E-Book, Spanisch, Band 96, 176 Seiten
Reihe: Narrativas
De Rougemont En tierras del Danubio
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-19168-68-9
Verlag: Gallo Nero
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 96, 176 Seiten
Reihe: Narrativas
ISBN: 978-84-19168-68-9
Verlag: Gallo Nero
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Denis de Rougemont (Couvet, 1906 - Ginebra, 1985) fue un escritor y teórico cultural suizo. Fue miembro del movimiento denominado «inconformistas de los años 1930», que abordó los peligros del totalitarismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, promovió el federalismo europeo. Estudió en la Universidad de Neuchâtel y en Viena, y luego se trasladó a París. Allí escribió y dirigió varias publicaciones y, junto con Emmanuel Mounier y Arnaud Dandieu, fundó las revistas Esprit y L'Ordre Nouveau. Más tarde, en 1940, después de haber escrito una aguda columna en un periódico suizo que enfureció al gobierno alemán, fue enviado a Estados Unidos, donde dirigió la radiodifusión en francés de Voice of America. Asimismo, enseñó en la École Libre des Hautes Études de Nueva York, antes de regresar a Europa en 1946. En 1955 fundó en Ginebra el Centre Européen de la Culture y, en 1963, el Institut Universitaire d'Études Européennes. Fue presidente del Congrès pour la Liberté de la Culture, con sede en París.
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Introducción. Sentir Europa central
Un acuerdo que no resuelve nada
Sucede que, al salir de París, el tren de periferia que lleva de vuelta al cargamento de sonámbulos entumecidos por el humo que se ocultan tras los diarios vespertinos es adelantado lentamente por el rápido de Bretaña. Esa larga y luminosa estela de las vacaciones, ráfaga de esperanzas desbocadas que nos roza, provoca en los que se quedan una sensación imprecisa de exilio y placer cuya influencia suelo percibir en la mirada de mis vecinos de asiento. Del mismo modo, en otras ocasiones me he estremecido con el tránsito de los trenes rápidos de Europa central, pero no por aquel júbilo nostálgico, sino por un ardor fugaz que evidenciaba la desconcertante intensidad del ambiente. El traqueteo del expreso de Mitropa por el valle de Innsbruck equivale en mis pensamientos al paso del Sturm und Drang a cien kilómetros por hora.
Europa central es una de esas realidades que se reconocen de inmediato por el particular escalofrío que provoca. Su recuerdo se perpetúa con poca cosa. Afloran imágenes campestres y tejados puntiagudos de un pueblo en medio de un valle frondoso y fértil (es Suabia, es Turingia, es la vida burguesa) que contrastan con un macizo central de pinos y lagos secretos, corazón oscuro y atormentado del continente. Esa región escarpada entre Múnich, Salzburgo y Praga que constituye el decorado voluptuoso y lúgubre de tantos dramas alimentados por la soledad. Y esas llanuras que se acaban mezclando con las estepas. Desmesura y nostalgia.
Las ciudades van surgiendo despacio en esas tierras que no son provincianas en absoluto. Esas capitales de raíces profundas concentran la vida de los aledaños, marcan visiblemente su pauta. Algunas, sin embargo, según lo confusa que sea la época, intentan vivir por sí mismas. Quitan los parques que las unían al campo, se rodean de fábricas y adquieren de inmediato la agitación característica de los organismos humanos que se apartan de la vida vegetal. De este modo, Berlín regula el flujo de su fermento de amargura intelectual en una pequeña superficie mineral donde la vida se descompone de forma virulenta. Sin embargo, Stuttgart, más moderna, planta árboles, esparce casas por sus colinas, se airea y vuelve a ser una ciudad campestre al tiempo que un centro espiritual.
Diferencias que nacen y viven unas de otras, contrastes que nunca se equilibran, violencia y melancolía, paisajes que son estados de ánimo e infunden alternativamente cinismo o bonhomía: todo está impregnado de una nostalgia incorregible, la de llegar a un gran y complejo acuerdo que tratase de resolverla en vano.
Hace un tiempo, demorándome en esa geografía sentimental, concebí la idea de crear un mapa de los afectos de la nueva Europa central. Daba la impresión de que los nombres de los tratados de la Gran Guerra, Versalles y Trianón, casaban mejor con viejas tradiciones sentimentales que con la hipócrita solemnidad de los políticos. Ese proyecto, por otra parte, complacía un gusto por la representación gráfica y las imágenes elegantes, algo que, pensándolo bien, me parecía demasiado francés como para dar cuenta de una realidad que, precisamente, me atraía por ser extranjera. Aun así, un buen día podría haber sucumbido a la tentación de lo pictórico y, en sintonía con los tiempos, delimitar las fronteras de ciertos países cuya existencia legal apenas se acababa de reconocer… pero preferí subirme a un expreso.
Para sanar de Descartes, se debe amar durante un viaje: uno descubre enseguida que no hay nada comparable. ¿Para qué esa necesidad de fijar, limitar y ubicar en el espacio unos sentimientos o deseos infinitos cuya realidad solo reside en el corazón que ama?1 Todo se volvía inexplicable e inequívoco, el amor solo existía entre mis brazos y ningún camino, ninguna distancia medible, llevaba desde Sinceridad del Afecto hasta San Masoca del Demonio, pero todo se entremezclaba maravillosamente con un humor indescriptible y entre lágrimas… Era joven.
El titanismo y la metamorfosis
«Metamorfosis» y «paradoja» podrían ser las palabras clave de la Europa sentimental. ¿Por qué nuestra lengua las traduce, en aras de una convención que sería oportuno revisar, por «desmesura» y «desorden»? Es absolutamente cierto que la palabra desmesura, en la mente de un burgués cartesiano, representa algo risible de entrada, pero una traducción exacta solo serviría para alejar la excusa de un malentendido pertinaz. Si hablamos de paradoja, Fulano piensa en conversaciones de bar, mientras que cualquier doctor en Filosofía evoca el concepto de ironía según Sartre, la dialéctica según Hegel y quizá también la pasión de Kierkegaard. ¡Pero entonces llega Mengano y habla de las brumas nórdicas!
La metamorfosis tiene el innegable efecto de convertir en ineficaz cualquier legalismo —el único juicio posible se produce entre iguales—. Para quienes la religión no es más que una garantía, la paradoja se revela como una burla desesperada. Los malentendidos surgen sin cesar cuando entran en contacto los elementos más básicos de dos mundos cuya síntesis conformaría el esplendor de esta época y, además, nuestra salvación.
Entre los rasgos habituales de la mentalidad germánica, aquellos que resultan más llamativos son los determinados por la moral del titanismo. Sin embargo, esta entraña la realidad de la metamorfosis. Los demás rasgos pertenecen al ámbito de un sentimentalismo particular, una síntesis paradójica y nunca adecuada entre el sueño y la realidad. Ignorar o subestimar esa verdad espiritual es condenarse a ignorar, a subestimar, una visión del mundo que mañana puede traducirse en argumentos encarnizados. Y si bien hoy en día hay ámbitos en los que, con razón, deben ahorrarse matices triviales y firmeza, incluso de forma abrupta, en este caso se debería analizar con lupa el origen oculto de un fenómeno que acarrea consecuencias a todos los niveles, incluido el bélico.
No obstante, es importante dejarlo claro, aunque solo sea mediante un ejemplo.
Dicen que el alemán es brusco y el francés, taimado. Dos rasgos de carácter cuya expresión diaria en el ámbito de los sentimientos y de las relaciones sociales resulta extremadamente molesta para uno y otro. Una molestia que se traduce en recíprocas acusaciones de falsedad crónica; de hecho, la brusquedad no parece verdadera, pues impone un orden arbitrario a costa de un desorden. Sin embargo, el alemán apenas es sensible a ese tipo de mentira: para él, la verdad es lo evidente y la confunde de forma natural con lo que él impone como evidente. Esta confusión está ligada a la reacción más íntima del alma alemana, que la lleva a crear una realidad intencionada y titánica. Su mentira se convierte en verdad desde el momento en que lo desea con suficientes ganas.
En cambio, la astucia parece falsa, ya que utiliza la mentira como un arma habitual. Al menos, la brusquedad es honesta incluso en su exceso. La astucia, sin embargo, disimula y niega sus mentiras, algo que para el francés solo podría suponer ciertos inconvenientes prácticos, limitados estrictamente a la víctima. Pues se da por supuesto y por bueno que la verdad es, por sí misma, inalterable; que una mentira esporádica no la afecta en absoluto; que esa mentira, en definitiva, no cambia nada. Dicho de otro modo: la mentira francesa no es mítica. No crea ni distorsiona nada fundamental de la realidad.
La gramática parda no es un sistema filosófico.
De este modo, si hacemos extensivo el análisis, se perfilarían dos «naturalezas» básicas divergentes, cuya expresión en las más variopintas dimensiones del ser sería sencillo indagar. Que no se vea aquí una generalización facilona, sino un intento de especificación. Yo pienso, al igual que usted, que la distinción que acabo de hacer no es en absoluto válida para muchos alemanes y franceses; incluso es posible que sean mayoría, pues no hay tanta gente representativa de lo que sea. La cuestión es que ciertas formas de pensar solo son realmente viables en el seno de un conjunto orgánico de costumbres, clima y ambiciones colectivas; conjunto que, independientemente de las realidades económica y política, podemos llamar Alemania o Francia. La cuestión es que un Empédocles o un Zaratustra, genios titánicos, se convirtieron en los mitos germanos por excelencia y que un francés fue el primero a quien se le ocurrió la idea de ser astuto de nacimiento para presumir de ello.
La paradoja del sentimiento
Un sonido lejano y constante solo se oye cuando cesa o cuando, de pronto, aumenta. Sucede con el ruido de la sangre que circula por el cuerpo; sucede con la respiración. Solo se es consciente de lo discontinuo.
Solo se siente aquello que nos abandona o nos sorprende, o lo que nos desgarra y nos reanima en lo más hondo de nuestro ser. Cuando surge un sentimiento, es inevitable encontrarse con una contradicción interna, con una división, algo que falla y algo que colma ese vacío. Un desconsuelo que lanza una petición y que emite su respuesta en vano.
El sentimiento mide la debilidad del ser. Sin embargo, esto puede interpretarse de dos maneras. De acuerdo con la primera, esa debilidad es consustancial a la realidad humana; es la señal misma de su validez, podría decirse que es la prueba de su humanidad (se califica de inhumano al ser que no siente nada). De acuerdo con la segunda, solo expresa un defecto que conviene subsanar de la forma adecuada, mediante la política o la moral. Por...




