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Dekobra | La Madona de los coches cama | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 182, 304 Seiten

Reihe: Impedimenta

Dekobra La Madona de los coches cama


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17115-94-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 182, 304 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-17115-94-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Lady Diana Wynham es una de las figuras más glamurosas de la nobleza inglesa, acostumbrada a escandalizar a la sociedad británica con sus romances indiscretos y sus escapadas a través del continente, siempre acompañada de su fiel valet, Gérard Séliman, un perfecto caballero que, técnicamente, sigue siendo un príncipe. Sin embargo, tras años de derroche constante, lo único que la puede salvar de la ruina es un campo de pozos petrolíferos que le legó su difunto esposo, el embajador de Reino Unido en San Petersburgo; un campo que ahora ha sido tomado por los bolcheviques. Lady Diana urdirá un plan que llevará al príncipe Séliman a embarcarse en una peligrosa aventura a través de Europa, repleta de espías soviéticos, noches de amor apasionado, un viaje a bordo del mítico Orient Express y grandes dificultades para almorzar con un mínimo de decencia. Una de las primeras novelas de espías del siglo XX, fruto de la inolvidable pluma de Maurice Dekobra. Una trepidante historia de los locos años veinte que poco después de publicarse se convirtió en uno de los mayores best sellers de todos los tiempos.

Maurice Dekobra nació en París en 1885. Reportero, escritor, bon vivant, Don Juan mundano, cantor de 'la edad del cóctel', un Morand en versión pop, sería uno de los primeros occidentales en visitar Nepal. Fue compañero de fatigas londinenses de Chaplin, cazador de tigres en tierras de maharajás, amante de Rita Hayworth y asiduo de las compañías transatlánticas en tiempos en que la jet set se llamaba smart jet. Su novela La Madona de los coches cama (1925) lo catapultó a la fama: fue traducida a más de veinte idiomas y vendió millones de ejemplares por todo el mundo. Su popularidad fue tal que el New York Times llegó a denominarlo 'el escritor francés vivo (y muerto) más vendido'. Murió en 1973 en París, de un ataque al corazón.

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II
Nacido Gérard Dextrier y ascendido a príncipe Séliman por el amor de una hermosa yanqui, actualmente soy el secretario de una paresa británica, no por interés de ningún tipo, sino por falta de ocupación. Mi matrimonio con Griselda Turner, mi dramática aventura con su hijastra y la negativa de mi esposa a perdonarme una infidelidad no consumada provocaron que mi equilibrio moral se tambaleara. Partí de Nueva York con el corazón herido, el alma maltrecha, un pergamino en el bolsillo que me autorizaba legalmente a portar una corona cerrada y cinco mil dólares que constituían toda mi fortuna personal. Con cinco mil dólares se puede ganar un millón al bacarrá, ponerle un piso a una costurera o comprar retortas para la Facultad de Ciencias. Pero me encontraba tan fatigado que ni siquiera me sentía capaz de derrochar mi haber con elegancia. El recuerdo de Griselda me obsesionaba. Me sentía feliz de haber escapado de una mujer tan cruel y, al mismo tiempo, triste porque no volvería a probar el sabor de sus besos. Llegué a Londres hacia mediados de octubre. Era un otoño seco y los árboles de las plazas doraban sus últimas hojas al fuego apagado de un sol sin brillo. Solitario y ocioso, deambulaba por los senderos de Kensington Gardens, paseando una mirada átona sobre la alfombra de césped amarillento aderezado aquí y allá por la presencia de un par de plácidas ovejas de pelaje rizado. A veces me detenía a escuchar a los mesías de Hyde Park, que, encaramados a una caja del revés, ejercían su apostolado, o bien me olvidaba de las fealdades del mundo en el esplendor policromo de los crisantemos de Kew Gardens. La atmósfera londinense es lenitiva. Aletarga las neurastenias benignas e incita a la bebida o a la teosofía. Pero los rosacruces no tienen para mí más atractivo que los whiskies de sir John Dewar. Viví dos meses totalmente perdido,yendo y viniendo a merced de la niebla, como una boya sin su peso muerto. Una necesidad irresistible de pasear me empujaba a arrastrar mis pasos irresolutos desde Whitechapel hasta Shepherd’s Bush. Cuando me aburría de observar el reflejo de mi farniente en los ojos de cristal de las estatuas de cera que inmortalizaban sus acciones heroicas bajo el techo de madame Tussaud, me marchaba a contemplar las apetecibles tiendas de los mercaderes de artículos de viaje que despliegan en el Strand la magia de sus cueros flavos; a menos que me detuviera ante los escaparates de las papelerías de Chancery Lane, consteladas de portaminas prestigiosos, libretas sin rival y vitelas artesanales decoradas con filigranas arcaicas. Huía voluntariamente de los amigos de antaño. Me veía, en mi aislamiento, como un asceta con su cilicio. Vivía en un pequeño apartamento amueblado de Maida Vale, compuesto de salón, dormitorio y cuarto de baño, con servicio incluido. Dos butacas de cuero burdeos flanqueaban la chimenea de nogal lustrado, con morillos rectilíneos y una galería de cobre delante del hogar, que estaba revestido de azulejos verdes. Las paredes, cubiertas de papel pintado liso, lucían grabados que representaban escenas a color de la caza del zorro y una litografía del caballo ganador del Derby de 1851, un purasangre con cabeza de hipocampo que piafaba sobre unas patas esqueléticas. Una mañana, la criada que me traía mi breakfast diario depositó por error un ejemplar del Times entre el tarro de jam y el portatostadas. Rara vez consultaba yo aquel austero deán de Fleet Street. Pero esa mañana me dio por leer en la primera página una curiosa sección titulada «Personal», que reúne pequeños anuncios de carácter especial. Leí el mensaje sibilino de un amante enmascarado que revelaba a Nomeolvides que el martes, a las cuatro, en Sloane Square, iban a producirse acontecimientos decisivos; la llamada de auxilio de una lady arruinada que ofrecía su pequinés a cambio de tres meses en el campo; el anuncio de una recompensa formal a quien devolviera un reloj de pulsera de señora, que se había perdido en el saloncito privado del Peacock. De repente, las siguientes líneas retuvieron mi atención: Wanted private secretary for member of British Peerage. Must be handsome, refined, highly educated, well acquainted with International Smart Set and talk perfectly English, French and German. Foreigner not excluded. Send full particulars, testimonial, photo, etc. to Box 720 c/o Times, London.[4] Sonreí maquinalmente mientras calafateaba con mantequilla las porosidades de mi tostada y me pregunté si no sería el destino el que me estaba enviando una nueva posición social a través de aquella gaceta secular. No volví a pensar en ello durante el día, pero a la mañana siguiente me acordé otra vez del anuncio al toparme con el mismo periódico junto al tintero. Estuve dudando unos instantes, hasta que, en un arrebato, arranqué una de las últimas hojas que me quedaban del papel blasonado con el escudo de los Séliman y escribí al apartado de correos 720. Para la mayor de mis sorpresas, tres días después se presentaba en mi puerta un messenger boy portando un gran sobre de color malva cubierto de una letra fina e inclinada. El breve mensaje que contenía había sido concebido de la siguiente manera: 114 Berkeley Square – W. Querido príncipe Séliman: Si sois tan amable de venir a verme esta tarde a las tres, os recibiré con mucho gusto. Sinceramente vuestra, DIANA WYNHAM P. D.: Traed vuestro certificado de antecedentes penales y de reacción de Wasserman. Aquel nombre tan familiar para los cronistas mundanos no me era desconocido. No me desagradó en absoluto enterarme de que el apartado de correos 720 correspondía a una mujer tan bella y entrever el giro que mi vida estaba a punto de tomar. A las tres me hallaba atravesando el pórtico del número 114 de Berkeley Square, un pórtico de columnas dóricas que protegía de la intemperie a los visitantes, y un lacayo someramente vestido —levita negra sobre pantalón gris acero— me condujo hasta un recibidor cubierto de pieles de animales y exorbitantes floraciones de phoenix y latanias. De unos maceteros de cerámica azul turquesa emergían dos palmitos balanceando sus verdes manos por encima de la rampa de la escalera de pórfido. Cuatro reproducciones de diosas griegas disimulaban apenas su milenaria ausencia de pudor desde el fondo de sus hornacinas de mármol rosa y gris. Esperé unos minutos en un gabinete que olía a una mezcla de sándalo y tabaco turco, hasta que apareció lady Diana Wynham. Su cabellera rubia contrastaba con el caftán púrpura y oro que vestía, bajo el cual se adivinaba un sencillo linón sobre la piel. La pesada túnica comprimía sus senos menudos, a punto de escaparse de su prisión entreabierta. Llevaba los brazos al aire y los pies calzados con babuchas marroquíes. Ningún maquillaje estropeaba su espléndida tez. Me tendió una mano fina, vigorosa, al extremo de una muñeca ceñida por una esclava de platino con un gran brillante cuadrado incrustado. Me disponía a soltar la sarta de educadas banalidades con las que un candidato se presenta siempre a su futuro patrón cuando lady Diana cortó por lo sano. —Así que se ha fastidiado la cosa con Griselda… —Mi estupefacción pareció divertirla, y prosiguió al mismo tiempo que me indicaba que tomara asiento—: Por favor, mi querido príncipe, ¡no creeríais que la gentry londinense iba a ignorar vuestras aventuras neoyorquinas! En los salones, todo el mundo siguió con mucha atención vuestra fuga a Palm Beach. Hubo incluso apuestas, tres contra uno, a que el divorcio de la princesa sería inmediato… ¿De veras que no lo sabíais? El mundo es un pañuelo, querido. Y os aseguro que estoy encantada de que mi anuncio me haya traído por azar al sayón sentimental de la hermosa señora Griselda Turner. —Mi interlocutora me tendió una pequeña pitillera de cuero escarlata, repleta de cigarrillos dispuestos de cualquier forma, y retomó la palabra—: Entonces, ¿todo se ha acabado? —Sí y no, lady Diana. Soy como un rey Lear vagando lejos del reino del que la princesa me ha exiliado. —¿Se está tramitando el divorcio? —De ninguna manera. He de confesaros que todavía amo a Griselda, pero ninguna de mis cartas ha recibido respuesta. De manera que, como cualquier otro esposo resignado de una mujer inflexible, vivo el día a día, contemplando cómo se suceden los acontecimientos. Vuestro anuncio me tentó, lady Wynham. Os escribí no tanto por necesidad económica, sino por burlar mi ociosidad, y espero que os dignéis a precisarme las obligaciones que serán las mías si aceptáis mis servicios desinteresados. —Habláis muy bien, mi querido príncipe. Por cierto, ¡hay que ver lo charlatanes que son los franceses! ¡Ni que hubieran inventado la saliva! ¿Lo que espero de mi secretario? Todo y nada. Mi anuncio no es ninguna manera soterrada de procurarme un amante, porque, creedlo bien, no tengo ninguna necesidad del Times para que me estremezcan en el plano astral… Soy viuda. Sabéis sin duda que mi marido, lord Wynham, murió por haber comido y bebido demasiado, como Wenceslao. Un final prosaico pero rápido. Me dejó esta casa, tres automóviles, un yate pudriéndose en el Solent, una hermosa colección de fotografías eróticas y la biblia de Ana Bolena, la querida del rey Enrique VIII; un palco en Covent Garden, un hijo natural que es caddie en un club de golf de Brighton y una...



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