Cruz | Acerca de la dificultad de vivir juntos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 96 Seiten

Reihe: VISIÓN 3X

Cruz Acerca de la dificultad de vivir juntos

La prioridad de la política sobre la historia
1. Auflage 2007
ISBN: 978-84-9784-427-7
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

La prioridad de la política sobre la historia

E-Book, Spanisch, 96 Seiten

Reihe: VISIÓN 3X

ISBN: 978-84-9784-427-7
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



El presente texto examina las principales concepciones de la memoria presentes, de manera tácita o explícita, en el imaginario colectivo de las gentes de hoy. El autor intenta mostrar en qué medida, tras muchas de las sonoras apelaciones a recuperar el pasado, a salvaguardar los recuerdos, etc., se encuentran supuestos de carácter abiertamente ideológico. En todo caso, como el propio autor ha señalado en múltiples ocasiones, la memoria no sólo no debe ser considerada como un fin en sí misma sino que, por el contrario, debe poder encontrar su articulación específica con el orden de los proyectos y de los fines. De esto se trata en el último tramo del texto, en el que se intenta plantear la cuestión del nexo que debe existir entre un discurso acerca de la historia y la actividad política en cuanto tal, nexo cuyo signo no se oculta ni se escamotea en modo alguno: viene anunciado en el subtítulo mismo del libro.

Manuel Cruz Es catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona. Autor, entre otros libros, de Narratividad: la nueva síntesis (1986), Filosofía de la historia (1991), ¿A quién pertenece lo ocurrido? (1995) y Hacerse cargo (1999). Compilador de los volúmenes Individuo, modernidad, historia (1992), En torno a Hannah Arendt (1994), Tiempo y subjetividad (1995), Tolerancia o barbarie (1998) y Pensar en el siglo (1999, en colaboración con Gianni Vattimo). Ha publicado asimismo introducciones a Wittgenstein (Conferencia sobre ética) y Hannah Arendt (La condición humana y De la historia a la acción). Es también colaborador habitual de los periódicos el País y El correo.
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ILa memoria se dice de muchas maneras


Un primer grupo de defensores de la memoria es el formado por quienes consideran que la memoria es un fin valioso en sí mismo y que de su ejercicio sólo pueden derivarse efectos benéficos (por lo general, de orden progresista, aunque no necesariamente). En este grupo podrían incluirse todas las argumentaciones clásicas acerca de la historia, como por ejemplo el celebrado dictum de Cicerón «La historia es maestra de la vida» o el también muy reiterado «El pueblo que no conoce su pasado está condenado a repetirlo», de Santayana, aunque podríamos encontrar sin demasiado esfuerzo muchas más afirmaciones de parecido tenor.3 Para este grupo podríamos decir, sin temor a que la simplificación generara gruesos malentendidos, que la memoria es buena siempre.

Un convencimiento de semejante tipo resiste con dificultad la confrontación con los hechos. Está lejos de ser una evidencia que seamos capaces de extraer automáticamente lecciones positivas de nuestra evocación del pasado. La razón –en la que ahora no hace al caso detenerse– está relacionada con la naturaleza de la propia evocación histórica que, como es sabido, se materializa en el curso de una narración que, en cuanto tal, no sólo implica un determinado recorte de las realidades evocadas –una selección, en definitiva–, sino, sobre todo, una valoración previa de las mismas. En alguna ocasión4 me he referido al uso de un acontecimiento llevado a cabo por toda una generación, uso que bien pudiera ser puesto como ejemplo ilustrativo de lo que se está pretendiendo señalar.

El tan denostado en los últimos tiempos por algunos políticos (especialmente de derechas) mayo del 68 fue, durante muchos años, santo y seña de un amplio sector de la población de determinada edad en las sociedades occidentales desarrolladas, sector que creía encontrar en los acontecimientos aludidos bajo ese rótulo y, sobre todo, en las consecuencias a que ellos dieron lugar (transformaciones en materia de costumbres, cultura política, etcétera)5 su particular momento fundacional en tanto que generación. Tal vez del famoso mayo en sí mismo ya no valga la pena hablar mucho más (porque ya sea demasiado lo dicho), pero sí convendrá señalar algo acerca de la forma en que de él se han reclamado tantos. Y es que resulta llamativo, sobre todo en relación con la enorme literatura existente respecto a los acontecimientos mismos, la escasez de textos que planteen de manera radicalmente autocrítica la posibilidad de que en todo aquello hubiera habido un grueso error, una importante equivocación, una propuesta política desacertada en gran medida, hipótesis atendible (repárese en la prudencia de los términos) sobre todo a la vista de los efectos que provocó al intentar aplicarse mecánicamente en otras sociedades, como, por ejemplo, las latinoamericanas. Visto con la perspectiva que conceden las cuatro décadas transcurridas, se puede afirmar, sin demasiado margen de error, que el referente mayo del 68 ha terminado convirtiéndose en un lugar simbólico de peregrinación para cincuentones, cuya reiterada invocación por parte de algunos apenas ha servido para extraer lecciones de utilidad para el presente.

En un segundo grupo se encontrarían aquellos que creen poder localizar en el pasado las claves no sólo de la inteligibilidad del presente sino, sobre todo, su legitimidad. Aunque la caracterización, así formulada, pueda parecer abiertamente peyorativa y, en la misma medida, inasumible por nadie en particular para sí mismo (aunque sí para atribuirla a los otros), conviene destacar hasta qué punto es éste uno de los convencimientos más extendidos. Es más: si cupiera introducir una distinción entre esta concepción de la historia en tanto fuente de legitimación del presente y la historia en tanto relato a la medida de los vencedores, entonces comprobaríamos hasta qué punto es ésta una de las concepciones de la historia más generalizadas (para reclamarse de ella sin problemas, basta con que el defensor introduzca una premisa victimizadora que, al alterar el estatuto del narrador, ponga a su narración a salvo del conocido reproche benjaminiano).6

En realidad, tiene poco de extraña semejante generalización. De hecho, desde sus mismos orígenes la ciencia histórica, y sobre todo su consolidación como disciplina superior, se vincula a una determinada transformación político-social. Hoy constituye un lugar común apenas discutido el de la directa conexión existente entre el surgimiento y auge de los estudios históricos y el desarrollo de los Estados nacionales europeos, conexión en la que al historiador le correspondía una tarea muy concreta, a saber, la de convertir su disciplina en una maquinaria productora de identidad nacional.7 En todo caso, y más allá de que los defensores de esta posición alcancen a reconocer la totalidad de los supuestos teóricos de la misma, podría afirmarse que uno de los rasgos por los que resulta más identificable es por su tendencia a las prácticas históricas conmemorativistas,8 en la medida en que de dichas prácticas obtiene el mayor rendimiento simbólico-político: conmemorar es una forma de mostrar la condición –que posee el presente– de efecto, de desembocadura necesaria de un determinado pasado.

Probablemente constituiría un error estratégico argumentativo utilizar, como argumento crítico básico contra esta perspectiva el mencionado reproche de que lo único que puede emanar de ella es una historia escrita desde el punto de vista de los vencedores (y a su servicio) y que, por tanto, desatiende la perspectiva del genuino conocimiento para ponerse, directamente, al servicio del poder. Tal vez habría que dar un paso más, y poner en cuarentena la tipificación misma que subyace a este discurso, no fuera a ser que, por no cuestionarla, se estuvieran deslizando en todo el planteamiento gruesas confusiones. Pensemos, sin ir más lejos, en toda esa reiterada retórica argumentativa que, de manera permanente, se sirve de unos enfoques de inspiración remotamente benjaminiana para establecer como si fuera nítida la línea de demarcación entre vencedores y vencidos, siéndoles exigible a los primeros, como es obvio, la responsabilidad por las barbaridades que protagonizaron.

La punta del iceberg del problema –que, finalmente, remite a toda una filosofía de la historia de inspiración escatológica sobre la que habría mucho que decir– es que con mucha frecuencia los que en un momento del pasado ejercieron de vencedores resultaron finalmente vencidos, y los que entonces eran vencidos han mutado en vencedores. Aunque, eso sí, unos vencedores peculiares, unos vencedores que siguen hablando como si continuaran siendo vencidos y que le siguen atribuyendo a los hoy vencidos una especie de condición permanente, inalterable, transhistórica, de vencedores. Probablemente este (d)efecto sea el resultado de haber convertido la victoria y la derrota en valores últimos que determinan casi hasta el límite de la ontología la condición de cada cual, cuando en realidad sólo pueden ser consideradas como valores adjetivos o mediatos, cuya cualidad (su positividad o su negatividad, por decirlo de manera simplista) deriva del objetivo o fin a cuyo servicio se aplicaran los vencedores o los vencidos. Si se prefiere formular esto mismo con otros términos, podríamos decir que «victoria» y «derrota» representan criterios meramente formales, en tanto no se especifique la tarea práctica en la que obtuvieron su definitivo signo.

En todo caso, no parece que sea una mera confusión categorial o un descuido en el matiz lo que está en el origen de la falacia. Sabemos a dónde conduce un discurso como el que criticábamos: a afirmaciones del tipo «la víctima siempre tiene razón» y similares, esto es, a afirmaciones que realmente oscurecen y dificultan el conocimiento. Como si vencer colocara automáticamente (y sin remedio alguno) en el lado malo. Lado malo desde el punto de vista político, moral y, sobre todo para lo que estamos hablando aquí, histórico. Con semejante premisa, se comprenden las urgencias (y las eventuales piruetas) de algunos para aparecer siempre, de una u otra manera, en el bando de los derrotados. Estando ahí, ya de nada tienen que rendir cuenta puesto que todo les es debido: no otra es la lógica profunda del argumento.9 Regresaremos más adelante sobre esto.

Un tercer grupo de defensores de la memoria estaría compuesto por quienes vinculan la memoria con la justicia. Es frecuente en el caso en el que quedan pendientes restituciones materiales (vervigracia, bienes incautados) o espirituales (el honor o el buen nombre: en España entrarían en este capítulo la propuesta de revisión de los juicios sumarísimos del franquismo, los del Tribunal de Orden Público, los incursos bajo la ominosa Ley de vagos y maleantes, de esa misma época, etcétera). Desde determinado punto de vista –digamos que el estrictamente doctrinal– este grupo parece ser el menos problemático, aunque hay que añadir a continuación que dicha apariencia tiene mucho de espejismo. Bastaría con pensar en el ámbito de la denominada «justicia transicional», que pretende dar cuenta de la multiplicidad de problemas, no sólo relacionados con las debidas reparaciones a las víctimas, sino también con la rendición de cuentas, la necesaria difusión de la verdad o las reformas institucionales (en algún caso extremadamente complejas) implicadas en los procesos en los que se lleva a cabo la sustitución de un régimen autocrático.10 Tanto es así que, como ha señalado Pablo de Greiff, no existe ninguna nación...



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