E-Book, Spanisch, Band 7, 154 Seiten
Reihe: Narrativa
De Alarcón El final de Norma
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9816-978-2
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 7, 154 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-9816-978-2
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Pedro Antonio de Alarcón y Ariza (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España. Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino 'la cuerda floja'. Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y -además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general- fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II. Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras.
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PARTE I. La hija del cielo
I. El autor y el lector viajan gratis
El día 15 de abril de uno de estos últimos años avanzaba por el Guadalquivir, con dirección a Sevilla, El Rápido, paquete de vapor que había salido de Cádiz a las seis de la mañana.
A la sazón eran las seis de la tarde.
La Naturaleza ostentaba aquella letárgica tranquilidad que sigue a los días serenos y esplendorosos, como a las felicidades de nuestra vida sucede siempre el sueño, hermano menor de la infalible muerte.
El Sol caía a Poniente con su eterna majestad.
Que también hay majestades eternas.
El viento dormía yo no sé dónde, como un niño cansado de correr y hacer travesuras duerme en el regazo de su madre, si la tiene.
En fin; el cielo privilegiado de aquella región constantemente habitada por Flora, parecía reflejar en su bóveda infinita todas las sonrisas de la nueva primavera, que jugueteaba por los campos...
¡Hermosa tarde para ser amado y tener mucho dinero!
El Rápido atravesaba velozmente la soledad grandiosa de aquel paisaje, turbando las mansas ondas del venerable Betis y no dejando en pos de sí más que dos huellas fugitivas...: un penacho de humo en el viento, y una estela de espuma en el río.
Aun restaba una hora de navegación, y ya se advertía sobre cubierta aquella alegre inquietud con que los pasajeros saludan el término de todo viaje...
Y era que la brisa les había traído una ráfaga embriagadora, penetrante, cargada de esencias de rosa, laurel y azahar, en que reconocieron el aliento de la diosa a cuyo seno volaban.
Poco a poco fueron elevándose las márgenes del río, sirviendo de cimiento a quintas, caseríos, cabañas y paseos...
Al fin apareció a lo lejos una torre dorada por el crepúsculo, luego otra más elevada, después ciento de distintas formas, y al cabo mil, todas esbeltas y dibujadas sobre el cielo.
¡Sevilla...!
Este grito arrojaron los viajeros con una especie de veneración.
Y ya todo fueron despedidas, buscar equipajes, agruparse por familias, arreglarse los vestidos, y preguntarse unos a otros adónde se iban a hospedar...
Un solo individuo de los que hay a bordo merece nuestra atención, pues es el único de ellos que tiene papel en esta obra...
Aprovechemos para conocerlo los pocos minutos que tardará en anclar El Rápido, no sea que después lo perdamos de vista en las tortuosas calles de la arábiga capital.
Acerquémonos a él, ahora que está solo y parado sobre el alcázar de popa.
II. Nuestro héroe
Pero mejor será que prestemos oído a lo que dicen con relación a su persona algunos viajeros y viajeras...
—¿Quién es —pregunta uno— aquel gallardo y elegante joven de ojos negros, cuya fisonomía noble, inteligente y simpática recuerdo haber visto en alguna parte?
—¡Y tanto como la habrá usted visto! —responde otro—. Ese joven es Serafín Arellano, el primer violinista de España, hoy director de orquesta del Teatro Principal de Cádiz.
—Tiene usted razón ¡Anoche precisamente le oí tocar el violín en La Favorita...! Por cierto que me pareció de más edad que ahora.
—Pues no tiene ni la que representa... —agregó un tercero—. Con todo ese aire reflexivo y grave, no ha cumplido todavía los veinticinco años...
—Diga usted... Y ¿de dónde es?
—Vascongado: creo que de Guipúzcoa.
—¡Tierra de grandes músicos!
—Éste ha resucitado la antigua buena práctica de que el director de orquesta no sea una especie de telégrafo óptico, sino un distinguido violinista que acompañe a la voz cantante en los pasos de mayor empeño; que ejecute los preludios de todos los cantos, y que inspire, por decirlo así, al resto de los instrumentistas el sentimiento de su genio, no por medio de mudas señas, trazadas en el aire con el arco o con la batuta, sino haciendo cantar a su violín, y compartiendo, como anoche compartió él mismo, los aplausos de los cantantes...
—Pues añadan ustedes que Serafín Arellano es excelente compositor. Yo conozco unos valses suyos muy bonitos...
—Y ¿a qué vendrá a Sevilla?
—No lo sé... La temporada lírica de Cádiz terminó anoche... Podrá ser que se vuelva a su tierra, o que vaya a Madrid...
—A mí me han dicho que va a Italia...
—Y ¡qué presumido es! —exclamó una señora de cierta edad—. Mirad cómo luce la blancura de su mano, acariciándose esa barba negra... demasiado larga para mi gusto...
—¡Oh! Es un guapo chico...
—Diga usted, caballero... —preguntó una joven—, y ¿está casado?
—Perdone usted, señorita: oigo que preparan el ancla... y tengo que cuidar de mi equipaje... —respondió el interrogado, girando sobre los talones.
Y con esto terminó la conversación, y se disolvió el grupo para siempre.
III. Aventuras del sobrino de un canónigo
Llegó El Rápido a Sevilla, y como de costumbre, ancló cerca de la Torre del Oro.
La orilla izquierda del río es un magnífico paseo, adornado por esta parte con extensísimo balcón de hierro, al cual se agolpa de ordinario mucha gente a ver la entrada y salida de los buques.
Serafín Arellano paseó la vista por la multitud, sin encontrar persona conocida.
Saltó a tierra, y dijo a un mozo, designándole su equipaje:
—Plaza del Duque, número...
Saludó nuestro músico la soberbia catedral con el respeto y entusiasmo propios de un artista, y entró en la calle de las Sierpes, notable por su riquísimo comercio.
No había andado en ella quince pasos, cuando oyó una voz que gritaba cerca de él:
—¡Serafín, querido Serafín!
Volviose, y vino a dar de cara con un joven de su misma edad, vestido con elegancia, pero con cierto no sé qué de ultramarino, de transatlántico, de indiano... El pantalón, el chaleco, el gabán y la corbata eran de dril blanco y azul, y completaban su traje camisa de color, escotado zapato de cabritilla y ancho sombrero de jipijapa.
Este vestido, asaz anchuroso y artísticamente desaliñado, cuadraba a las mil maravillas a una elevada estatura, a una complexión fina y bien proporcionada, y sobre todo, a una fisonomía enérgica, tostada por el Sol, adornada de largo y retorcido bigote, y llena de movilidad, de gracia, de travesura.
Serafín permaneció un instante, sólo un instante, con los ojos clavados en el joven, como queriendo reconocerlo, hasta que exclamó de pronto, arrojándose en sus brazos:
—¡Alberto, querido Alberto!
—¡Si tardas un minuto..., ¿qué digo? un segundo más en decir esas palabras..., te mato, y muero enseguida de remordimientos!
Soltaron ambos amigos la carcajada, y volvieron a abrazarse con más ternura.
—¿Tú aquí? —exclamó Serafín, transportado de alegría—. ¿De dónde sales...? ¡Estás desconocido...! ¿Por qué no me has escrito en tres años...? ¡Oh! ¡Te has puesto guapísimo!
—¡Alto ahí! Suprime unos piropos y requiebros que tú te mereces, y explícame este encuentro...
—¡Explícamelo tú! Y, ante todas cosas..., dime por qué no me has escrito en tantos años...
—¡Eh! —replicó Alberto—. ¡No parece sino que en todas partes hay correo para Guipúzcoa, y papel y tintero para escribir! Pero tú... ¿Qué te has hecho en este tiempo? ¿Por qué te hallas en Sevilla? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? Y, sobre todo, Caín, ¿qué has hecho de tu hermana?
—Yo salí hace un año de San Sebastián, y no he vuelto todavía.
—¡Cómo! ¿Has dejado el puesto de primer violín de aquel teatro?
—Sí; pero me he colocado en el Principal de Cádiz.
—¡Ah! ¡Diablo! ¡Me alegro mucho! ¿Y tu hermana? ¿Vive contigo?
¿Quién...? ¿Matilde...? —balbuceó Serafín algo turbado.
—Justamente, Matilde. ¿Por qué hermana te he de preguntar, si no tienes otra?
—Matilde... —replicó el músico— vive aquí con mi tía, porque a esta señora le perjudica el clima de Cádiz.
—Por supuesto, sigue tan hermosa...
Serafín calló un momento, y luego tartamudeó:
—Se ha casado...
Alberto dio un paso atrás y dijo:
—¡Dos veces diablo! ¡Matilde casada! ¡Ahora que pensaba yo en casarme con ella! ¡Matilde casada con otro hombre...! ¡Verdaderamente, nací con mal sino!
Serafín se puso ligeramente pálido, y exclamó:
—¿Cómo? ¿Amabas a Matilde?
Alberto procuró calmarse, y respondió, fingiendo que se reía:
—Hombre... Si ya se ha casado... Pero... la verdad... ¡era tan bonita tu hermana! ¡Vamos...! Me habría convenido tal boda... En fin, ¡paciencia!
—Tú hubieras hecho infeliz a Matilde... —exclamó gravemente el artista.
—¿Por qué?
—Porque amas cada día a una mujer diferente; porque eres muy frívolo; porque no tienes formalidad para nada.
—¡Dices bien! ¡Dices bien...! —respondió Alberto, afectando más ligereza que la natural en él—. Yo soy un aturdido, un calavera..., y puedes descuidar respecto de tu señor cuñado. Todas mis emociones suelen ser muy fugitivas... Casualmente, anoche mismo volví a enamorarme... Ya te contaré esto...En cuanto a tu hermana, cree que la hubiera querido con formalidad, como tú dices... Pero ¡qué diablo! El día que me presentaste a ella, hace cuatro años, me advertiste que estaba prometida su mano, no sé a quién, y que, por tanto, no la galantease. Yo te obedecí,...




