Couch | Simplemente Blaine | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 352 Seiten

Reihe: TBR

Couch Simplemente Blaine


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19621-51-1
Verlag: TBR Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 352 Seiten

Reihe: TBR

ISBN: 978-84-19621-51-1
Verlag: TBR Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



¿Qué harías si, de repente, el día más maravilloso de tu vida se convirtiera en un infierno? Eso es lo que le pasa a Blaine cuando su novio perfecto corta con él en plena cena de aniversario, porque Blaine no es un Chico Serio. Pero Blaine tiene un plan: dejar de pintar murales en las paredes, cambiar de vestuario, ponerse las pilas... y presentarse a presidente de su curso. Aunque, tal vez, el intento de convertirse en un Chico Serio lo meta en líos aún más serios...

Nació en una pequeña ciudad de Michigan, pero actualmente vive en Los Ángeles, donde escribe ficción contemporánea y comedias románticas para jóvenes. También emplea su tiempo en divulgar y ayudar a visibilizar al colectivo LGTBIQ+, lo que por supuesto se refleja en sus novelas, donde aboga por la representación a través de sus personajes. Como él mismo dice, utiliza sus propias experiencias como persona gay para poner el foco en los problemas a los que se enfrenta la comunidad queer. En su tiempo libre, le encanta estar rodeado de naturaleza, aunque tiene verdadero terror a las aves.
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CAPÍTULO 1

Es oficialmente imposible que pueda existir un viernes más perfecto que este.

Ya han comenzado las vacaciones de primavera. El mural que tengo delante se está convirtiendo en una de mis creaciones favoritas de todos los tiempos. Y, dentro de solo unas horas, estaré disfrutando de la cita más mágica de mi vida. ¿Puede haber un día mejor?

En mis dieciséis años de existencia he aprendido que los días como hoy son una anomalía. Este se quedará para siempre en mi memoria, estoy seguro. La única forma de explicar un día como este es que el universo me esté sirviendo una bandeja repleta del buen karma que acumulé en una vida anterior.

Estoy dando las gracias a dicho universo representándolo en la fachada de la Papelería de Susan, y tengo que decir que me está quedando de maravilla. Todavía voy por la mitad del mural, más o menos, pero la verdad es que el resultado es mucho mejor de lo que esperaba. Un Saturno rosa chicle con anillos de un azul turquesa, flotando en un espacio de color cobalto: el chute de energía perfecto para un barrio tan soso como el que alberga la Papelería de Susan.

La señora Ritewood (la dueña de la tienda) me ha dado control creativo total para alegrar su fachada entre beis y grisácea, que lleva décadas pidiendo a gritos «un buen lavado de cara» (sus palabras, no las mías, aunque estoy totalmente de acuerdo). Lo más probable es que las ordenanzas municipales dicten que hay que demoler la fachada para reconstruirla desde cero, pero, dadas las limitaciones de presupuesto, la mejor alternativa es contratar a un estudiante de instituto con una gran imaginación y una selección de pinturas todavía más grande.

–¡Blaine! –exclama la señora Ritewood, y casi se me cae la brocha del susto.

Miro de reojo cómo sale de su tienda a saltitos y se detiene en mitad de la acera para contemplar mis progresos. Después de unos buenos cinco segundos de contemplación, suspira:

–Está quedando de maravilla.

Aliviado, retrocedo unos pasos y trato de verlo a través de sus ojos.

–¿Usted cree?

La alegre dueña de la tienda, de apenas un metro cincuenta de altura, se sitúa junto a mí con los ojos muy abiertos y los brazos cruzados.

–Los colores son espectaculares, Blaine.

–¿Sí?

Asiente con entusiasmo, sin que se despeine ni un pelo de su melenita cobriza y cubierta de laca.

–Esos anillos son hipnóticos.

–Es mi parte favorita, sí.

–Y... Un momento. ¿Se supone que Saturno...? –se inclina hacia delante para mirar al planeta humanizado, con sus ojos de color esmeralda, su nariz chata y sus hoyuelos extragrandes–. ¿Se supone que Saturno soy... yo?

Gira la cabeza para esperar mi respuesta.

Me muerdo el labio inferior, nervioso ahora que ha salido a la luz la gran revelación.

–Sí.

–¡Ah! –La señora Ritewood se ilumina y levanta los brazos–. ¡Me encanta!

Hace ademán de abrazarme, y...

–¡Espere! –Doy un salto hacia atrás y le muestro las palmas de mis manos, que están cubiertas de manchas de pintura acrílica de color azul cobalto–. ¡No quiero estropearle la ropa!

–Ah, es cierto –dice mientras contempla mi andrajosa camiseta blanca llena de manchas–. Bien visto.

Vuelve a dirigir su atención hacia el mural, con una sonrisa y un suspiro.

Los momentos como este (ver la emoción en los ojos de mi clienta, su boca abierta, la pausa significativa en la que comprende todas las posibilidades que un lavado de cara como este puede proporcionar a la Papelería de Susan) son una de las principales razones por las que pinto murales para pequeños negocios de la ciudad. Aunque también cuenta la satisfacción estética de mejorar mi castigado barrio del noroeste de Chicago, por supuesto, y el hecho de que perderme en mis coloridos mundos ficticios es una especie de terapia para mí. Pero presenciar cómo el dueño de un negocio contempla su nueva fachada en tiempo real... No sé si existirá una sensación más satisfactoria que esa.

La señora Ritewood me mira, con las mejillas sonrojadas por la emoción.

–¿Se ha can...?

En ese instante, un tren del metro elevado pasa retumbando por las vías que hay sobre nosotros, haciendo temblar mis latas de pintura y ahogando nuestra conversación con un estruendo ensordecedor. La señora Ritewood termina su frase, pero no oigo ni una palabra.

–Lo siento –digo con una sonrisa–. Va a tener que repetírmelo.

–He dicho –contesta, subiendo la voz– que si se ha cancelado tu cena de aniversario.

–Pues... No –respondo con lentitud, confuso–. ¿Por qué lo dice?

Le echa un vistazo a su móvil.

–Porque ya son las seis, Blaine, y pensaba que...

Ahogo un grito.

–¿Cómo?

–Sí, cariño. –Vuelve a mirar su móvil–. Son las seis y nueve minutos, para ser exactos.

–¡Me voy!

Comienzo a cerrar los botes de pintura y a meter mis cosas en el carrito de metal que llevo arrastrando por Chicago desde que hice mi primer mural.

La cena más importante de mi vida es esta noche, y ya voy mal de tiempo.

–¿Te ayudo a recoger? –me pregunta, mirando a nuestro alrededor con nerviosismo.

Me planteo pedirle que recoja la lona protectora, pero entonces me recuerdo a mí mismo que la señora Ritewood tiene más de sesenta años, lumbago, un persistente síndrome del túnel carpiano y la agilidad de una tortuga de tierra.

–¡No se preocupe!

–¿Estás seguro?

–Pues claro.

Termino de recoger a toda prisa, encajo todo en el carrito, agarro el asa y echo a correr por la acera en dirección a casa.

–¡Estoy avanzando a buen ritmo! –grito por encima del hombro–. ¡En una o dos semanas lo termino!

–¡Estupendo, Blaine! –dice la señora Ritewood detrás de mí, observando mi carrito con preocupación–. ¡Pero ten cuidado con esa cosa, que tienes que llegar de una pieza a tu cena!

Voy trotando lo más rápido que me permite mi carrito destartalado sin que sus ruedas salgan despedidas. Normalmente me gusta volver a casa por las acogedoras callejuelas secundarias, bordeadas de casas de piedra amarillenta. En ellas, la sombra de los árboles amortigua el sol de la tarde, y es más probable ver perros paseados por sus humanos. Pero hoy no tengo tiempo para entablar amistad con mascotas desconocidas –voy corriendo contrarreloj–, así que giro a la derecha hacia la congestionada Avenida Milwaukee y acelero el paso, retando a mi viejo carrito a rebelarse.

Hoy no puedo llegar tarde. Hoy tengo la cita más importante de todas las citas.

Esta cena bien podría ser uno de los momentos más importantes de mi tiempo en el instituto; después de todo, es el primer aniversario de...

–¡Aaah!

Oigo el terror en la voz de mi víctima antes de verle la cara.

Alguien ha debido de aparecer por la esquina medio segundo después de que yo pasara zumbando. En efecto: mi sospecha se confirma otro medio segundo más tarde, cuando noto que algo golpea el lateral de mi carrito.

Me doy la vuelta justo a tiempo de ver varias latas de pintura volcándose. A su lado, una figura más o menos de mi tamaño cae de bruces dejando escapar una planta. La maceta se estrella contra la acera y se rompe en un millón de pedazos. La tierra fresca y oscura y los trozos de cerámica se desperdigan por todas partes.

–¡Ay, no! –grito, y me agacho para ayudar a la víctima a levantarse. Para mi horror, me doy cuenta de que la conozco–. Eh... ¿Danny?

Danny Nguyen ignora la mano que le tiendo.

–Uf –resopla, mientras se levanta solo y echa un vistazo alrededor para comprobar si alguien más ha presenciado la colisión–. Igual deberías echarle un poco el freno a ese trasto, Blaine.

–Tienes razón –respondo, y vuelvo a colocar las latas de pintura. Por suerte, ninguna de las tapas se ha salido con el golpe. He evitado una crisis acrílica.

Él resopla y me mira con los ojos entrecerrados, cruzando los brazos sobre su chaleco de color añil. Le dirijo una sonrisa culpable, sin saber muy bien cómo dirigir esta conversación tan incómoda hacia un lugar mejor.

Danny pertenece a la categoría de personas que hacen que un desastre como este sea lo más vergonzoso que puede ser. No es amigo mío (si lo fuera, nos reiríamos de lo que ha pasado y quedaríamos en vernos pronto), ni tampoco uno de los tres millones de desconocidos de esta ciudad que se marcharían por su camino mientras yo me voy por el mío, los dos deseosos de dejar atrás este marrón. Para nada. Danny está justo en el medio: es un compañero del penúltimo...



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