E-Book, Spanisch, Band 2, 584 Seiten
Reihe: La Pasaespejos
Dabos Los desaparecidos del Clarodeluna
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19680-45-7
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
La Pasaespejos 2
E-Book, Spanisch, Band 2, 584 Seiten
Reihe: La Pasaespejos
ISBN: 978-84-19680-45-7
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Christelle Dabos nació en la Costa Azul en 1980. Tras criarse en el seno de una familia de músicos de Cannes aficionados a los juegos históricos, trabajó de librera y en la actualidad vive en Bélgica. Con su debut literario Los novios del invierno (Nocturna, 2022) comenzó la serie de La Pasaespejos (2013-2019), que ha vendido más de un millón de ejemplares en Francia, se ha publicado en más de veinte idiomas y ha ganado múltiples premios.
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La muchachita
Ophélie avanzó hasta la tarima, sintiendo sobre ella miradas abrasadoras y llenas de curiosidad, hasta tal punto que se preguntó si en algún momento se incendiaría. Ignoró como pudo el guiño cómplice que le dirigió Archibald desde la mesa de juego y subió los escalones blancos, concentrándose en un solo pensamiento: «Mi futuro va a depender de lo que se juegue aquí y ahora».
Tal vez debido al nerviosismo que le inspiraba Thorn, al velo de encaje que le impedía ver de forma correcta, a la bufanda enrollada en su tobillo o a su torpeza patológica, Ophélie tropezó con el último escalón. Se habría caído de bruces si Thorn no la hubiera agarrado por el brazo en pleno vuelo. La ayudó a la fuerza a recuperar el equilibrio. Sin embargo, aquello no pasó desapercibido para nadie: ni para Berenilde, cuya sonrisa se entumeció; ni para la tía Roseline, quien se cubrió el rostro con las manos; ni para la costilla fisurada de Ophélie, que le palpitaba en el costado.
Las risas recorrieron el jardín de la Oca, pero fueron reprimidas con rapidez cuando advirtieron que a Farouk no le había parecido nada graciosa la situación. No había movido un pelo desde el final de la partida, con el codo aún apoyado sobre la mesa, profundamente aburrido, y con sus favoritas, llenas de diamantes, pegadas a su cuerpo como si fueran una extensión natural de este.
En cuanto a Ophélie, se había olvidado de Thorn desde el instante mismo en que el espíritu de familia puso sobre ella su mirada indescifrable; sus iris eran de un azul pálido, casi blancos. De hecho, todo era blanco en Farouk —su largo cabello liso, su piel eternamente joven, sus ropajes imperiales—, pero Ophélie solo se fijó en sus ojos. Los espíritus de familia eran impresionantes por naturaleza. Cada arca, con alguna excepción contada, poseía el suyo. Poderosas e inmortales eran las raíces del gran árbol genealógico universal, los padres en común de todos los grandes linajes. Las pocas veces que Ophélie había visto a Artémis, su ancestro en Ánima, se había sentido minúscula. Sin embargo, no había punto de comparación con lo que le inspiraba Farouk en ese instante. Ella estaba separada de él por la distancia protocolaria, pero, incluso así, su poder psíquico la aplastaba mientras la observaba con la quietud de una estatua, sin pestañear, sin dejar escapar un gesto.
—¿Quién es? —preguntó Farouk.
Ophélie no podía reprocharle que no la recordara. La única vez que habían coincidido en el mismo lugar fue de lejos, ella estaba disfrazada de criado y no intercambiaron una sola mirada. Se desconcertó cuando se dio cuenta de que la pregunta incluía también a Thorn y a Berenilde, sobre quienes Farouk había desplazado sus ojos inexpresivos. Ophélie sabía que los espíritus de familia poseían una pésima memoria, ¡pero no hasta ese punto! Thorn era el intendente de la Citacielo y de todas las provincias del Polo. Era el encargado de las finanzas y de una buena parte de la administración judicial. En cuanto a Berenilde, estaba embarazada de Farouk e incluso el día anterior habían pasado la noche juntos.
—¿Dónde está el ayudante de memoria? —reclamó Farouk.
—¡Aquí estoy, mi señor!
Un muchacho que debía tener más o menos la edad de Ophélie pegó un brinco detrás del sillón de Farouk. Tenía el tatuaje frontal y la belleza rubia del clan de la Red. Probablemente era un primo de Archibald.
—El señor embajador pidió una audiencia para informarle de la situación de su intendente Thorn, de su tía Berenilde y de su prometida, la señorita Ophélie. —El ayudante de memoria se expresaba con una voz dulce y paciente, señalando a cada persona que nombraba. Archibald fue el primero en dar un paso adelante, con su sombrero acomodado de lado sobre su pelo mal peinado. Ophélie sabía que no se había afeitado adrede. Cuanto más solemne era la ocasión, más desafiaba el embajador las convenciones sociales.
—¿Con qué propósito? —preguntó Farouk, ya aplastado por el tedio.
—A propósito de la desaparición del clan de los Dragones, mi señor —le recordó el ayudante de memoria con una suavidad angelical—. El funesto accidente que le costó la vida a sus cazadores. El señor Archibald le explicó todo esta mañana. Lea, mi señor. Usted mismo lo anotó en su agenda recordatoria.
El ayudante de memoria le entregó a Farouk una agenda cuyas páginas, de tanto usarse, estaban desgastadas. Con una lentitud infinita, el espíritu de familia despegó el codo de la mesa de juego y las hojeó. Las favoritas se adaptaban a cada movimiento de su cuerpo, soltaban sus brazos de un lado para abrazarlos en otro. Ophélie observaba la escena con una mezcla de fascinación y repulsión. Bajo sus diademas, collares y anillos de diamantes, ya no se parecían en nada a unas mujeres.
—¿Están muertos los Dragones? —preguntó Farouk.
—Sí, mi señor. Lo escribió al final —respondió el ayudante de memoria.
—Los Dragones están muertos —repitió, esta vez dándose cuenta de ello. Hizo una larga pausa, inmóvil, como un bloque de mármol; luego pasó la página de su agenda recordatoria—. Berenilde pertenece al clan de los Dragones. Lo escribí aquí.
Farouk había declarado esto pronunciando cada sílaba. El acento del Norte tomaba la dimensión de un trueno en su boca. Un trueno lejano, apenas audible pero bello y amenazador. Cuando despegó la mirada de la agenda, Ophélie descubrió en ella una luz inquietante que hacía un rato no estaba.
—¿Dónde está Berenilde?
Sin decir una frase, sin una reverencia, Berenilde avanzó hacia él para acariciarle la mejilla con la ternura de una verdadera esposa.
Esta vez, Farouk pareció reconocerla de inmediato. La contempló sin decir nada. Ella tampoco, pero Ophélie sintió que había mucho más en aquel silencio que en todos los discursos del mundo.
Fue Thorn quien, al cerrar con impaciencia la tapa de su reloj de bolsillo, rompió el encanto. Farouk se puso de nuevo en movimiento y, con la lentitud de un iceberg a la deriva, agarró la pluma que le extendió el ayudante de memoria y agregó una nueva nota en su agenda. Ophélie se preguntó si estaría escribiendo «Berenilde sigue viva» con el fin de no olvidarlo.
—Entonces, señora —retomó Farouk—, acaba de perder a toda su familia. Le presento mis condolencias.
Su voz subterránea no manifestaba ninguna emoción pese a que acababa de perder, en un baño de sangre, una rama entera de su propia descendencia.
—Por fortuna, no soy la única superviviente —se apresuró a explicar Berenilde—. Mi madre está sanándose en provincias e ignora los sucesos recientes. En cuanto a mi sobrino, aquí presente, pronto tomará a una esposa. El futuro de los Dragones está asegurado.
Ophélie casi sintió pena. Algún día le diría a Berenilde que ese matrimonio no iba a consumarse y que no habría hijos.
Cuando los susurros de protesta se elevaron entre los nobles reunidos alrededor de la tarima de los jugadores, la palabra «bastardo» se pronunció con claridad. Thorn ni siquiera intentó defender su honor. Con la frente bañada en sudor y la nariz pegada al vidrio de su reloj de bolsillo, daba a entender que estaba perdiendo un tiempo considerable.
—Por eso solicité esta audiencia —intervino entonces Archibald con una amplia sonrisa—. Lo quiera o no, mi querida Berenilde, su sobrino jamás ha sido reconocido por los Dragones y su madre no es, que digamos, una jovencita. Dentro de poco, usted será la única representante de su clan. Por ello se duda su posición en la corte, con lo que seguro que usted, de buena fe, estará de acuerdo.
El argumento fue recibido con pequeños aplausos. Como digno representante de la embajada, Archibald había expresado, en voz alta, lo que todos pensaban. Ophélie se dio la vuelta al oír, detrás de ella, el ruido de una máquina de escribir: un secretario se había instalado en una mesa de juego y consignaba todo lo que se decía.
—Por este motivo —encadenó Archibald con voz clara— le he ofrecido a la señora Berenilde y a la señorita Ophélie la amistad oficial de mi familia.
La declaración cayó como un jarro de agua fría en el jardín de la Oca y los aplausos cesaron de repente. Los Espejismos ignoraban hasta ese mismo instante que se había acordado una alianza entre Berenilde y el clan de la Red, una que incluía a Ophélie.
—Se trata de una amistad diplomática, no de una alianza militar —precisó Archibald con la expresión burlona de quien está contando un chiste—. La Red quiere asegurarse de que a estas damas no les ocurra nada desagradable, pero ellas se comprometen a preservar su neutralidad política y a permanecer lejos de los pequeños asesinatos de pasillo. Nos comprometemos de manera formal a no amenazar la vida de nadie ni a convencer a nadie para que lo haga en nuestro lugar.
Ophélie se sorprendió ante la desenvoltura de la que hacía gala Archibald para abordar un tema tan grave. De igual modo, se dio cuenta de que había mantenido en secreto la finalidad de dicha amistad: Berenilde lo había nombrado padrino oficial de su futuro hijo, la descendencia directa del espíritu de familia, y ese no era un detalle insignificante.
—La amistad de mi familia tiene sus propios límites, mi señor —declaró Archibald mientras se dirigía a Farouk—. ¿Aceptaría usted poner a estas mujeres bajo su...




