E-Book, Spanisch, Band 356, 248 Seiten
Reihe: Gran Angular
Cotrina Gómez La deriva
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-1182-064-6
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 356, 248 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-1182-064-6
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
El fin del mundo fue de un verde intenso, majestuoso, como si la realidad entera se transformara en esmeralda. Daniel lo vio llegar desde la ventana del salón abrazado a Sherlock, su gato. Pensó en lo hermoso que era solo un instante antes de que la explosión le tirara la fachada encima. Luego, cuando se despertó, llegaron las medusas, el polvo, los incendios, los remolinos de lluvia... y los fantasmas.
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DE ENTRADA, EL FIN
El fin del mundo fue de un verde intenso, majestuoso, como si la realidad entera se transformara en esmeralda.
Lo vi llegar desde la ventana del salón, abrazado a Sherlock, mi gato. Recuerdo que pensé: «Qué hermoso es, qué hermoso...», solo un instante antes de que la explosión me tirara la fachada encima. Fue una experiencia inolvidable.
Aquel día fatídico, 15 de agosto del 2031 para más señas, no podía haber empezado peor. Papá estaba enfermo, con fiebre y náuseas; mamá lloraba sin parar y los noticiarios de emergencia anunciaban un ataque inminente a gran escala sobre nuestro país. Por lo visto, el enemigo y sus aliados tenían armas nuevas con las que jugar: bombas I las llamaban, bombas irradiadas. Sus efectos eran devastadores: destrozaban los campos electromagnéticos, envenenaban el aire y hacían arder la sangre en las venas, todo a un tiempo. Desde esos mismos noticiarios se instaba a la población a conservar la calma, aseguraban que nuestra red defensiva era lo bastante fuerte como para aguantar el ataque, aunque entraba dentro de lo posible que algún proyectil consiguiera atravesarla. Por eso se rogaba a la ciudadanía que acudiera al refugio más cercano en cuanto oyeran las sirenas.
Como es obvio, aquel ataque no iba a quedar sin respuesta. Nuestro país también contaba con nuevo armamento que probar: las bombas de pulso; recibían ese nombre porque al estallar emitían una pulsación que provocaba un infarto cerebral a todo ser vivo en cincuenta kilómetros a la redonda. Era una tecnología tan terrible que solo nos decidimos a usarla cuando todo se redujo a un cruel todo o nada. Y es que la guerra había alcanzado su momento álgido, el punto donde ningún conflicto bélico había llegado hasta entonces: varias naciones con poder suficiente para devastar el mundo pretendían borrar de la faz de la Tierra a sus adversarios, y si para conseguirlo tenían que sacrificar parte del planeta, que así fuera.
Nosotros, los civiles, llevábamos meses viviendo con un nudo permanente en la garganta. Era raro el día en que no escucháramos las alarmas antiaéreas, era raro el día en que no tuviéramos que bajar a los refugios antes de que las sombras de los aviones se nos echaran encima como aves de presa siniestras. Las horas que pasábamos apretujados en aquel lugar se hacían eternas. El búnker subterráneo olía a sudor y miedo, a desesperación. Allí abajo, uno se sentía enterrado en vida.
Aquel 15 de agosto, las sirenas comenzaron a sonar a las cinco y cuarto de la tarde. Los misiles venían a por nosotros. Mis padres querían salir de casa cuanto antes. Papá estaba pálido y sudoroso, casi parecía un fantasma. Yo insistía en llevarnos a Sherlock; no quería dejarlo atrás, no esta vez. Me había pasado el día intentando meterlo en el transportín, pero lo único que había conseguido eran varios arañazos. El muy idiota tenía demasiado miedo y yo estaba histérico porque tenía más miedo que él. Llegaban las bombas y lo único en que podía pensar era en mi gato.
Había encontrado a Sherlock en un callejón dos años antes, rodeado de gatitos muertos, sus hermanos de camada. Por lo visto, su madre se había olvidado de ellos nada más dar a luz y se había ido con la música a otra parte. Sherlock fue el único que sobrevivió. Y se aferró a la vida con fuerza, vaya que sí. El muy canalla no quería morirse: piaba (porque aquello no era maullar), de forma exagerada, exigiendo atención, alimento y cuidado inmediato, y lo hacía con tal ardor que lo escuché sin problemas al pasar frente al callejón. Allí lo encontré, un pedacito de vida entre cadáveres, con unos pulmones demasiado pequeños para el ruido que metía.
Lo envolví en mi jersey y me lo llevé a casa. Le di biberón durante días, una toma cada tres horas, y lo ayudé a hacer sus necesidades frotando sus partes con una gasa de algodón. No pensé que fuera a sobrevivir. Era muy poca cosa, una criatura frágil y despeinada, con los ojos cerrados y más aspecto de rata que de gato. Pero salió adelante. Contra todo pronóstico, Sherlock vivió para convertirse en un hermoso gato común blanco y negro, con un círculo perfecto de pelaje oscuro alrededor del ojo derecho que le daba aspecto de contemplar el mundo a través de una lupa (de ahí su nombre).
Las sirenas seguían con su aullido demencial. Desistí de meter a Sherlock en el transportín cuando mis padres amenazaron con sacarme de casa a rastras. Mamá estaba al borde de un ataque de nervios; papá, cada vez más débil. En cuanto salí por la puerta sentí un dolor intenso en el pecho, una arcada vital que me humedeció los ojos y me dejó sin aliento. Vivíamos en el octavo y, siguiendo los consejos de los cursillos de evacuación, evitamos los ascensores y bajamos por las escaleras a toda la velocidad que nos permitían las piernas, que no era mucha debido al estado de papá.
El resto de vecinos del bloque se habían marchado ya, muchos ni siquiera se habían molestado en cerrar las puertas de sus viviendas. El día era gris y presagiaba tormenta, las nubes tenían pinta de sudario, de tapa de ataúd, de muerte al acecho; aquel cielo no era un cielo de agosto, era un cielo salido del profundo invierno.
Las calles eran un hervidero de gente a la carrera. Vi escaparates rotos y coches volcados, vi peleas y a un niño perdido que no paraba de llorar y llamar a su madre. Pero lo que más me impactó fue el cadáver de un hombre tirado en mitad de la acera, aferrado todavía a una maleta negra que parecía llena hasta los topes. Fue ese cuerpo lo que me hizo comprender que no había vuelta atrás, que lo que iba a suceder era definitivo.
El refugio no estaba lejos, quedaba a menos de cinco minutos de mi casa, junto a uno de los grandes parques de la ciudad. Había un gentío considerable intentando entrar, más que de costumbre. En otras ocasiones, a la entrada del refugio se disponía una pequeña barrera con soldados al cargo, pero ahora nadie controlaba el acceso. Era un sálvese quien pueda. El miedo se respiraba en el aire, casi se podía masticar. El tétrico sonido de las sirenas antiaéreas resultaba desquiciante.
«Vais a morir. Vais a morir todos», parecían decir.
Perdí de vista a mis padres entre la riada de gente ansiosa por encontrar refugio. Intenté acelerar el paso y, justo entonces, choqué contra la espalda de un hombre que se me cruzó en el camino. Giré a medias en un intento de conservar el equilibrio y, al hacerlo, quedé frente a frente con una chiquilla pelirroja que llevaba una gata blanca contra el pecho. Ver a ese animal fue superior a mis fuerzas. Me di la vuelta, desesperado, y descubrí a mis padres un poco más adelante. Mamá me miraba agitada mientras sostenía a mi padre. Le hice un gesto para que continuaran y en ese gesto iba implícita la mentira de que yo los seguiría. En cuanto mi madre apartó la mirada, eché a correr en sentido opuesto a la muchedumbre, abriéndome paso a golpes y empujones. Volvía a casa. Era mi gato, ¿vale? Se llamaba Sherlock y le había dado el biberón cuando era pequeño. Me negaba a dejarlo allí, muerto de miedo.
En cuanto me alejé del refugio, me di cuenta de que la ciudad se había quedado vacía. Las calles que pisaba no parecían las mismas que unos minutos antes. Hasta el aire era diferente. Había algo espectral en aquel abandono. El aullido de las sirenas era terrible, demoledor. Tenía ganas de gritar fuerte para tapar aquel sonido espantoso con mi voz.
Subí las escaleras del edificio de tres en tres. Tuve un acceso de pánico en el séptimo piso. ¿Qué estaba haciendo? ¿Me había vuelto loco? Sacudí la cabeza y busqué las llaves de casa mientras salvaba el último tramo de peldaños.
Abrí la puerta y entré atropellado. Sherlock, que siempre venía a mi encuentro cuando volvía a casa, no lo hizo esta vez, aunque lo escuché maullar desde el salón.
Fui en su busca. Las sirenas lo aterrorizaban; en cuanto las oía, se metía tras el sofá, en su refugio particular. El gato no iba a salir mientras la alarma continuara, así que la única alternativa que me quedaba era tirar del sofá y cogerlo a las bravas. Me disponía a hacerlo cuando se hizo el silencio, de un modo tan brusco que fue como si acabara de quedarme sordo. El mundo entró en pausa, y yo con él.
Hice lo posible por tranquilizarme. Cuanto más nervioso me pusiera, más nervioso estaría el gato. Fui a la cocina y cogí el último cartón de leche que quedaba en la nevera. Llené a rebosar su escudilla, la llevé al salón y la coloqué junto al sofá. Me senté a esperar.
Aguardé rodeado de aquella quietud lúgubre. Tenía miedo y unas ganas tremendas de llorar. Lo único que quería era salvar a mi gato. Salvarlo era más importante que salvarme yo. Llamé de nuevo a Sherlock, con la voz quebrada, a punto de perder la esperanza. Un segundo después, un hocico rosado asomó reticente entre la pared y el sofá. Se oyó un maullido que casi era una pregunta.
–Todo está bien, bicho –le mentí mientras le tendía la mano–. Todo va bien y yo no tengo miedo y no hay bombas a punto de caernos encima. ¿Te apetece que vayamos a dar una vuelta? He encontrado una gata que se muere por conocerte. ¿Te vienes?
El gato salió de su refugió,...