E-Book, Spanisch, Band 238, 264 Seiten
Reihe: Impedimenta
Condé Yo, Tituba, la bruja negra de Salem
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-18668-27-2
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 238, 264 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-18668-27-2
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
«Tituba y yo convivimos en la más estrecha intimidad durante un año. En el transcurso de nuestras conversaciones, me contó muchas cosas. Nunca se las había confesado a nadie.» Maryse Condé adopta la voz de Tituba, la esclava negra juzgada en los famosos procesos por brujería que tuvieron lugar, en medio de una fiebre de histeria colectiva, en la ciudad de Salem, a finales del siglo XVII. Hija de la esclava Abena, que fue violada por un marinero inglés a bordo de un barco negrero, Tituba fue iniciada en el arte de lo sobrenatural por Man Yaya, una de las curanderas más poderosas de la isla de Barbados. Incapaz de sustraerse a la influencia de los hombres indeseables y de baja moral, Tituba pasa a ser propiedad de un pastor obsesionado con Satán, y acabará recalando en la pequeña comunidad puritana de Salem, en Massachusetts, donde será juzgada y encarcelada, acusada de haber embrujado a las niñas del pueblo. Detenida, abandonada en prisión, Maryse Condé la rehabilita, la arranca del olvido al que había sido condenada y, finalmente, la devuelve a su país natal en la época de los negros cimarrones y de las primeras revueltas de esclavos.
Ganadora del Grand Prix Littéraire de la Femme. Maryse Condé, Premio Nobel Alternativo de Literatura, nos ofrece una historia desgarradora, tan real como oscura, en la que pone sobre la mesa temas como la esclavitud, la violencia, el deseo femenino, la superstición y la inocencia.
CRÍTICAS
«En la última vuelta del camino, tras una vida llena de dolor y dificultades, Maryse Condé reivindica, una vez más, la lucha, la supervivencia y la sabiduría.» -Sagrario Fernández-Prieto, La Razón
«De las novelas publicadas de la autora hasta la fecha, esta es seguramente la más lograda gracias a la construcción fenomenal del personaje desde una voz narrativa asombrosa, crecida en los matices, vertida entre el asombro y la rabia, entre la inocencia y el arrojo.» -Pablo Bujalance, Diario de Sevilla
«Una novela que apela a la libertad, a la tolerancia, a la independencia, al amor... y al valor de tantas y tantas mujeres anónimas a lo largo de nuestra historia.» -RTVE
«Condé aporta una perspectiva feminista y empática al relato de la vida de Tituba, ya que también vive los efectos de sentirse excluida del mundo al que la gente te dice que no perteneces, pero es tan tuyo como de los demás.» -Publishers Weekly
«Un testimonio necesario de una época puesta bajo el signo de la violencia y la injusticia.» -Javier García Recio, El Periódico de España
«De la pluma de Maryse Condé brota, luminoso y rugiente, un magma literario arrollador.» -El Cultural
«Maryse Condé es una narradora prestigiosa cuya prosa cuidada sale directamente de su alma.» -Zenda
«Maryse Condé vuelca la negritud en su obra con una exquisita sensibilidad.» -ABC Cultural
Maryse Condé nació en 1937 en la isla de Guadalupe. Estudió en París y, tras vivir largos años en África, comenzó su carrera literaria en Francia. En 1985 se mudó a Estados Unidos y en 1987 recibió el Grand Prix Littéraire de la Femme por Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986). Entre sus otras obras destacan sus memorias Corazón que ríe, corazón que llora (1999) y La vida sin maquillaje (2012), así como las novelas La Deseada (1997), Historia de la mujer caníbal (2003), Victoire. La madre de mi madre (2010) y El Evangelio del Nuevo Mundo (2022). En 2018 fue galardonada con el Premio Nobel Alternativo de Literatura, y en 2021 recibió el Prix Mondial Cino del Duca por su labor humanista en la cultura. Falleció en abril 2024 en la pequeña ciudad de Gordes, al sur de Francia.
Weitere Infos & Material
1 Abena, mi madre, fue violada por un marinero inglés en la cubierta del Christ the King un día de 16**, mientras el navío zarpaba rumbo a Barbados. Yo fui fruto de aquella agresión. De aquel despreciable acto de odio. Semanas después, cuando el barco por fin atracó en el puerto de Bridgetown, nadie reparó en que mi madre estaba encinta. Como rondaba los dieciséis años y era hermosa, con aquella piel suya de azabache y el dibujo sutil de las cicatrices tribales a la altura de los pómulos, un rico terrateniente llamado Darnell Davis pagó un buen dinero por ella. Compró además dos hombres, también asantes, víctimas de las guerras con los fanti.[1] La idea era que mi madre estuviera al servicio de su mujer, que no soportaba la vida lejos de Inglaterra y cuya salud, tanto física como mental, precisaba de cuidados constantes. Debía suponer que mi madre sabría cantar, bailar y hacer, en fin, todo tipo de negrerías varias para distraerla. Y, por lo que se refiere los dos hombres, los pondría a trabajar en su plantación de caña de azúcar, que era bastante próspera, y en sus campos de tabaco. Jennifer, la esposa de Darnell Davis, apenas era un par de años mayor que mi madre. La habían casado a la fuerza con aquel hombre rudo y detestable, que la dejaba sola todas las noches para salir a empinar el codo y que, además, a aquellas alturas ya acumulaba una caterva de hijos bastardos. Jennifer y mi madre enseguida trabaron amistad. Después de todo, no eran más que dos niñas atemorizadas por el rugido de las bestias nocturnas y por el teatro de sombras que ofrecían los flamboyanes, las jícaras y las ceibas de la plantación. Se acostaban juntas, mi madre acariciaba y jugueteaba con las largas trenzas de su amiga y le contaba las historias que mi abuela le había narrado a su vez en Akwapin, su pueblo natal. Invocaba a todas las fuerzas de la naturaleza para que acudieran a guardar su cama y protegerlas por la noche durante el sueño, Dios las librase de que los demonios bebedores de sangre les chuparan hasta la última gota antes del amanecer. Cuando Darnell Davis se dio cuenta de que mi madre estaba embarazada, montó en cólera. Menuda compra había hecho. Había tirado un buen puñado de libras esterlinas a la basura. ¡Ahora tendría que cargar con una mujer enferma y completamente inútil! Así que, ignorando las súplicas de Jennifer, decidió castigar a mi madre entregándola a uno de los asantes que había adquirido en la misma compra, de nombre Yao. Pero el agravio no se quedó ahí, sino que además se le prohibió volver a poner un pie en la hacienda. Yao era un joven guerrero que no se resignaba simplemente a plantar, cortar y acarrear la caña hasta el molino. En dos ocasiones, de hecho, había masticado raíces venenosas para intentar matarse. Lo pudieron salvar de puro milagro y lo obligaron a continuar con una vida que odiaba con todas sus fuerzas. Darnell esperaba que, al darle una compañera, Yao recuperara las ganas de vivir, y de esa manera él dejaría de perder dinero y por fin le cuadrarían las cuentas. Era innegable, ¡no había estado lo que se dice nada inspirado aquella mañana de junio de 16** en el mercado de esclavos de Bridgetown! Uno de los hombres se le había muerto. El otro había resultado ser un suicida. ¡Y ahora, encima, Abena estaba embarazada! Mi madre entró en la cabaña de Yao poco antes de la hora de la cena. El esclavo estaba tumbado en su esterilla, demasiado deprimido como para pensar siquiera en comer. No parecía sentir ni una pizca de curiosidad por la mujer cuya llegada le habían anunciado. Cuando Abena apareció, se incorporó apoyándose sobre los codos y murmuró: —Akwaba![2] Enseguida la reconoció y exclamó: —¡Pero si eres tú! Abena se deshizo en lágrimas. Había capeado demasiadas tormentas en el transcurso de su corta vida: el día en el que su pueblo estalló en llamas, en el que sus padres fueron degollados, luego vino la violación y, ahora, la separación brutal de Jennifer, un ser tan tierno y desesperado como ella misma. Yao se incorporó. Su cabeza rozaba el techo de la cabaña, aquel negro era alto como un acomat.[3] —No llores. No te tocaré. No te haré daño. ¿Acaso no hablamos la misma lengua? ¿Acaso no adoramos al mismo dios? Después bajó la vista hacia el vientre de mi madre: —Es el hijo del amo, ¿verdad? Los ojos de Abena volvieron a llenarse de lágrimas, aún más ardientes. Lágrimas de vergüenza y lágrimas de dolor. —¡No, no lo es! De todas formas, no deja de ser el hijo de un blanco… Viéndola así, avergonzada y con la cabeza gacha, una inmensa y dulce lástima inundó el corazón de Yao. A sus ojos, la humillación de aquella criatura simbolizaba la de todo su pueblo, destrozado, disperso, vendido al mejor postor. Él también tuvo que enjugarse las lágrimas que le corrían por el rostro: —No llores. A partir de hoy, considera que tu hijo es mío. ¿Me oyes? ¡Y pobre del que se atreva a decir lo contrario! El llanto de Abena no cesaba. Yao le acarició la barbilla para que levantara la cabeza y le preguntó: —¿Conoces la historia del pájaro que se reía de las hojas de la palmera? Mi madre esbozó una sonrisa: —¿Cómo no voy a conocerla? De pequeña era mi historia favorita. La madre de mi madre me la contaba todas las noches. —La mía también… ¿Y la del mono que se creía el rey de la selva? Trepó a la copa de un iroco pensando que así todos los animales se inclinarían ante él. Pero la rama a la que estaba encaramado se partió y terminó cayéndose de culo al suelo. Acabó lleno de polvo… Mi madre se rio. Hacía muchos meses que no se reía. Yao tomó el hatillo que la joven traía en una mano y lo dejó en una esquina de la cabaña, disculpándose: —Verás que todo está hecho un desastre. No tenía ganas de seguir viviendo. Últimamente, la vida me parecía un charco de agua sucia y evitaba pisarlo a toda costa. Pero ahora que estás aquí, todo será diferente. Pasaron la noche fundidos en un cariñoso y casto abrazo, como dos hermanos o, más bien, como padre e hija. Tuvo que pasar una semana hasta que hicieron por primera vez el amor. Cuando nací, cuatro meses después, Yao y mi madre estaban aún descubriendo la felicidad. ¡Triste felicidad la del esclavo, incierta y amenazada, hecha de míseras migajas! A las seis de la mañana, con el machete al hombro, Yao se dirigía hacia los campos para unirse a la larga fila de hombres andrajosos que arrastraban los pies por los senderos. Mi madre, entretanto, cultivaba en el huerto tomates, quingombós y todo tipo de verduras; cocinaba, y también daba de comer a un par de gallinas enclenques. A las seis, cada tarde, los hombres regresaban y las mujeres se arremolinaban entonces a su alrededor. Cuando llegó el día de mi nacimiento y vio que no había tenido un varón, mi madre rompió a llorar. Le parecía que el destino de las mujeres era más doloroso, si cabe, que el de los hombres. ¿Acaso no estaban abocadas a cumplir con la voluntad de quienes las mantenían esclavizadas y a yacer con ellos para dar con su libertad? Yao, sin embargo, se alegró. Me tomó en sus grandes manos huesudas y, tras enterrar la placenta de mi madre bajo una ceiba, me ungió la frente con la sangre fresca de un pollo. Acto seguido, sosteniéndome por los pies, presentó mi cuerpo a los cuatro confines del horizonte. Él fue quien me bautizó: Tituba. Ti-tu-ba. No es un nombre asante. Yao se lo inventó para dejar así bien claro que yo era hija de su voluntad y también de su imaginación. Hija de su amor. Los primeros años de mi vida transcurrieron plácidamente. Fui una bebé bonita y mofletuda. La leche de mi madre me sentaba de maravilla. Aprendí a hablar y a caminar. Descubrí el universo que me rodeaba, tan triste como espléndido. Las cabañas de barro seco, que se recortaban sombrías contra el cielo desbocado; el involuntario esplendor de las plantas y de los árboles, el mar y su áspero canto de libertad. Yao me invitaba a mirar hacia el estrecho que se abría ante nosotros y me susurraba al oído: —Algún día seremos libres, abriremos las alas de par en par y regresaremos volando a nuestro país de origen. Y me frotaba el cuerpo con un manojo de algas secas, para evitar que cayera enferma de pian. En realidad, Yao no tenía una hija, sino dos: mi madre también lo era. Para ella, aquel hombre era mucho más que un simple amante. Era un padre, un salvador, ¡un refugio! ¿Cuándo descubrí, entonces, que mi madre no me quería? Tal vez a los cinco o seis años. Por más que hubiera nacido negra, si bien con la tez algo rojiza y el cabello encrespado a más no poder, cuando me miraba, ella veía al hombre blanco que la había poseído en la cubierta del Christ the King, en mitad de un corrillo de marineros obscenos que se limitaron a presenciar la escena de brazos cruzados. Supongo que yo no hacía más que avivar su dolor y su humillación de forma constante. Cuando me acurrucaba, mimosa, junto a ella, con esa pasión tan típica de los niños, siempre me rechazaba. Cuando rodeaba su cuello con mis bracitos, se zafaba del abrazo a toda prisa. Solo me toleraba cuando Yao se lo pedía: —Siéntala en tu regazo. Bésala. Acaríciala… Sin embargo y pese a todo, semejante falta de cariño tampoco me afectaba demasiado, pues...