E-Book, Spanisch, 384 Seiten
Reihe: TBR
Couch Si te vuelvo a ver mañana
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19621-23-8
Verlag: TBR Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 384 Seiten
Reihe: TBR
ISBN: 978-84-19621-23-8
Verlag: TBR Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Clark ha vivido el mismo día 309 veces. Sin parar. Está atrapado en un bucle temporal y, al parecer, no hay nada que pueda hacer para detenerlo. Hasta que el día 310 resulta ser... diferente. De repente, su clase de trigonometría habitual se ve interrumpida por una anomalía: un chico al que nunca había visto.Clark jamás se hubiera imaginado que podría enamorarse en un solo día. ¿Será Beau la respuesta a su soledad? Y si lo es, ¿podrá construir un futuro con él sin saber si habrá un mañana?
Weitere Infos & Material
Capítulo 1
Estoy a punto de contarle a mi psicóloga algo que nunca le he dicho a nadie. No debería estar tan nervioso: es la señora Hazel (ha oído de todo) y, además, qué más da a estas alturas. Aun así, es raro admitirlo en voz alta por primera vez.
–¿Puedo contarle una cosa? –pregunto.
La señora Hazel deja de desenvolver el caramelo y me dedica toda su atención.
Me aclaro la garganta.
–Creo... creo que me siento solo.
Se mete el caramelo en la boca con una enorme sonrisa.
–Es fantástico oírte decir eso.
Arrugo la frente, confuso.
–No sé si yo lo llamaría fantástico.
–No es fantástico que te sientas solo –aclara, partiendo el caramelo duro con los dientes–. Es fantástico que me lo hayas dicho.
Me cae bien la señora Hazel. Me cayó bien desde el primer día. Curiosamente fue por su consulta. ¿Sabes eso que dicen de que la gente se parece a su perro? Creo que los psicólogos se parecen a sus despachos, y ese espacio puede ofrecer muchísima información.
Por ejemplo, con el doctor Oregon. Tenía unas arrugas profundas labradas en la cara, igualitas que el suelo de madera agrietado donde insistía en que me sentara descalzo de piernas cruzadas. Abandoné después de la primera sesión, y no porque no me gusten las arrugas sino porque me gustan las sillas. El señor Ramplewood siempre tenía los ojos inyectados en sangre y vestía exclusivamente de gris, a juego con su lúgubre consulta situada en un sótano con humedades. Si abandonara la psicología –y no sería mala idea–, le animaría a que se dedicara a su auténtica vocación: guía turístico de casas encantadas.
Pero la señora Hazel me da la sensación de estar a medio camino entre ser coleccionista de piezas de museo y tener síndrome de Diógenes y, no sé por qué, me agrada eso. Estamos sentados en dos sillas idénticas de cuero marrón, con una mesa de centro entre medias llena de revistas antiguas de psicología, cuencos con caramelos para paliar su autodiagnosticada adicción al azúcar y marcas de círculos descoloridos tras décadas de haber colocado bebidas encima sin usar posavasos. El desteñido papel pintado de flores apenas se ve entre las hileras y más hileras de estanterías llenas de libros desgastados y cachivaches rotos, y hay suficientes fotos colgadas torcidas como para decorar una consulta diez veces más grande que esta. Puede que esta habitación sea la pesadilla de un minimalista, pero yo diría que, curiosamente, el caos de la estancia me infunde paz mental desde la primera sesión.
Y la señora Hazel, diminuta en su suéter de punto, arrebujada en una bufanda amarilla a pesar del calor del final de verano, es una extensión de la elaborada colección de objetos que lleva décadas comisariando. Sobre su cabeza se asienta la sempiterna corona de pelo gris y cuelgan a ambos lados de sus gafas de culo de vaso los pendientes chillones con forma de helados de cucurucho que le vendrían al pelo a una pelota de playa con ojos en lugar de a una mujercilla encogida de sesenta y tantos (no acabo de entender cómo, pero le encajan perfectamente). Claro que me gusta venir a hablar con la señora Hazel, al contrario de lo que me pasaba con el doctor Oregon y con el señor Ramplewood. No necesariamente porque sea mejor psicóloga que ellos –aunque creo que lo es– ni porque su consulta sea más cómoda –aunque sé que es cierto–. Me gusta la señora Hazel porque me dice las cosas sin rodeos. Estoy seguro de que es lo que va a hacer ahora mismo.
Así que le pregunto.
–¿Cómo es que sabía que me sentía solo? ¿En qué se me nota?
Sin dudarlo ni un instante, responde:
–En todo.
Se me salen los ojos de las cuencas ante la brusca respuesta, pero la señora Hazel ni se inmuta; se levanta de un brinco y se pone a revolver la habitación.
En las primeras sesiones recuerdo que me enfadaba un poco que mi psicóloga fuera incapaz de mantener la atención en mí durante más de treinta segundos antes de ponerse a hacer algo, pero he acabado apreciando esa rareza: es perfectamente capaz de estar jugueteando con la tulipa de una lámpara o montando y desmontando muñecas rusas mientras absorbe todas y cada una de las palabras que le digo. Le da igual actuar o no de perfecta psicóloga para quedar bien conmigo. Y ahora que lo pienso, lo cierto es que me desagradaba la intensidad con la que me miraban a los ojos los demás mientras fingían preocupación por todo lo que salía de mi boca. En sus consultas me sentía expuesto ante el público, pero en el despacho de la señora Hazel es como si formara parte de todo el decorado. Y eso me gusta.
Se para delante del escritorio y se pone a rebuscar entre los papeles hasta que encuentra los apuntes de la sesión.
–Aquí están –suspira–. Clark, en principio sospeché que te sentías solo porque mencionaste que estabas hundido desde que Sadie se mudó a la otra punta del país, y para un introvertido como tú es difícil hacer amigos, como es lógico. Tampoco ayuda mucho que al parecer Sadie esté, según tus propias palabras, «pasándolo mejor que nunca» sin ti, en Texas.
Enfatiza lo de «pasándolo mejor que nunca» como si fuera un importante dato clínico.
–Además, tus padres están en medio del proceso de divorcio, lo que, como ya hemos hablado, puede provocar sentimientos de abandono –continúa–. Y, como te comenté la semana pasada, parece que te has rendido a permanecer dentro de una zona de confort cada vez más pequeña, lo que, irónicamente, provoca mayor malestar y sensación de soledad –me dirige una sonrisa triste–. Y todo esto se puede resumir en que te sientes muy solo, Clark.
Tiene toda la razón, pero no sabe ni la mitad de la historia.
La mitad que le falta es el mayor motivo de mi soledad.
No merece la pena que saque el tema ahora. Créeme que lo he intentado. Tres veces. La primera dio como resultado una preocupadísima llamada a mi madre; la segunda provocó una carcajada curiosamente sincera –seguida por el atragantamiento con un caramelo–, y la tercera se zanjó con el consejo de que debería ver menos películas de ciencia ficción. Y como hoy me gustaría llegar a algún tipo de conclusión, me niego a hacer un cuarto intento por ahora.
–¿Cómo puedo superar la soledad? –pregunto, sabiendo que su respuesta no cambiará la situación, pero, conociéndola, al menos será interesante.
–¡Ajá! –chilla, señalándome desde el otro extremo del despacho con un dedo rígido.
Pego un bote. La señora Hazel nunca chilla.
Qué raro.
–Es una buena pregunta –dice–. Me encanta esa pregunta, Clark, porque implica que entiendes que la soledad puede ser un sentimiento fugaz, algo fluido, no un estado crónico inamovible. Hay mucha gente que no lo tiene tan claro.
No lo tengo tan claro como lo cree la señora Hazel (pero me lo callo).
–Clark, ya sé qué deberes te voy a poner esta semana –sentencia, volviendo a su silla con un bolígrafo y un bloc. Se pone a garabatear entusiasmada a la vez que se sienta–. Se trata de un reto dividido en cuatro partes que funciona muy bien si el paciente está comprometido con la terapia.
Inclino la cabeza, no muy seguro de haberla oído bien.
–¿Un reto de cuatro partes?
–Exactamente, sí –asiente ella.
Eso también es... raro.
La señora Hazel siempre me manda deberes simples, directos al grano.
–He aquí cómo creo que puedes superar la soledad, Clark, o, al menos, hacer progresos –comienza–. Número uno: intentar hacer un nuevo amigo en vez de dedicarte a desear que termine el instituto y...
–Un momento –le interrumpo.
Hace una pausa.
Se me dispara el corazón.
–¿Acaba de decir «intentar hacer un nuevo amigo»?
Vuelve a asentir, pero lentamente.
No. No puede haber dicho eso. Esos no son mis deberes.
Esos nunca han sido mis deberes, sin importar lo que hayamos estado hablando.
Aguarda a que le explique el motivo de mi confusión, pero no digo nada.
–¿Te ha sentado mal algo que haya dicho, Clark? –me pregunta.
–No, es que... –me quedo sin palabras–. Da igual. Perdón. Vale, entonces, «intentar hacer un nuevo amigo». ¿Cuál es el segundo paso?
Carraspea y vuelve a mirar sus notas.
–El segundo paso es...
El diario de gratitud. Por supuesto que será eso, como siempre.
–... ayudar a alguien que lo necesite –termina la frase–. Los estudios demuestran que ayudar a los demás no solo es enormemente gratificante, sino que a menudo nos permite conectar con otras personas de forma significativa.
¿Qué coño está pasando? La señora Hazel se ha apartado...




