Debray | Elogio de las fronteras | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 112 Seiten

Debray Elogio de las fronteras


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16572-52-6
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 112 Seiten

ISBN: 978-84-16572-52-6
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Régis Debray nos muestra en este incisivo 'elogio' el anverso de 'la aldea global', concepto acuñado por Marshall McLuhan. A través de un ameno recorrido sobre el concepto de frontera en la historia, Debray nos reta a comprender que aquellos muros no han caído, que la idea de frontera no sólo no se ha diluido sino que emerge en nuevas y sofisticadas formas. Y nuestro autor va más allá: su dimensión negativa también puede convivir -he ahí la complejidad- con una concepción que combata la imposición de la uniformidad. La frontera, en última instancia, como canto a la resistencia, a la diferenciación y, en palabras del pensador Aimé Césaire, como vacuna contra la 'disolución en lo universal'. Una obra, en suma, provocativa y lúcida, que no nos dejará indiferentes.

Régis Debray (París, 1940), filósofo formado en la prestigiosa Escuela Normal Superior de París, de la que también fue docente, inició su andadura de la mano del marxismo althusseriano. Conocido por su activa implicación en las luchas antiimperialistas de los años 1960 en América Latina (participó en la Revolución cubana y fue compañero de Ernesto 'Che' Guevara en la campaña de Bolivia), su posición viró tras los acontecimientos del golpe de estado de 1973 en Chile, aproximándose posteriormente al partido socialista francés. Es autor de una amplia y reconocida obra, con importantes ensayos sobre transmisión cultural y mediología.

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I
A contrapelo Una idea tonta encanta a Occidente: la humanidad no va bien, y estaría mejor sin fronteras. Además, nuestro Diccionario de lugares comunes (última edición)1 añade: la democracia nos conduce directamente a ello, a ese mundo sin afuera ni adentro. Sin problemas. Fijaos en Berlín. Había un muro. Ya no lo hay. Prueba de que la Red, los paraísos fiscales, los ciberataques, las nubes volcánicas y el efecto invernadero están a punto de despachar nuestras aduanas —con sus viejitas barreras rojas y blancas— al ecomuseo, junto con el arado, la bourrée2 y el reloj de cuco suizo. De igual forma, todo aquel que, en nuestra pequeña punta de Asia, se encuentra en una situación boyante —reporteros, médicos, futbolistas, banqueros, payasos, entrenadores, abogados financieros y veterinarios— hace ostentación de la etiqueta «sin fronteras». No daríamos un duro por las profesiones y las asociaciones que en su tarjeta de presentación olvidaran poner ese «¡Ábrete, Sésamo!» de las simpatías y las subvenciones. Y mañana habrá «Aduaneros sin fronteras». Si el espejismo fuera vivificante, presto a que nos hirviera la sangre, a que nos arrojáramos a los caminos al alba, con los muslos estremecidos, tendríamos que consentir en ello de buen grado. Entre una inepcia que airea o una verdad que marchita, ¡quién dudaría! Desde hace cien mil años enterramos a nuestros amados muertos confiando en que lleguen rápido al paraíso; es un hecho demostrado que un trampantojo tan alentador no puede rechazarse. Para enfrentarse a la nada, la especie siempre ha elegido el bando correcto, el de la ilusión. Si nos alzamos contra ella es porque, bajo sus apariencias medio scout, medio vivales, medio evangélicas, medio libertarias, nos promete una bocanada de aire fresco pero nos garantiza una ratonera. Dicho esto, no vayáis a creer que he venido a Tokio para hacer la alabanza del plato típico del país, un patrimonio en peligro de extinción. Es un francés, lo confieso, quien está ante vosotros, y mi redil debe a sus debilidades fronterizas un gusto antiguo por los espacios «en blanco» de los viejos atlas —en el Sahara, en Oriente Próximo o en la península de Indochina— e incluso, hasta ayer, a una cierta pericia técnica para trazar las líneas sin consultar a las poblaciones. Esta manía colonizadora pertenece felizmente al pasado. Se sacaba de la chistera un «suelo sagrado de la patria» difícil de santificar, pese a poseer lo que antaño se llamaba en nuestro Hexágono fronteras naturales, aquellas de las que carecía a nuestros ojos el enemigo hereditario, el germano. Un archipiélago como el vuestro os salva de las ansiedades de lo limítrofe: sus entrantes y salientes no llevan las huellas de sus combates, sino las del capricho de sus costas. Aunque seguís teniendo Kuriles3 pendientes o islotes contestados, las grandes islas como Japón o Inglaterra, rodeadas por lo azul, se ven menos amenazadas por el despedazamiento que los países continentales —como Alemania, China, Rusia, Polonia—, circundadas por superficies indefinidas. A esa lista sumadle Francia. Nuestra República no se proclamaría «una e indivisible» si no conservara una difuminada obsesión por las intrusiones y fragmentaciones del pasado. La partición afecta a Irlanda y a Chipre, pero a vosotros la insularidad os da un fondo de homogeneidad. No se trata aquí de hablar de pertenencia o de morriña nacional: el planisferio traza el trazo. Édouard Glissant, el poeta del temblor y de la relación, de origen martiniqués, y caribeño de vocación, tiene por costumbre oponer al pensamiento sistemático que genera el corsé continental «la propensión archipélica4 que sostiene lo diverso del mundo». Ojalá vuestro rosario de islas me ayude a defender la causa desprestigiada de los linderos y de los confines, tal vez exótica para vosotros, pero familiar en Europa… la de los antiguos parapetos. «Somos un país sin fronteras» me dijo uno de vosotros, no sin una pizca de orgullo. Claudel os ha hecho justicia: «Japoneses, érais demasiado felices en vuestro jardincito cerrado…». Eso era antes de que salierais de él, salvajemente, para conquistar Asia, y de que, en cambio, os castigaran, salvajemente, en 1945. Pero aquel Edén reducido a cenizas, supisteis, costosamente, reconstituirlo en espíritu después de Hiroshima. Pedisteis prestado al Extremo Occidente algo con lo que hacer un Extremo Oriente moderno, pero que no fuera wéstern. Ignoro si es una alabanza, pero no se me ocurre alguien más experto en el arte de cribar y clasificar lo indiscriminado que un japonés de hoy en día; tanto es así que no necesitáis alambre de espino, ni cupos o censura para filtrar los aportes nutritivos de la alta mar: vuestros pescados crudos, vuestros caracteres de escritura, vuestras calles sin nombre, vuestros lazos religiosos, vuestros kimonos, todo eso teje, bajo la superficie de una ultramodernidad desacomplejada, una red de finas mallas sorprendentemente resistentes. Por mi parte, vengo de una tierra firme, arrugada por la historia, de una Europa cansada de haber estado en la brecha durante demasiado tiempo, que piensa en las próximas vacaciones y que sueña con una sociedad de servicios. Sus oficiales quieren de todo corazón borrar sus fronteras lingüísticas bajo un idioma único, el globish,5 que sólo tiene de inglés el nombre. Nuestra Eurolandia, capital Bruselas, ha repudiado oficialmente el antiguo «concierto de las naciones», del cual surgieron, curiosamente, todo tipo de discordancias y notas en falso. Se asombra de que el griego y el sueco no se parezcan, ni el lituano y el italiano, algo que cada nueva crisis le recuerda a su pesar. Renunciar a uno mismo es una tarea bastante inútil: para superarse, más vale empezar por divertirse. Es en Norteamérica, mínimo de diversidad para un máximo de espacio, donde las calles están numeradas. En Europa llevan nombres. Por un hecho venturoso, que sin duda hemos pagado caro, a Europa le ha caído en suerte un máximo de diversidad en un mínimo de espacio. Lo que en general permite alcanzar el summum de la civilización (pero no la garantiza, prueba de ello son nuestras guerras civiles), como lo demuestra la Italia del Renacimiento, con sus rivalidades entre municipios que podían caber en un bolsillo. De ahí nació un finisterre de puntillas, con noventa tajos extendiéndose sobre 250.000 km lineales. Sólo la mitad de ellos siguen la línea de partición de las aguas, ríos, afluentes y montañas. Sin razón se las llamó «naturales». Relieves y corrientes de agua tienen un poder de incitación, de sugestión, pero sólo pueden elevarse a la dignidad de fronteras por un acto de inscripción solemne, el único capaz de transmutar un accidente geográfico en una norma jurídica. De la misma manera que «el mapa es una proyección mental antes de ser una imagen de la tierra» (Christian Jacob), la frontera es antes que nada una cuestión intelectual y moral. Los demás animales se anexionan un territorio propio por interposición de su huella, olfativa o auditiva. Límite movedizo y borroso, con vaivén estacional de acuerdo a las relaciones de fuerza entre especies y poblaciones. A nosotros nos corresponde instituirlo: ponemos señales, erigimos emblemas. El mamífero ansioso construye su hábitat en la biosfera, su porción de cultura en la naturaleza mediante símbolos. No orina, tampoco defeca ni gorjea, sino que dibuja un trazo sobre un pergamino o esgrime una carta de derechos, invocando a Júpiter o al Tribunal Supremo. Adivináis entonces por qué, con semejantes antecedentes penales, la alegoría del puente funciona como leitmotiv en los billetes de euro. Este signo monetario, pictograma ético, este billete de Monopoly tiene una única razón de ser: es un signo de expiación. Ocultad, puentes colgantes sobre el vacío, estas fronteras que no podré ver.6 Todo hijo de vecino es consciente del giro que supuso para la aventura del género aquella revolución neolítica al cuadrado a la que debemos la invención de lo numérico. El gran balancín ubicuo, unido a las mareas negras, las ráfagas bursátiles y las pandemias relámpago, le otorgan un aire de antigüedad a las parcelas del Viejo Mundo, mientras que el tsunami del mainstream, por lo visto, arrastra nuestros diques chiquitines. ¿Es esa razón suficiente para convertirse en un hombre con prejuicios antes que en un hombre con paradojas? No lo...



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