E-Book, Spanisch, Band 32, 80 Seiten
Reihe: Novelistas Imprescindibles
E-Book, Spanisch, Band 32, 80 Seiten
Reihe: Novelistas Imprescindibles
ISBN: 978-3-96917-774-7
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío (Metapa, 18 de enero de 1867-León, 6 de febrero de 1916), fue un poeta, periodista y diplomático nicaragüense, máximo representante del modernismo literario en lengua española. Es, tal vez, el poeta que ha tenido mayor y más duradera influencia en la poesía del siglo XX en el ámbito hispano. Es llamado 'príncipe de las letras castellanas'.
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Al señor don Agustín R. Edwards Señor: Traduciendo para el Mercurio cuyo ilustrado editor es Ud., muchas de las interesantes novelas que llenan sus folletines, he adquirido verdadero gusto por este género de literatura. No extrañe, pues, que al dar a la publicidad, ayudado por inteligente colaborador, este primer libro original, el nombre de Ud. haya sido también el primero que ha venido a mi mente. Dígnese aceptar en consecuencia la dedicatoria de esta modesta obra y las seguridades de la distinguida consideración con que tengo el honor de suscribirme de Ud. Eduardo Poirier PRÓLOGO A Eduardo Poirier «Usted lo quiere, mi querido amigo, y muy pronto nuestra pobre EMELINA aparecerá en el escaparate de los libreros. Ya que esto ha de suceder, son precisas algunas explicaciones. Es nuestra novela, obra que tiene todo los tropiezos de un primer libro. Ah, escrita para un certamen, en diez días, como la suerte ayudaba, sin preparación alguna, hay que confesar que ella pudo ser peor. Tal corno es, sin pretensiones, sencilla, franca, va al público a buscar fortuna.» Hemos procurado el esmero de la forma y la bondad del fondo, sin seguir para lo primero lo que llama Janin folies du style en délire, ni para lo segundo el Ramillete de divinas flores. Con justicia se nos pudiera señalar como satélites de Ouida y sus colegas de la sisterhood, ya que nos dio por las escenas espeluznantes. Pero vale más, mucho más esto, que si hubiésemos buscado para halagar ciertas imaginaciones y temperamentos, las frescuras de carne, el picor de cantárida y el color rojo de la moderna escuela afrodisíaca. En cuanto a la gran debilidad de esta obra, es aquella misma que Goncourt señala refiriéndose a su bellísimo e incomparable primigenio EN 18... Nosotros no hemos tenido la visión, directa de lo humano, sino recuerdos y reminiscencias de cosas vistas en los libros. Sí, amigo mío, los personajes de EMELINA hablan a las veces, sin notarlo nosotros, el mismo lenguaje de las novelas que Ud. tan plausiblemente ha traducido para «El Mercurio» y el de las que yo he leído, desde que a escondidas y en el colegio, me embebía con Stendhal y Jorge Sand.» ................................................................................................................. Hasta aquí la carta de mi estimable colaborador, don Rubén Darío. De acuerdo con él en los puntos principales a que se refiere, me permitiré sí reclamar contra una a de las opiniones que sustenta en su carta, contra aquello de las escenas espeluznantes de nuestra EMELINA, único punto en que hemos tenido tal cual divergencia. Suprimidas esas escenas de efecto y de profundo interés dramático, rara sería la novela que lograse despertar la atención del lector en un género que ha sido tan explotado ya por plumas ilustres. Sin esas situaciones dramáticas, sin esas tramas que mantienen vivo y palpitante el interés del que existe a ellas con la imaginación, ¿cuántas de las novelas que hoy gozan de celebridad habrían pasado de mediocres? En cuanto a mí, no sé si por afición o por temperamento, prefiero mucho mas una novela de Hugh Conway, con todo lo que puede llamarse espeluznante y terrible de sus escenas magistrales, a cualquiera de esas otras novelas del género realista que contrayéndose a pintar de aquello que vemos en el comercio diario de la vida lo mas repelente o craso, como varias de las de Zola que, si bien realizan el ideal de algunos, nunca podría citárselas como tipos de moralidad 6 de buen gusto, ni colocárselas sin peligro en los estantes de alguna lectora tan discreta tomo hermosa. Debo, empero, significar que estas mis opiniones no envuelven absolutamente un cargo para mi querido amigo, autor de los más bellos capítulos de EMELINA. Son simplemente la expresión sincera de mi modo de pensar, que estoy cierto no se aparta casi del suyo. Para terminar, diré que nuestra obra puede adolecer de los defectos consiguientes a la precipitación con que se hizo, mas es bien intencionada, sana y en mi opinión pertenece al género que cuenta con más partidarios entre los que en Chile leen novelas y sobre todo entre las damas, cuyos gustos hemos tenido muy presentes al formar su trama y describir sus escenas. Nos queda, pues, tan solo poner nuestra obra bajo la protección del público ilustrado e inteligente en cuyas manos la dejamos deseándola buena suerte. EDUARDO POIRIER PRIMERA PARTE
I El incendio
Había sonado la una de la mañana en el reloj de la Intendencia, y parecía ya, por lo tranquilo de aquella noche, que nada ven tiria a perturbar el reposado sueño en que los laboriosos habitantes de la metrópoli comercial del Pacífico descansaban de las rudas tareas del día Oyóse de pronto el tradicional pitio de un policial al que sucede el tañido de la campanas que en todos los cuarteles de la ciudad llaman al abnegado bombero al cumplimiento de su deber. Cual si hubiera sitio esta una señal mágica, al tranquilo silencio río aquella noche de invierno, sucédese un extraordinario movimiento. Voluntarios que a toda prisa pasan abandonan, unos el abrigado lecho, otros el aristocrático salón de animada tertulia, y vuelan a sus casas en busca de alguna insignia de su misión para correr en seguida a sus cuarteles; bombas que han partido ya con presura al lugar amargado auxiliares que olvidando e] cansancio producido por la fatigosa labor del día, acuden ágiles a secundar a sus oficiales; muchachos y hombres del pueblo que ocurren a prestar el contingente de sus brazos para arrastrar las pesadas máquinas que evitan la destrucción, a diferencia de otras que la realizan; aquí un carruaje que es uncido a la palanca de la bomba y ayudan a arrastrarla; mas allá un grupo de alegre jóvenes pie al salir de su club se unen al número de los entusiastas salvadores de la propiedad y también les prestan el concurso de sus brazos; por todas partes la agitación, el ruido, el movimiento, cual si la ciudad hubiera despertado sobresaltada a influjo de algún golpe eléctrico. Luego, a medida que va aproximándose al lugar amenazado, vánse también distinguiendo allí bomberos de todas las nacionalidades, uniformes de diversos colores y variedades; y pasan en rápido desfile, se confunden y se agrupan, y se estrechan, las ensacas rojas con las azules, los cascos de bronce con los de reluciente cuero; y se codean, y se empujan, y so mezclan con la admirable confraternidad del deber, ingleses y chilenos, italianos, alemanes y franceses. A la verdad, que desde hacía tiempo no había visto Valparaíso un incendio de tan considerable proporciones. Una de las más hermosas manzanas de la calle de la Victoria era presa de las llamas. Las bombas empezaron a funcionar admirablemente, distribuyéndose con tino e inteligencia la magna tarea bajo la dirección de su hábil jefe. Pero, a pesar de que desde los primeros instantes se trató de contener el fuego, bien poco se consiguió al principio. La confusión era terrible. A las voces de mando de los jefes, mezclábanse los gritos de angustia de las víctimas, los potentes latidos de las bombas de vapor, el ruido que hacían los muebles que de los balcones se arrojaban y el chisporrotear de los maderos que al devorador incendio ofrecía abundante pábulo. El fuego había tornado desde el principio grande incremento, y ya, de en medio de la espesa columna de humo que en un extremo del edificio se destacaba, salpicada de innumerables chispas, velase aparecer aterradora llama que por instantes tomaba mayor ensanche. Estallaban los vidrios de las ventanas, dando paso a rojas lenguas que lamían el muro ennegrecido, al mismo tiempo que caían con estrépito las vigas. Enganchadas las escaleras, subían por ellas los voluntarios. Estimulado por la brisa que había empezado a soplar, el incendio amenazaba abarcar una vasta extensión, lo que en realidad habría sucedido si no se adoptan con la debida oportunidad medidas para cortar e1 fuego y circunscribirlo al extremo de la manzana por donde había empezado. De pronto se oyeron los gritos de ¡socorro! ¡socorro! lanzados desde uno de los balcones de un segundo piso, que ya se veían cercados por las llamas. Rápidos como el rayo, seis intrépidos voluntarios fijaron una escalera en el balcón amagado y uno tras otro ascendieron por ella dos de éstos. Llegados a lo alto de la escalera, la persona que había prorrumpido en aquellos desgarradores gritos y que era una mujer, exclamó dirigiéndose al que primero había llegado: –¡Por Dios, salvadla! Un tabique nos ha separado de súbito y no sé qué hacer para librarla! Dejadme aquí hasta que la hayáis encontrado; o más bien, ayudadme a salvarla! El voluntario a quien iban dirigidas estas palabras, preguntó; –¿Dónde se halla? Señaladme la dirección. –Del otro lado, en el fondo... ¡Corred, por Dios! ¡No os cuidéis de mí...! Pero, no... ¡Seguidme! Yo os mostraré el camino!... Por toda respuesta, el voluntario, que indudablemente era un oficial superior, hizo al que le había seguido, y que ya se hallaba en el balcón, una señal. Tomó éste en sus brazos a la cuitada, a pesar de sus protestas y descendió con ella, en tanto que su compañero y jefe se precipitaba hacia el interior a realizar, si era posible, su arriesgada empresa. A pesar del crepitante ruido de las vigas que crujían a su alrededor, pudo, al fin, cuchar a la distancia algo como un débil gemido. Avanzó en la dirección de donde ese gemido partía, mas ¡oh, desgracia! en ese momento cayó parte...