E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: Literatura universal
Defoe Robinson Crusoe
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-7254-670-7
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: Literatura universal
ISBN: 978-84-7254-670-7
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Obra maestra de la novela moderna de aventuras. Inspirado en hechos reales, Daniel Defoe cuenta como un marinero inglés, Robinson Crusoe de York, es el único superviviente de un naufragio. Abandonado en una isla desierta, hace lo posible por mantenerse con vida hasta lograr escapar o ser rescatado. Solo su ingenio podrá salvarlo de los peligros y de las aventuras que le esperan. El volumen lleva la magnífica introducción de Fernando Diaz-Plaja.
Daniel Foe, más conocido por su seudónimo Daniel Defoe (Londres, 1660- 1731) fue un escritor, periodista y panfletista inglés, mundialmente conocido por su novela Robinson Crusoe. Defoe es importante por ser uno de los primeros cultivadores de la novela, género literario que se popularizó en Inglaterra y también recibió el título de padre de todos los novelistas ingleses.? A Defoe se le considera también pionero de la prensa económica.
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Introducción al autor y la obra
por Fernando Diaz-Plaja
I. LA ISLA He tenido la suerte de conocer en mi vida las islas más bellas del mundo. Madeira con su verdor, dulce verdor; las del Caribe con acento francés en Haití, Martinica y Guadalupe; con acento español en Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico; con acento inglés en Trinidad, Jamaica, Bermudas, Bahamas; holandés en Curaçao y todas con el lenguaje del círculo azul traslúcido de la laguna, la rubia arena y el moño verde central. Igual se presentan las del Pacífico con la dulzura de Oahu en Hawaii, o las de Fiji con su recuerdo de comedores de hombres ... o la más dramática de todas, cuyos habitantes tienen tres mil caballos y apenas barcas, poblada también por unos seres gigantescos que os miran desde su altura. Me refiero, claro está, a la isla de Pascua. Y el rosario incomparable de las islas griegas donde la pared blanca refleja olas que cantó Homero; o Capri, cargada de un pasado sensual desde Tiberio a la Dolce vita. (A menudo la isla separada de un continente por el mar quiere separarse también políticamente; romper los lazos con quienes imagina que la tratan duramente o mejor que no la tratan, que la desprecian por salvaje, por diferente. Es el destino de Córcega respecto a Francia o de Cerdeña con Italia). Es curioso, pero las islas están llenas de otras islas internas. Parece que la separación del resto del mundo, esa sensación de estar fuera, aparte, valga también para el carácter del individuo que vive en ella. El aislamiento, en lugar de empujar a los habitantes a una sociedad más homogénea (todos en una piña contra el exterior hostil), les obliga por el contrario a separarse en pequeñas fracciones, como si necesitaran afirmar una personalidad que la naturaleza ha querido hacer común. Me asombró hace muchos años, en Cerdeña, la infinita variedad de costumbres que en un lugar tan reducido existía, hasta el punto de permitir mantener durante siglos una lengua catalana en Alghero sin que la obligada cercanía del dialecto sardo y la lejanía al otro lado del mar de los países catalanes hayan conseguido desterrar su forma de expresarse. Igual variedad de folklore puede encontrarse en una isla mucho más pequeña, llamada Mallorca, cuyos lugareños se mantienen tan impertérritos ante las modas locales del vecino como ante las del turista que lleva arribando a sus costas desde decenas de años. Tengo por las islas, por todas las islas, un sentimiento ambivalente. Las adoro por lo que me deparan de una belleza limitada, es decir, que puedo llegar visualmente a sus límites para apreciarlas mejor, tenerlas en la mano; me refiero a las hechas a la medida del hombre, claro, no a Java por ejemplo o a esa gigante que se llama Australia. Y, por el otro lado, no me gusta la dificultad que presenta el salir de ellas. «Todo hombre es una isla» dice el pensamiento antiguo. Una isla está rodeada de mar, es decir, de peligro; puede ser la tempestad, el pez asesino o simplemente su tremenda y prohibitiva extensión. Una isla es un confín de donde en principio no se puede salir si no es con ayuda de un sistema de locomoción. No bastan, como en el más lejano lugar de la Tierra, unas piernas bien dispuestas y unas provisiones que permitan echarse al camino. De la isla solo se sale con ayuda de una embarcación que vaya sobre las olas o que vuele por el aire. Y ello perturba mi goce isleño. El más bello paraíso del mundo (paradisíaco es una palabra que se emplea mucho para las islas) deja de serlo cuando no se le puede abandonar. No hay felicidad en el universo que te obligue a contemplarla para siempre. Por atractiva que sea la selva o la mansión, la sensación de que estás uncido a ella, atado a ella, casado con ella, impide que gustes de su entorno. Y esto es lo que a mí me produce el rechazo de las islas: la ineluctabilidad de su estancia. El hecho de que tenga que depender de factores externos, como la voluntad de una compañía aérea o marítima, para marcharme. Esa imposibilidad intrínseca, esa fijación obligada, es la que ha inspirado el tremendo número de narraciones que sobre las islas se han realizado a lo largo de la historia de la literatura. El escritor se sentía atraído por el tema al verse ayudado por una situación propicia. Los personajes estaban fijos en un escenario del que no podían huir, con lo que las aventuras resultaban ineludibles.. Ese aislamiento obliga al enfrentamiento constante de un individuo con quienes no puede rehuir, haciendo subir forzosamente la temperatura del interés. (Yo también me apunté al grueso del pelotón de los atraídos por esas posibilidades. En uno de mis Cuentos crueles describo cómo un europeo, testigo dolido de dos guerras mundiales, huye con su familia a una isla perdida en el Pacífico dispuesto a escapar así, en el anonimato de la distancia, a lo que estaba seguro sería la tercera y definitiva conflagración. Y conseguía su propósito de quedarse al margen de una sociedad que le daba por ahogado en el mar; vivía de los productos de la selva y se ocultaba con los suyos cuando algún avión de reconocimiento hacía una pasada por encima de la frondosa selva donde había encontrado su albergue. Y tan bien mantuvo su silencio y su escondrijo que el piloto de aquel aparato de reconocimiento pudo asegurar a sus jefes que en aquella isla no había un solo ser humano. Lo que permitió al Estado Mayor, ya con la conciencia tranquila, dar la orden de probar en ella el efecto mortífero de una bomba «H».) Y no hace falta que se trate de una situación dramática; caben también las cómicas. Si por un lado existe una Isla del tesoro con sus feroces piratas, pueden encontrarse también en ese ambiente obras como La pequeña choza de Roussin, donde el problema no está en averiguar quién se llevará el tesoro en joyas, sino cómo se arreglará el eterno triángulo cuando, dadas las extremas circunstancias, el marido hasta entonces ajeno a su mal se entere y tenga que adaptarse a compartir su esposa como comparte el agua y el coco. Y no hablemos ya de la caricatura gráfica que encontró en la isla desierta el ambiente perfecto. Desde que surgió el primer dibujante humorístico se ha repetido la estampa del hombre en su pequeña heredad a la sombra de su pequeña palmera -siempre una, no hay nunca dos- meditando su suerte o enfrentándose con graciosas aventuras. Desde la frase que nos resulta ocurrente precisamente porque es lógica (¿A qué vino usted a esta isla?-pregunta el capitán del barco salvador. -A olvidar.-A olvidar ¿qué? -Ya no me acuerdo.) a los mil diálogos que puede entablar la pareja de náufragos en sus relaciones basadas en el amor-odio que presenta Forges, pasando por el piano que, según Quino, puede caer inesperadamente sobre el náufrago desde un asombroso cielo musical, los humoristas han aprovechado de mil maneras una «atmósfera» que gráficamente tiene todas las posibilidades del mundo. ...Siempre que se trate de una posibilidad lejana, claro. Pocas sugerencias humorísticas se le ocurren a Robinson Crusoe cuando arriba a la isla que se imagina llena de peligros acechándole por todos lados, desde el animal dañino al salvaje antropófago. Sin embargo, esta actitud va cambiando poco a poco a medida que la isla le ofrece posibilidades... incluso increíbles para un lector ligeramente escéptico. No hay una sola fiera en la tierra ni un tiburón en el mar, no le amenazan víboras ni escorpiones; el clima es tórrido, pero la cobertura de los árboles se complementa con unas cuevas de grandes dimensiones donde refugiarse del calor y de la humedad tanto para su comodidad personal como para la conservación de sus provisiones. La tierra es fértil y da fácilmente diferentes cosechas de cereales y aun de frutas, los animales, fáciles de cazar y también de domesticar, le dan pieles con que cubrirse, leche que beber y carne que masticar. Poco a poco su temor se va desvaneciendo y la isla, que se le aparecía al principio como un lugar de terror de donde había de intentar huir lo antes posible, se convierte en un refugio fuera del cual no hay que arriesgarse. Lo desconocido se va haciendo familiar y lo externo, antes ambicionado, se convierte a su vez en peligroso, y así, cuando en una excursión su piragua está a punto de ser arrastrada por la corriente alejándole de la costa, su grito es de angustia; «Ahora recordaba mi desolada isla desierta como el lugar más agradable del mundo y toda la felicidad que ansiaba mi corazón era hallarme de nuevo allí. La isla ha adquirido, pues, en la imaginación de Robinson el carácter de una concha protectora en lugar del erizo espinoso que le pareció al principio. Es cierto que no puede salir de ella, es decir, que no puede gustar los placeres de otros mundos pero tampoco está expuesto a otros daños que esos mismos mundos le pueden proporcionar tales como el naufragio en el mar o el ataque de los hombres salvajes en tierra. Sí; al parecer se trataba de una isla cómoda. Y ¿cómo era de grande? Robinson, que tan cuidadosamente nos cuenta las bajas que causa a los indígenas, las municiones que le quedan o los barriles de ron de su bodega, termina su narración sin decirnos el tamaño de la isla ni siquiera aproximadamente. Pero parece cierto que era lo bastante grande como para seguir permitiéndole la sorpresa del descubrimiento a lo largo de los años que vivió en ella y lo bastante pequeña para poder ser abarcada en su totalidad desde lo alto de una colina, lo que daba una sensación de seguridad-«sé dónde acaba mi mundo»- al inquilino-propietario...