E-Book, Spanisch, 406 Seiten
Reihe: Literatura
Claudel El zapato de raso
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-595-3
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Versión completa
E-Book, Spanisch, 406 Seiten
Reihe: Literatura
ISBN: 978-84-9920-595-3
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Paul Claudel (Villeneuve-sur Fère 1868 - París 1955) fue un poeta y dramaturgo francés. El hecho más significativo de toda su vida será la conversión al catolicismo en 1886, después de haber perdido la fe años antes. Tras un largo combate espiritual, el escritor saldrá seguro de su misión de poeta como revelador del sentido de lo real. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas, entra en la carrera diplomática y dedicará gran parte de su vida a viajar por el Lejano Oriente, Estados Unidos y Europa. En 1906 se casa con Reine-Marie Perrin, con la que tendrá cuatro hijos. Su obra es extensísima. Se inicia con obras políticas derivadas del simbolismo francés, sobre todo de la obra de Rimbaud y Mallarmé, movimiento del que se distanciará tras su conversión. Escribe una serie de dramas o misterios dramáticos que muestran las grandes preocupaciones del autor francés: Tête d'Or (1890), La ville (1893) y La jeune fille Violaine (1892). Entre la producción lírica destacan: Cinq grandes odes (1910), La cantate à troix voix (1914), etc. Pero realmente la obra de madurez la componen los grandes dramas: La Anunciación de María (1912), El zapato de raso (1919-1924), Cristóbal Colón (1927) y Juana de Arco en la hoguera (1938).
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ESCENA III
DON CAMILO, DOÑA PROEZA.
Otra parte del mismo jardín. Es mediodía.
La escena aparece dividida de lado a lado por una especie de largo muro: el seto de un paseo formado por tupidos
arbustos. La densa arboleda envuelve todo en sombra,
aunque por algunos claros del follaje se filtran rayos de sol que estampan en el suelo manchas ardientes.
Del lado invisible del seto, Doña Proeza, paseando junto a Don Camilo sin que el espectador pueda ver otra cosa que atisbos de su vestido rojo a través de las hojas. Del lado visible, Don Camilo.
DON CAMILO. Agradezco a vuestra señoría que me hayáis permitido despedirme de vos.
DOÑA PROEZA. No ha habido permiso por mi parte, ni prohibición ninguna de don Pelayo.
DON CAMILO. Este seto entre los dos es la mejor prueba de que no queréis verme.
DOÑA PROEZA. ¿No os basta con que os escuche?
DON CAMILO. En mi nuevo puesto no tendré ya ocasión de importunar a menudo a su excelencia el capitán general.
DOÑA PROEZA. ¿Volvéis a Mogador?
DON CAMILO. Es lo mejor de aquello, alejado de Ceuta y de sus covachuelas, y lejos también de esa gran marina azul donde los remos de las galeras no paran de escribir con blanca espuma el nombre del rey de España.
Y lo que más me agrada es esa barra de cuarenta pies que dificulta el acceso a su puerto. Me cuesta de cuando en cuando una barcaza o dos, pero incordia lo suyo a mis visitantes. Ya conocéis el dicho: las visitas me honran, las que no se producen me alegran.
DOÑA PROEZA. Pero eso os priva de recibir refuerzos y suministros.
DON CAMILO. Trato de apañarme sin ellos.
DOÑA PROEZA. Por fortuna Marruecos se halla dividido en estos momentos entre tres o cuatro sultanes o profetas que andan a la greña, ¿no es cierto?
DON CAMILO. Sí lo es. Y me viene de perlas.
DOÑA PROEZA. Nadie mejor que vos para sacar partido de una situación así, ¿verdad?
DON CAMILO. Sí, porque hablo todas las lenguas. Pero... sé en lo que estáis pensando. Aludís a ese viaje de dos años que me llevó a recorrer el interior del país disfrazado de mercader judío. Muchos dicen que aquella aventura fue impropia de un hidalgo y de un cristiano.
DOÑA PROEZA. Pues no, no lo pensaba. Y nadie ha insinuado nunca que fueseis un renegado. Prueba de ello es ese honroso puesto que el rey os ha confiado.
DON CAMILO. ¡Menuda honra! Plantarme como perro encaramado a un tonel en mitad del océano... Pero no ambiciono otro puesto. Aparte de que también son muchos los que dicen, por mi tez algo oscura, que tengo bastante de moro.
DOÑA PROEZA. Yo no. Me consta que venís de muy buena familia.
DON CAMILO. ¡Ahí me las den todas! Todo hidalgo que se precie sabe que no conviene remover estas cosas, que pueden volverse en contra de uno mismo. Teóricamente, claro, porque procuramos removerlas lo menos posible.
DOÑA PROEZA. Sabéis que pienso como vos. Que yo también amo a esa raza peligrosa.
DON CAMILO. ¿Amarlos yo? ¡Ni hablar! Más exacto es decir que no le tengo apego a España.
DOÑA PROEZA. ¡Qué decís, don Camilo!
DON CAMILO. Hay quienes al nacer se encuentran con una posición hecha, engastados y prietos como el grano de maíz en la mazorca compacta: una religión, una familia, una patria...
DOÑA PROEZA. No pretenderéis que son realidades que no os importan.
DON CAMILO. Ya veo: os encantaría que os tranquilizara. Como mi madre, empeñada en que le dijera constantemente lo que quería oír de mí. ¡Cuánto me reprochaba mi sonrisa zalamera por toda respuesta!
He de reconocer que mis hermanos y hermanas no acaparaban de la misma forma sus pensamientos. Murió repitiendo mi nombre. Pero no hablemos de mí, sino de otro sujeto de cuidado: ¿qué me decís del Hijo Pródigo? ¿De verdad os creéis que dilapidó su herencia en banquetes y furcias? ¡Ja! Seguro que se metió en otros asuntillos mucho más apasionantes. Por ejemplo, tratos para poner los pelos de punta con los cartagineses y los árabes... ¡Vamos! Que se jugó la reputación de la familia, ¿entendéis? ¿Creéis que el Padre podía estar pensando en algo distinto de ese hijo querido? Días enteros. ¡Qué remedio!
DOÑA PROEZA. ¿Una «sonrisa zalamera»?
DON CAMILO. Como dando a entender que, en el fondo, los dos estábamos de acuerdo, como si fuéramos un poco cómplices. Un guiño, nada más. Así. Y esto la sacaba de sus casillas. ¡Pobre mamá! Aunque, decidme: ¿quién sino ella me hizo como soy?
DOÑA PROEZA. No es tarea mía reformaros.
DON CAMILO. ¿Qué sabéis vos? Acaso sea la mía corromperos.
DOÑA PROEZA. Difícil lo veo, don Camilo.
DON CAMILO. Será difícil, pero aquí estáis ya vos escuchándome, a pesar de la prohibición de vuestro marido, a través de este muro de hojas. Incluso puedo vislumbrar vuestra orejita.
DOÑA PROEZA. Sé que me necesitáis.
DON CAMILO. ¿Que sabéis que os amo?
DOÑA PROEZA. No he dicho eso.
DON CAMILO. ¿Y no os inspiro demasiado horror?
DOÑA PROEZA. Eso no lo lograréis así como así.
DON CAMILO. Decidme, pues, ser invisible que me escucháis y que unís vuestros pasos a los míos del otro lado de esta fronda: ¿no es tentadora mi oferta?
A la mujer amada brindan otros perlas, castillos... ¡qué sé yo!... Bosques, cien granjas, una flota en el mar, minas, un reino, una vida apacible y honrada, una copa de vino que beber juntos...
Pero yo no os propongo nada semejante... ¡Oyeme bien, porque sé que voy a tocar la fibra más recóndita de tu corazón!..., sino algo tan preciado que bien vale la pena darlo todo para alcanzarlo conmigo y comparado con lo cual desdeñaréis vuestros bienes, la familia, la patria, vuestro nombre e incluso vuestro honor.
¿Qué hacemos aún aquí? ¡Partamos, Maravilla!
DOÑA PROEZA. ¿Y se puede saber qué es eso tan precioso que me ofrecéis?
DON CAMILO. Un lugar conmigo donde no hay absolutamente nada. ¡Nada! ¡Rrrac!
DOÑA PROEZA. ¿Eso queréis darme?
DON CAMILO. ¿Os parece poco una nada que nos libre de todo?
DOÑA PROEZA. Pero, mi señor don Camilo..., ¡yo amo la vida! ¡Amo el mundo, amo España! ¡Amo este cielo azul, el sol radiante...! ¡Amo la suerte que Dios me ha deparado!
DON CAMILO. También yo. España es bella. ¡Dios! ¡Qué gran cosa sería poder abandonarla de una vez por todas!
DOÑA PROEZA. ¿No fue eso lo que hicisteis?
DON CAMILO. Pero se vuelve siempre.
DOÑA PROEZA. Decidme: ¿acaso existe ese lugar donde no hay absolutamente nada?
DON CAMILO. Existe, Proeza.
DOÑA PROEZA. ¿Cuál es?
DON CAMILO. Un lugar donde no hay nada en absoluto; un corazón donde sólo estás tú.
DOÑA PROEZA. Habéis vuelto la cabeza al decirlo para que yo no pudiera leer en vuestros labios que os estáis burlando de mí.
DON CAMILO. Digo que el amor es celoso. ¿Queréis hacerme creer que no sois capaz de entenderlo?
DOÑA PROEZA. ¿Qué mujer no lo entendería?
DON CAMILO. ¿No afirman los poetas que la que ama gime por no ser todo para su elegido? Es preciso que él solamente la necesite a ella. Trae consigo a su amado la muerte, el desierto.
DOÑA PROEZA. ¡Ah! No es muerte, sino vida, lo que yo quiero comunicar al que amo. ¡La vida! Aunque me costara la mía.
DON CAMILO. Pero ¿no sois vos misma más que mil reinos por poseer, más que una América surgida del mar?
DOÑA PROEZA. Soy más, sí.
DON CAMILO. ¿Y puede haber algo comparable a crear una América junto a un alma que está ahogándose?
DOÑA PROEZA. ¿Tendré que dar mi alma para salvar la vuestra?
DON CAMILO. No hay ningún otro medio.
DOÑA PROEZA. Si os amara, me resultaría fácil.
DON CAMILO. Si no me amáis a mí, amad mi infortunio.
DOÑA PROEZA. ¿Cuál es ese infortunio tan grande?
DON CAMILO. ¡Impedidme estar solo!
DOÑA PROEZA. ¿No es eso lo que habéis perseguido vos mismo tenazmente? ¿Qué amistad no habéis desalentado? ¿Qué lazo que no hayáis roto? ¿Qué deber que no hayáis asumido con la sonrisa de que me hablabais antes?
DON CAMILO. Si tan vacío estoy de todo, es para hallarme en mejor disposición de recibiros.
DOÑA PROEZA. Sólo Dios colma.
DON CAMILO. ¡Quién sabe si no sois vos la única capaz de acercarme a ese Dios!
DOÑA PROEZA. Pero yo no os amo.
DON CAMILO. Pues por mi parte, Proeza, voy a ser tan desdichado, voy a cometer tales crímenes que ellos os forzarán...