartados, construían un castillo de arena.

–Mañana llega papá –les gritó.

–¡Bien, bien! –vociferaron ellos a su vez–. ¡Papá, papá!

Como si no pudieran contener la alegría, Jean Pierre y Jacques corrieron por la arena y hasta se mojaron los pies en las frías aguas del mar, salpicándose entre risas y gritos. Regresaron enseguida hasta su castillo para enzarzarse en una incongruente discusión.

–Mamá –dijo Jean Pierre, el mayor–. ¿A que papá no viene en barco?

–Claro que no –respondió ella–. Vendrá en tren y luego en autocar, como lo hicimos nosotros.

–¿Lo ves? –le dijo Jean Pierre a su hermano–. ¿Cómo va a venir en barco, si no hay mar en Beauvais?

–¿Y qué? –respondió Jacques–. Pero aquí sí.

Jean Pierre, desde sus nueve años, pensó que a los cuatro no hacía razonamientos tan estúpidos como Jacques.

No había mejor lugar para pasar una tarde lluviosa de vacaciones que el cine, especialmente lejos de Londres. Así lo pensaban los tres hermanos Clement-Moore. Ni la apacible campiña de Lincolnshire ni el cercano pueblo ofrecían muchas distracciones, aunque sí una clara ventaja sobre la capital a la hora de elegir la película. El hecho de que solo hubiera una sala en la localidad, evitaba discusiones. Aquella tarde se proyectaba La fiera de mi niña, una comedia de Howard Hawks interpretada por Katharine Hepburn y Cary Grant.

A la salida del cine, los tres hermanos se encontraron con un grupo de amigos. Jóvenes de la edad de Edna y Neville, de diecinueve y dieciocho años respectivamente....



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