Castelar y Ripoll | Crónica internacional | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 21, 368 Seiten

Reihe: Pensamiento

Castelar y Ripoll Crónica internacional


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9816-945-4
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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Reihe: Pensamiento

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Crónica internacional hace un recuento de la política de Europa durante la segunda mitad del siglo XIX. Es una exposición de acontecimientos acaecidos a partir de 1890 mes a mes, considerados relevantes tanto en el ámbito de España, como en el internacional. Emilio Castelar se ocupa de narrarlos demostrando un profundo conocimiento de la política de su tiempo, así como de la historia universal. En su libro relata circunstancias políticas en diferentes países, mostrando sus opiniones al respecto. Por ejemplo, pone de manifiesto su admiración por América; también manifiesta su alegría por el establecimiento de la República francesa; su admiración por Otto von Bismarck, aunque no duda en criticar su gestión a la toma de Alsacia y Lorena. De igual forma, manifiesta una clara oposición a las ideas socialistas, por tratarse, según el autor, de un movimiento sectario contrario al progreso y a la libertad. Finalmente cabe destacar la explicación del autor acerca del fracaso de la 1.ª República española, Castelar culpa a los republicanos revolucionarios y radicales por sublevarse contra cualquier iniciativa política mas moderada. Emilio Castelar termina su obra con referencias a los acontecimientos políticos ocurridos el año 1898, y se lamenta de la pérdida de las últimas colonias españolas, aunque intenta inyectar con unas palabras de esperanza el porvenir de España. Este libro de Emilio Castelar comprende comentarios sobre: - Alemania, - Bulgaria, - Cuba, - España, - Francia, - Inglaterra, - Italia, - Portugal - y Rusia.

Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899). España. Nació en Cádiz y estudió derecho y filosofía y letras en la universidad de Madrid (1852-1853). Actuó en la vida política defendiendo las ideas democráticas; fundó el periódico La Democracia, en 1863, y apoyó el republicanismo individualista. A causa de un artículo contrario a Isabel II, fue separado de su cátedra de historia de España de la universidad central, lo que provocó manifestaciones estudiantiles y la represión de la Noche de san Daniel (10 abril 1865). Castelar conspiró contra Isabel II y se exiló en Francia, donde permaneció hasta la revolución de septiembre (1868). A su regreso fue nombrado triunviro por el partido republicano junto a Pi y Margall y a Figueras. Diputado por Zaragoza a las cortes constituyentes de 1869, al proclamarse la I república ocupó la presidencia del poder ejecutivo. Gobernó con las cortes cerradas y combatió a carlistas y cantonales. Tras la reapertura de las cortes, su gobierno fue derrotado, lo que provocó el golpe de estado del general Pavía (3 enero 1874). Disuelta la república y restaurada la monarquía borbónica, representó a Barcelona en las primeras cortes de Alfonso XII. Defendió el sufragio universal, la libertad religiosa y un republicanismo conservador y evolucionista (el posibilismo). Emilio Castelar murió en 1899 en San Pedro del Pinatar.
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2. febrero 1891


El cenit de la democracia francesa. Los descensos del partido irlandés. Complicación de sus intereses con el proceder de los fenianos proscritos en América. Fuerza de Parnell. Convenios con O’Brien. Alemania. Exaltación de Bismarck. Sus Memorias. Sus coloquios. Desavenencias cada día mayores con el emperador y con el Imperio. Inútiles propósitos de romper y dividir a Francia. Unidad de las naciones latinas. La reacción religiosa en Rusia. Estado interior de la Iglesia protestante germánica. Persistencia de la unión evangélica y de la extrema derecha hegeliana. Agitaciones en Bélgica. Conclusión

Continúa subiendo al cenit Francia, después de haber tantas veces declinado, y aun corrido, hacia el ocaso. La última suscripción al empréstito, cubierta veinticinco veces, revela una copia de ahorros en lo relativo a la economía nacional y una confianza tan profunda en lo relativo a las instituciones políticas, que no hay Nación alguna en Europa tan sólidamente asentada sobre bases inconmovibles. Así la opinión cada día se pronuncia con más resuelta y firme decisión por la forma republicana. Si duda cupiese a este respecto, desvaneceríanla con su inapelable veredicto las últimas elecciones senatoriales. En estos comicios de segundo grado, compuestos por compromisarios provenientes de una verdadera selección, donde concentraciones muy reflexivas de la conciencia pública permiten acuerdos muy maduros de la voluntad general, ha flotado la fórmula salvadora, promulgada y mantenida por mí cuatro consecutivos lustros: la República gubernamental. Comicio tan escogido alcanza poder extraordinario; y el paso de doce nombres desde las filas monárquicas al partido republicano significa la estabilidad ya para la República francesa, cuyas raíces concluyen por mezclarse y confundirse con las bases y con los fundamentos del mismo patrio territorio. Entre los elegidos, hállase a la cabeza mi respetable amigo Freycinet, presidente del Consejo. Los electores le han significado con su designación el aprecio en que tienen sus altas dotes de gobierno y el recuerdo que guardan de su competencia en la organización militar. Presidente del Consejo y ministro de la Guerra, sus numerosísimos votos le traen aparejada una doble sanción al desempeño de sus sendos difíciles ministerios. Entre los elegidos hállase mi viejo correligionario Ranc. Y le llamo así por nuestra común categoría de republicanos, pues nada más discorde que nuestros mutuos criterios personales en las aplicaciones a los términos varios del problema político francés. Mientras yo me precio de republicano conservador intransigente, mi amigo discurre por las vaguedades múltiples del radicalismo, y como tal palabra preste muy poco de sí, conténtase con meter a los republicanos conservadores y radicales en el mismo saco para que tiren juntos del gobierno, sin ver cómo, tirando en sentidos opuestos, cual aquellos muy célebres caballos de las fábulas antiguas, destruye cada cual de los grupos las acciones correspondientes al otro, y no pueden tomar ninguna dirección. Siendo tan avanzado como veis, la suerte ha querido impelerlo a la Cámara conservadora por excelencia. Ya que nunca perdió en las constantes disputas amistosas nuestras el radicalismo vago suyo, aprenda en el comercio diario con los republicanos machuchos del alto Cuerpo Colegislador que la República no puede pensar seriamente, ni en meterse para nada con la Iglesia católica, ni en soñar por mucho tiempo con la reforma constitucional. Así lo dice hoy el hombre de temple mayor entre los electos, mi fraternal amigo Julio Ferry. Y puesto que mentamos con tanta satisfacción este acertadísimo nombramiento, no despreciemos con omisión inexplicable las indecibles cóleras por él despertadas, así en los reaccionarios como en los radicales franceses, porque los unos jamás le perdonan que haya contribuido tanto a fundar la República, y los otros que haya puesto tanto empeño en dar a la República un carácter gubernamental. Y digo adrede gubernamental, para distinguirlo y separarlo del carácter conservador. Ferry, por su fuerza de voluntad, ha dado muchas fuerzas políticas al gobierno republicano; pero, por sus ideas religiosas, no podrá contarse nunca entre los conservadores de la República. Un dogmatismo hugonote y nativo en su espíritu, aumentado por su educación, le desaviene un tanto de la Francia tradicional y lo compromete con los viejos procedimientos, tan dañosos a la República de Gambetta, quien adolecía del dogmatismo positivista en estos nuestros días de pestilencias intelectuales reinantes sobre los más conspicuos y los más elevados talentos. Y la educación hugonote, no tan sólo daña en sus ideas a Ferry, lo daña en su carácter. La mitad, por lo menos, de los muchos enemigos que le combaten a una con desusada furia, provienen de cierta malhumorada tesura, incompatible con las flexibilidades propias de toda política y con las exigencias naturales a toda democracia. Pero, como hasta la sepultura genio y figura, no pidamos a hombre de tanto mérito un cambio en su complexión interior; pidámosle un cambio en sus convicciones religiosas. Con reflexionar sobre la paz, a los espíritus traída por las últimas declaraciones republicanas de obispos y arzobispos, bastaríale, para comprender cómo el Catolicismo impera, con qué fuerte soberanía espiritual, sobre la mayor parte de los ciudadanos en la Nación católica por excelencia. Transfundidos a las costumbres principios tan humanos como la libertad religiosa y la libertad científica y la libertad civil, no hay temor alguno de que la Iglesia pueda entrar en irrupción abierta por tan vedadas esferas y quitarle a la gobernación general su puro carácter de laica. Y no pudiendo hacer esto ella de ningún modo ya con nosotros, no podemos nosotros ingerirnos en su gobierno interior, y menos despojarla de una primacía ungida por siglos de siglos, contra los cuales inútilmente nos revolvemos, e indispensable a esta democracia histórica nuestra, que no conoce ningún otro ideal.

La cuestión de Irlanda priva entre todas las cuestiones europeas; y, sin embargo, no anda un paso adelante más en estos días últimos. Cuestión muy compleja de suyo hállase relacionada estrechamente con problemas religiosos, políticos, agrarios, industriales, de intrincada confusión. Las tempestuosas pasiones que despiertan aquellas seculares desgracias, son allí causa primera y permanente de una guerra civil perdurable. Y tamaña guerra civil perdurable lanza por necesidad allende las aguas del Atlántico una emigración muy numerosa. Esta emigración influye de un modo harto anormal, así en el Imperio de la Gran Bretaña como en la gran República del Nuevo Mundo. Educados tales irlandeses, por proscritos, en el combate revolucionario, no hay para qué decir cómo andarán de nociones jurídicas. Fervientes católicos tampoco hay para qué decir cuál convivirán, dada su fe antigua, con los descendientes de aquellos anglicanos que los oprimieron y los vejaron en tal número de siglos. Soldados los unos de Cromwell en su ascendencia, y soldados los otros del Papa, mal se avendrán bajo un solo techo, siquier parezca tan amplio y luminoso como el coronado por la bandera, donde reluce con tal brillo el conjunto magnífico de las estrellas americanas. Pero divididos yankees e irlandeses por tantas causas, al extremo de que algunos publicistas entre aquellos anuncian como un peligro para la confederación esta numerosísima familia céltica, únense por opuestos motivos en sentimiento de común odio contra la común madre Inglaterra, tenida por los unos como abuelastra y por los otros como madrastra insoportable. La tenacidad histórica del celta puede tanto más cuanto menos raya en violencia. Ninguna tenacidad tan próvida como la serena y dulce. Fatigaréis al violento; no fatigaréis al moderado. Tras un esfuerzo extremadísimo puede sobrevenir el triunfo; pero seguramente, con triunfo o sin él, sobreviene también el cansancio. La voluntad, ejercitada sin sobreexcitaciones, medida con grados, puesta en movimiento por impulsores mesuradísimos, adquiere una constancia superior a todos los arrebatos. Esta constancia serenísima guarda, durante toda su vida, la raza céltica dentro del Imperio inglés, como lo demuestra el que no haya querido asimilarse a los ángeles, ni siquiera en trescientos años de una dominación absorbente y poderosa. Pero los más exaltados, los más batalladores, los más fuertes de Irlanda; todos aquellos que se conforman y resignan muy difícilmente con la dominación británica, promotores de las resistencias violentísimas, agentes de las protestas revolucionarias, alma y fuerza de los desórdenes habituales, emigran al Nuevo Mundo, llevándose la patria impresa en el corazón desgarrado; y no pudiendo prestarle ya la sangre que golpea en éste, le ofrecen los ahorros allegados en los trabajos continuos de la emigración ultramarina con el sudor de sus frentes. Y fluye de América un Pactolo hacia Irlanda. Y este Pactolo tiene un administrador, que lo encauce primero, y que luego irrigue con él todas las secciones varias de la complejísima causa irlandesa. Y he aquí la superior fuerza de Parnell, su administración de los dineros tributados a Irlanda por la emigración de los antiguos fenianos. Y hase visto más patente aún tamaño poder en las consideraciones grandísimas guardadas en estos momentos al rey sin corona por el embajador de la América irlandesa, o de la Irlanda americana, por O’Brien. Los cronistas y relatores de periódicos hanle perseguido, como suelen perseguir moscas a mieles, no dejándolo vivir con sus importunas inquisiciones; pero él hase amurallado en inexpugnable silencio, no rendido por ningún formidable asedio. Y si puede traslucirse algo de lo pactado entre dos...



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