E-Book, Spanisch, 160 Seiten
Reihe: El Barco de Vapor Roja
D'Adamo La historia de Iqbal
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-675-6385-6
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 160 Seiten
Reihe: El Barco de Vapor Roja
ISBN: 978-84-675-6385-6
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Experto en pedagogía y los conflictos de la adolescencia. Sus libros son muy apreciados por críticos y profesores por el valor formativo y pedagógico que tienen SM tiene publicado #ES100145#La historia de Iqbal#
Weitere Infos & Material
2
LA casa de Hussain Khan, el patrón, se encontraba en la periferia de Lahore, entre el polvo y los campos quemados donde pacían los rebaños que bajaban del norte. Era una casa grande, de piedra y de plancha metálica, con un patio central sucio y descuidado donde estaba el pozo, su vieja furgoneta Toyota, el techo de cañas que protegía las pacas de lana y algodón, y al final, medio escondida por plantas y hierbas silvestres, la puerta de hierro oxidada que con una empinada escalera bajaba hasta la tumba.
La fábrica de alfombras estaba debajo de la plancha metálica y hacía mucho calor en verano y frío en invierno. El trabajo empezaba media hora antes del amanecer, cuando la mujer del patrón bajaba en bata y babuchas y atravesaba el patio en la luz incierta de la noche que acababa, para traernos una forma redonda de pan chapati y un poco de dahi o crema de lentejas. Comíamos ávidamente mojando el pan en una gran escudilla común, sobre el suelo, mientras hablábamos sin parar para contarnos los sueños que habíamos tenido la noche anterior.
Los sueños, como decía mi abuela y luego mi madre, están en una parte desconocida del cielo, tan lejos, que nosotros no podemos llegar a imaginarlos y bajan al mundo cuando los hombres los llaman, y pueden traer dolor o consuelo, alegría o desgracia, o también, algunas veces, ser absolutamente estúpidos y no hacerte sentir nada. Aunque no está dicho que un hombre malvado atrae hacia sí sueños malvados y un hombre estúpido, sueños estúpidos. ¿Por qué debemos nosotros pretender entender qué es lo que gobierna las cosas del cielo?
Pero si hay algo desagradable, decía mi abuela, es no tener sueños, porque es como no recibir más la benevolencia de alguien que sí, está lejano, pero que aún piensa en ti. Yo hacía muchos meses que no soñaba y muchos de nosotros no soñaban ya nunca, pero teníamos miedo de confesarlo: por la mañana nos sentíamos muy solos. Y entonces nos los inventábamos, y eran siempre sueños bellos, llenos de luz y de color y de recuerdos del hogar para los que aún tenían uno. Competíamos para ver quién inventaba los más fantasiosos, hablando deprisa, con la boca llena, hasta que llegaba la patrona y nos decía: “¡Ya basta!”. Ese era el momento de ir a la letrina, escondida al fondo de la habitación, detrás de una cortina vieja, uno a uno. Primero iban los que habían dormido encadenados por el tobillo al telar; “las cabezas de madera” como los llamaban los patrones, aquellos que trabajaban poco y mal, que confundían los hilos de colores de las tramas, que cometían algún error en los dibujos de las alfombras (esto era lo más grave), o que gemían por las ampollas de sus dedos.
Las “cabezas de madera” eran estúpidos. Cualquiera sabe que en esos casos basta con coger un cuchillo de los que se utilizan para rascar los nudos, y pinchar la ampolla. Sale el líquido y al principio duele, pero con el tiempo la piel vuelve a crecer y se endurece y después ya no se siente más dolor. Solo es necesario saber esperar. A nosotros los no encadenados, las “cabezas de madera” nos daban un poco de pena y nos reíamos de ellos: casi siempre se trataba de los nuevos, los recién llegados, que aún no habían entendido que la única manera de volver a ser libres era trabajar mucho, lo más deprisa posible, y así borrar los signos hechos con tiza en nuestras pizarras, uno cada vez, hasta que no quedase ninguno; solo entonces podríamos volver a casa.
También yo, como todos, tenía mi pizarra colgada encima del telar.
El día en que llegué, muchos años antes, Hussain Khan, el patrón, cogió una pizarra limpia, trazó en ella los signos y me dijo:
—Este es tu nombre.
—Sí, señor.
—Esta es tu pizarra. Nadie la puede tocar, solo yo. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor.
Después trazó otros signos, uno al lado del otro, tiesos como los pelos del lomo de un perro asustado, y cada grupo de cuatro signos estaba cortado por otro, que yo no entendía.
—¿Sabes contar? -me preguntó el patrón.
—Casi hasta diez -respondí.
—Muy bien -dijo Hussain Khan-. Esta es tu deuda. Cada signo es una rupia. Yo te daré una rupia por cada día de trabajo. Es justo. Nadie te pagaría más, todos te lo pueden decir. Pregunta a quien quieras, todos te dirán que Hussain Khan es un patrón bueno y justo. Tendrás lo que te corresponde. Y cada día por la noche, yo borraré uno de estos signos, y tú podrás estar orgullosa y también tus padres, porque será el fruto de tu trabajo. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor -respondí otra vez, pero no era verdad, no había entendido nada, y miraba aquellos signos misteriosos, espesos como los árboles de un bosque, y no lograba distinguir mi nombre de la deuda, como si fuesen la misma cosa.
—Cuando todos los signos estén borrados -añadió Hussain Khan-, cuando veas esta pizarra completamente limpia, entonces estarás libre y podrás volver a casa.
No vi nunca aquella pizarra limpia, ni tampoco ninguna de las de mis compañeros.
Cuando las “cabezas de madera" volvían del reservado detrás de la cortina y eran encadenadas de nuevo a sus puestos de trabajo, podíamos ir nosotros a hacer nuestras necesidades y a echarnos un poco de agua en la cara. Había una ventanita en lo alto, y a través de ella se veían las ramas floridas de un almendro. Todos los días me quedaba un minuto más de lo debido e intentaba con saltos desesperados auparme al estropeado marco de madera para poder mirar fuera. Entonces tenía diez años y era pequeña y menuda -aún lo soy ahora-, y no lograba ni siquiera rozar con los dedos el borde de la ventana. Y sin embargo cada día me parecía que llegaba un poco más alto -apenas nada, quizá un milímetro-, y estaba segura de que pronto lograría subir hasta allá arriba e introducirme a través de aquella pequeña abertura hasta tocar las ramas del almendro.
No sé por qué daba tanta importancia a una cosa tan inútil y tonta, pero me parecía, entonces, que era una especie de paso hacia la libertad. No era verdad, naturalmente. De lograrlo, solo habría llegado al jardín donde la mujer de Hussain Khan habría venido a reñirme agitando un látigo y gritando: “¡Pequeña estropajosa!, ¡pequeña serpiente desagradecida!”, Y habría acabado en la tumba tres días, o incluso más tiempo. A pesar de eso, seguía intentándolo cada mañana.
Trabajaba para Hussain Khan desde hacía tres años y nunca había ido a la tumba. Al principio, alguno de los otros niños, envidioso, decía que yo era la preferida de Hussain y que por eso no me castigaba. No era verdad. No lo hacía porque trabajaba deprisa y bien, comía lo que me daban sin protestar, y en presencia del patrón estaba callada, no como otros que respondían. Aunque sí, a veces el patrón se me acercaba, me acariciaba delante de todos y me decía: “Pequeña Fátima, mi pequeña Fátima”, y yo por dentro temblaba, no entendía a qué venía aquello y tenía miedo. Hubiera querido desaparecer, esconderme. Hussain Khan era gordo, con la barba negra y los ojos pequeños, y sus manos estaban recubiertas por una pátina de aceite de palma, que dejaban una señal untuosa en todo cuanto tocaba.
Algunas noches, cuando aún soñaba, imaginaba que Hussain Khan andaba en la oscuridad y venía hasta mi yacija, al lado del telar. Notaba su respiración pesada y el olor de humo de su chaqueta, sentía la tierra polvorienta crujir bajo sus pasos. Venía hacia mí y me acariciaba susurrando: “Pequeña Fátima”. A la mañana siguiente, escondida detrás de la vieja cortina al fondo de la habitación, me palpaba todo el cuerpo para ver si tenía señales de grasa. No tenía. Había sido solo una pesadilla de las que tienen los niños cuando están asustados.
El trabajo empezaba con la salida del sol. La patrona palmeaba tres veces, cada uno de nosotros se sentaba ante su telar y en un instante empezábamos a hacerlos funcionar todos a la vez, con sincronía, como si lo hiciera un único par de brazos. Durante el trabajo estaba prohibido parar, hablar, distraerse. Lo único que se nos permitía era mirar las mil lanzaderas de hilo de color para elegir entre ellas la apropiada con la que componer el dibujo de la alfombra que nos habían entregado, comparando el diseño que íbamos realizando con el de un papel que nos había dado el patrón y que colgaba a nuestro lado.
Con el paso del tiempo el aire se llenaba de calor, de polvo y de borra de lana, y el ruido de los telares era tan fuerte y cadencioso que casi anulaba las voces de la ciudad, que se había despertado y ya estaba en movimiento. Los motores de los viejos automóviles y de las furgonetas cargadas de mercancías, el rebuznar de los asnos, los gritos de los hombres, las llamadas de los vendedores de té, o las voces del mercado vecino. El ruido crecía con el avanzar del día, mientras La-hore bullía en sus calles. Y a mí me dolían los brazos y la espalda y entonces giraba la cabeza -un momento- hacia la puerta que daba al patio y hacia el sol, y no sabía cuánto faltaba para la única pausa del día, y mis manos y mis pies trabajaban solos, por costumbre. Cogían los hilos, apretaban los nudos, maniobraban los pedales, y otra vez, y otra vez, y mil veces más, y se me hacía...