E-Book, Spanisch, 2184 Seiten
de Maupassant Obras - Coleccion de Guy de Maupassant
1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-520-9
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 2184 Seiten
ISBN: 978-3-95928-520-9
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
A las aguas
Abandonado
Adiós
Alexandre
Amor
Amorosa
Aparición
Arrepentimiento
Blanco y azul
Bola de Sebo
Campanilla
Campesinos
Cantó un gallo
Cariños de familia
Carta de un loco
Carta que se encontró a un ahogado
Claro de luna
Coco
Condecorado
Confesiones de una mujer
Cosas viejas
Crónica
Cuento de Navidad
Después
Día festivo
Diario de un viajero
Dos amigos
¿Él?
El albergue
El amigo José
El amigo Patience
El armario
El asesino
El barco naufragado
El barrilito
El bautismo
El bautizo
El beso
El bigote
El borracho
El buhonero
El burro
El ciego
El collar
El conejo
El diablo
El ermitaño
El hombre de Marte
El Horla
El huérfano
El legado
El lisiado
El lobo
El loco
El mendigo
El miedo
El niño
El padre
El padre de Simón
El pozo
El repartidor de agua bendita
El 'rosier' de la señora Husson
El Salto del Pastor
El testamento
El tic
El vagabundo
El viejo
El viejo Milon
En el bosque
En el mar
En los campos
Encuentro
Enfermos y médicos
Ese cerdo de Morin
Historia corsa
Historia de un perro
Idilio
Junto a un muerto
La aventura de Wálter Schbaffs
La baronesa
La becada
La belleza inútil
La cabellera
La cama 29
La Casa Tellier
La confesión
La declaración
La dote
La felicidad
La herrumbre
La loca
La mano
La mano disecada
La muerta
La noche
La pequeña Roque
La puerta
La señora Baptiste
La señora Hermet
La señorita Perla
La tía Sauvage
La tos
Las bodas del lugarteniente Laré
Las caricias
Las joyas
Las sepulcrales
Lo horrible
Los alfileres
Los prisioneros
Los reyes
Los zuecos
Luna de miel
Mademoiselle Fifí
Magnetismo
Mi tío Sosthéne
Minué
Miseria humana
Miss Harriet
Mohamed el Golfo
Moiron
Mongilet
¡Mozo, un bock!
Opinión pública
Petición de un vividor a su pesar
Pierrot
Primera nieve
¿Quién sabe?
Recuerdo
Restos del naufragio
¡Salvada!
San Antonio
Sobre el agua
Sobre las nubes - Crónica
¡Solo!
Sueños
Suicidas
Tombuctú
Un ardid
Un bandido corso
Un caso de divorcio
Un drama verdadero
Un duelo
Un golpe de estado
Un hijo
Un normando
Un viejo
Una aventura parisiense
Una carta
...
Henry René Albert Guy de Maupassant (Pronunciación en francés: /?id(?) mopas??/, Dieppe, 5 de agosto de 1850-París, 6 de julio de 1893) fue un escritor francés, autor principalmente de cuentos, aunque escribió seis novelas. Para el historiador del terror Rafael Llopis, Maupassant, perdido en la segunda mitad del siglo XIX, se encuentra muy lejano ya del furor del Romanticismo, es 'una figura singular, casual y solitaria'.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
Amor
Páginas del "Diario de un cazador" ...En la crónica de sucesos de un periódico acabo de leer un drama pasional. Uno que la ha matado y se ha matado después; es decir, uno que amaba. ¿Qué importan él y ella? Sólo su amor me importa; y no porque me enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva ni me haga soñar, sino porque evoca en mí un recuerdo de la mocedad, recuerdo extraño de una cacería en que se me apareció el Amor como se aparecían a los primeros cristianos cruces misteriosas en la serenidad de los cielos. Nací con todos los instintos y las emociones del hombre primitivo, muy poco atenuados por las sensaciones y los razonamientos de la civilización. Amo la caza con pasión, y la bestia ensangrentada, con sangre en su plumaje, ensangrentándome las manos, me hace desfallecer de gusto. Aquel año, al final del otoño, se presentó impetuosamente el frío, y mi primo Karl de Ranyule me invitó a cazar con él a la alborada; había patos magníficos en los pantanos de su posesión. Mi primo, un buen mozo de cuarenta años, encarnado, con mucha vida en el cuerpo y muchos poles en la cara, semibruto y semicivilizado, de alegre carácter, dotado de eseesprit gaulois que tan agradablemente vela las deficiencias del ingenio, vivía en una especie de cortijo con aires de castillo señorial, escondido en un amplio valle. Coronaban las colinas de la derecha y de la izquierda hermosos bosques señoriales, con árboles antiquísimos y poblados de caza excelente. Algunas veces se abatían allí águilas soberbias, y esos pájaros errantes, que raramente se aventuran en países demasiados poblados para su azorada independencia, encontraban en aquella selva secular asilo seguro, como si reconocieran en ella alguna rama que en otros tiempos los acogiera durante sus excursiones sin rumbo. El valle estaba cubierto de exuberantes pastos regados abundantemente, que señalaban, con la gradación en el calor, el camino del pantano allá a lo lejos, casi en el fondo de la finca. Mi primo lo cuidaba con esmero digno del mejor de los parques, y con razón, pues era aquel pantano la mejor región de caza que he conocido. Entre aquellos innumerables islotillos verdes que le daban vida había arroyuelos estrechos por los que se deslizaban las barcas. Mudas sobre el agua muerta, frotando los juncos, ahuyentaban a los peces y a los pájaros que desaparecían, éstos entre las espigas, aquellos entre las raíces de las altas hierbas. Soy admirador apasionado del agua: el mar demasiado grande, demasiado vivo, de imposible posesión; los ríos que pasan, que huyen, que se van, y, sobre todo, los pantanos en que bulle la vida indescifrable de los animales acuáticos. Un pantano es un mundo sobre la tierra, un mundo aparte, con vida propia, con pobladores permanentes y con habitantes de un día; con sus ruidos, con sus voces, y, singularmente, con un característico misterio; nada que tanto conturbe, que tanto inquiete, que tanto asuste algunas veces. ¿Por qué ese miedo singular que se siente en esas llanuras cubiertas de agua? ¿Será por el rumor vago de las aguas, por los fuegos fatuos, por el silencio profundo que lo envuelve en las noches de calma, por la bruma caprichosa que viste con sudario de muerte a los juncos, por el hervor casi imperceptible de aquel mundo tan dulce, tan fugaz; pero más aterrador a veces que el estruendo de los cañones de los hombres y de las tempestades del cielo? ¿Qué tendrán en común los pantanos de los países del ensueño y esas regiones espantables que ocultan un secreto inescrutable y peligroso? Un misterio profundo, grave, flota sobre aquellas brumas: ¡el misterio mismo de la creación! ¿No fue en el agua sin movimiento y fangosa, en la humedad triste de la tierra, mojada bajo los colores del sol, donde vibró y surgió a la luz el primer germen de vida? *** Llegué por la noche a casa de mi primo. Hacía un frío que helaba las piedras. Durante la comida en la vasta sala, donde los muebles y las paredes y el techo estaban cubiertos de pájaros disecados, y donde hasta mi primo, con aquella chaqueta de piel de foca, parecía un animal exótico de los países helados, el buen Karl me dijo lo que había preparado para aquella misma noche. Debíamos ponernos en marcha a las tres de la madrugada, con objeto de llegar a las cuatro y media al punto designado para la cacería. Allí nos habían construido una cabaña para abrigarnos de ese viento terrible de la mañana que rasga las carnes como una sierra, la corta como una espada, la hiere como una aguja envenenada, la retuerce como tenazas y la quema como el fuego. Mi primo se frotaba las manos. -Nunca he visto una helada como esta -me decía. Y a las seis de la tarde teníamos 12 grados bajo cero. Apenas terminada la comida, me eché en la cama y me quedé dormido, mirando las llamas que regocijaban la chimenea. A las tres en punto me despertaron. Me abrigué con una piel de carnero, y después de tomar cada uno dos tazas de café hirviendo y dos copas de coñac abrasador, nos pusimos en camino acompañados por un guarda y por nuestros perros "Plongeon" y "Pierrot". Al dar los primeros pasos me sentía helado hasta los huesos. Era una de esas noches en que la tierra parece muerta de frío. El aire glacial hace tanto daño que parece palpable; no lo agita soplo alguno; diríase que está inmóvil; muerde, traspasa, mata los árboles, los insectos, los pajarillos que caen muertos sobre el suelo duro y se endurecen en seguida para el fúnebre abrazo del frío. La luna, en el último cuarto, pálida, parecía también desmayada en el espacio; tan débil que no le quedaban ya fuerzas para marcharse y se estaba allí arriba inmóvil, paralizada también por el rigor del cielo inclemente. Repartía sobre el mundo luz apagadiza y triste, esa luz amarillenta y mortecina que nos arroja todos los meses al final de su resurrección. Karl y yo íbamos uno al lado del otro, con la espalda encorvada, las manos en los bolsillos y la escopeta debajo del brazo. Nuestro calzado, envuelto en lana a fin de que pudiéramos caminar sin resbalar por la escurridiza tierra helada, no hacía ruido: yo iba contemplando el humo blancuzco que producía el aliento de nuestros perros. Pronto estuvimos a la orilla del pantano y nos internamos por una de las avenidas de juncos que la rodean. Nuestros codos, al rozar con las largas hojas del junco, iban dejando en pos de nosotros un ruidillo misterioso que contribuyó a que me sintiese poseído, como nunca, por la singular y poderosa emoción que hace siempre nacer en mí la proximidad de un pantano. Aquel en el cual nos encontrábamos estaba muerto, muerto de frío. De pronto, al revolver una de las calles de juncos, apareció a mi vista la choza de hielo que habían levantado para ponernos al abrigo de la intemperie. Entré en ella, y como todavía faltaba más de una hora para que se despertaran las aves errantes que íbamos a perseguir, me envolví en mi manta y traté de entrar un poco en calor. Entonces, echado boca arriba, me puse a mirar a la luna, que, vista a través de las paredes vagamente transparentes de aquella vivienda polar, aparecía ante mis ojos con cuatro cuernos. Pero el frío del helado pantano, el frío de aquellas paredes, el frío que caía del firmamento, se metió hasta mis huesos de una manera tan terrible que me puse a toser. Mi primo Karl, alarmado por aquella tos, me dijo lleno de inquietud: -Aunque no matemos mucho hoy, no quiero que te resfríes; vamos a encender lumbre. Y dio orden al guardia para que cortara algunos juncos. Hicieron un montón de ellos en medio de la choza, que tenía un agujero en el techo para dejar salir el humo; y cuando la llama rojiza empezó a juguetear por las cristalinas paredes, éstas empezaron a fundirse suavemente y muy poco a poco, como si aquellas piedras de hielo echaran a sudar. Karl, que se había quedado fuera, me gritó: -Ven a ver esto. Salí y me quedé absorto de asombro. La choza, en forma de cono, parecía un monstruoso diamante rosa, colocado de pronto sobre el agua helada del pantano. Y dentro se veían dos sombras fantásticas: las de nuestros perros que se estaban calentando. Un graznido extraño, graznido errante, perdido, se oyó allá en lo alto, por encima de nuestras cabezas. El reflejo de nuestra hoguera despertaba a las aves salvajes. No hay nada que me conmueva tanto como ese primer grito de vida que no se ve y que corre por el aire sombrío, rápido, lejano, antes de que se aparezca en el horizonte la primera claridad de los días de invierno. Me parece, a esa hora glacial del alba, que ese grito fugitivo, escondido entre las plumas de un pajarraco, es un suspiro del alma del mundo. -Apaguen la hoguera -decía Karl-, que ya amanece. Y, en efecto, comenzaba a clarear, y las bandadas de patos formaban amplias manchas de color, pronto borradas en el firmamento. Brilló un fogonazo en la oscuridad; Karl acababa de disparar su escopeta; los perros salieron a la carrera. Entonces, de minuto en minuto, unas veces él, otras yo, nos echábamos la escopeta a la cara en cuanto por encima de los juncos aparecía la sombra de una tribu voladora. Y "Pierrot" y "Plongeon", sin aliento, gozosos, entusiasmados, nos traían, uno tras otro, patos ensangrentados que, moribundos, nos miraban melancólicamente. Había amanecido un día claro y azul; el sol iba levantándose allá, en el fondo del valle. Ya nos disponíamos a marcharnos cuando dos aves, con el cuello estirado y las alas tendidas, se...