Casey | Memorias de una isla | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 104 Seiten

Reihe: Pensamiento

Casey Memorias de una isla


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1126-740-3
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 104 Seiten

Reihe: Pensamiento

ISBN: 978-84-1126-740-3
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
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Memorias de una isla es un libro de ensayos de Calvert Casey en que se mezclan la crítica literaria y textos de remembranza. Con profundo espíritu literario en Casey evoca sus recuerdos de infancia en Cuba. Calvert Casey es un peculiar escritor cubano, nacido en Estados Unidos de padre estadounidense. Conoció y se llenó de influencias literarias norteamericanas y relató en su obra un universo insular. Interesado por las novelas que fraguaron la narrativa cubana del siglo XX, aquí destaca su agudeza en el análisis y la variedad de intereses, visibles en el sumario de Memorias de una isla: - Diálogos de vida y muerte - Meza literato y los croquis habaneros - Carrión o la desnudez - Kafka - Miller o la libertad - Un libro de Pedro Henríquez Ureña - Memorias de una Isla - El centinela en el Cristo - Hacia una comprensión total del XIX - Notas sobre pornografía - Anaquillé o la autenticidad

Calvert Casey nació en Baltimore, en 1924, pero creció fundamentalmente en Cuba. Luego vivió en Nuevo México, en Nueva York y en Europa trabajando como traductor de las Naciones Unidas. Regresó a Cuba a finales de los años cincuenta. Casey se suicidó a los cuarenta y cinco años en Roma.

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Diálogos de vida y muerte
A la gran obsesión con la vida en Martí, responde otra obsesión igual, o más poderosa aún, la de la muerte. Desde que su producción literaria comienza a fluir en abundancia en México, no cumplidos aún los veinticinco años, hasta pocas horas antes de Dos Ríos la idea de la muerte estará alimentando su pensamiento. La suya es la muerte del héroe romántico en su más puro aspecto. Quien tenía la certeza del reino de este mundo, de la felicidad posible, alcanzable por la simple fórmula de la generosidad y el amor, sintió toda su vida —y es la nota que remata muchos de sus pensamientos— el deseo de la muerte en contraste con la otra gran vertiente del pensamiento martiano: el amor a la vida, la fuerte pasión por el goce de los sentidos, la posibilidad de ver los más mínimos detalles de un mundo que para él es esencialmente hermoso y solo pasajeramente afeado por lo menos noble que ve en sí y en sus semejantes. La contradicción no es aparente. Surge de la más somera lectura de una gran mayoría de textos martianos, y es uno de sus rasgos más intrigantes. Una formidable (y envidiable) pasión literaria, casi única en las letras hispanoamericanas, que le hacía pensar escribiendo como otros piensan en voz alta y que lo obligaba a escribir como la manera esencial de pensar, nos revela las dos grandes obsesiones de Martí: la de la vida y por encima de ésta, la de la muerte. Fuga, diría un psiquiatra moderno, tendencias suicidas, autodestrucción, duplicidad del ego u odio a sí mismo. Todo es posible. Preferimos contrastar las dos tendencias para obtener la visión de un cerebro pensante de rara honestidad, y de una originalidad que impulsa grandemente su tradición. Indudablemente se nutre del naturalismo, lo admira y lo cita constantemente. Pero su yo interior es otra cosa. Los constantes estallidos de un cerebro atormentado e inmensamente fecundo denuncian al héroe romántico rezagado, el mismo que permanecerá sumergido y en silencio en medio de la inundación del positivismo y sus secuelas literarias hasta volver a consultar la muerte en lenguaje surrealista. No es casual que sienta «el misterio de Poe» y comprenda su mundo tenebroso. La suya no es la obsesión existencial con la muerte, que exige el compromiso como la única justificación de una vida cuyo significado no debe preocuparnos porque no es aparente. Sería pueril negar que a la inmanencia Martí prefiere la trascendencia. Por admisión explícita desde los primeros artículos de México, es un convencido de ésta, y mantendrá la convicción hasta última hora. Rara vez habla de Dios y detesta la religión organizada, pero cree, como anota Vitier, en una vida preexistente y en la venidera. ¿Explica esto su obsesión con la muerte? Difícilmente, porque al otro lado de la balanza está la intensa pasión por la vida, la capacidad apasionada para gozar de la tierra («contigo renazco», le dirán una y otra vez sus mujeres), un amor por la justicia y la bondad humanas muy difícil de conciliar con el desasimiento del trascendentalista activo. El ensayo sobre Walt Whitman nos inicia en la fascinación de Martí con la vida y con la muerte. Admira con pasión al Whitman de la «persona natural», de la «naturaleza sin freno en original energía», de las «miríadas de mancebos hermosos y gigantes», al Whitman «satisfecho», pero abre su ensayo citando al Whitman que cree que «el más breve retoño demuestra que en realidad no hay muerte», para enseguida convenir con él: «la muerte es la cosecha, la que abre la puerta, la gran reveladora»... «lo que (y ya esto es Martí) siendo; fue y volverá a ser; porque en una grave y celeste primavera se confunden las oposiciones y penas aparentes... la vida es un himno; la muerte es una forma oculta de la vida... los hombres al pasar deben besarse en la mejilla; abrácense los vivos en amor inefable; amen la yerba, el animal, el aire, el mar, el dolor, la muerte». ¿Deseo de negarla? No en quien escribe que «la muerte o el aislamiento serán mi premio único» o que «la muerte es júbilo, reanudamiento, tarea nueva», para rematar con que «la muerte es la vuelta al gozo perdido, es un viaje». Las tres afirmaciones, dichas en los años de México, y ahondadas hasta llegar al enigmático «¿Qué es la capacidad de morir sino la capacidad de ordenar?», alcanzarían por sí solas la categoría de obsesión. Pero dichas por un profundo gozador de la vida y por uno de los grandes creadores políticos del siglo XIX en el continente americano revelan a un hombre más misterioso y extraordinario aún de lo que habíamos supuesto. Su actitud desmiente todo el pensamiento moderno de que el supremo mal es la muerte, viniendo como viene de uno de los más grandes comprometidos del siglo XIX, capaz de un grado de compromiso, que haría palidecer de envidia al más engagé de los héroes sartreanos y de un hombre que no deja de sentir admiración por el pensamiento materialista: La filosofía materialista, que no es más que la vehemente expresión del amor humano a la verdad, y un levantamiento saludable del espíritu de análisis contra la pretensión y soberbia de los que pretenden dar leyes sobre un sujeto cuyos fundamentos desconocen... ¿Quién puede dejar de sentirse intrigado ante el gran espíritu capaz de pensar que «adelantar por las sendas de la muerte, es una forma de la vida, como el arte es una forma del amor», mientras dedica la vida entera a asegurar óptimas condiciones materiales y políticas a todo un pueblo? Explicar este aspecto de su personalidad limitándolo al viejo culto hispánico de la muerte que se hermana con la pasión por la vida sería injusto. Martí es mucho más complicado. Hay algo que lo convierte en el héroe existencial de nuestros días: su negativa a aceptar a priori nada que no haya podido experimentar directamente. Pero Martí excede al héroe existencial en que si éste se niega a discutir la muerte porque lo aniquila y la ve como una enorme amenaza, Martí trabaja con ella en todo el curso de una de las vidas más plenas posibles, trata de controlarla, de dirigirla, de expresarla en términos vitales para restarle su carácter definitivo, de incorporarla a la vida, negado a la última exclusión, desde una de las vidas más fragorosas de su tiempo: «Es un crimen oponer a la muerte todos los obstáculos posibles»... «así, siento que muero y alzo la cabeza, tiemblo de un espantoso frío, y sigo adelante». Es la actitud dualista, respaldada por una de las vidas más fecundas y extraordinarias con que nos hayamos puesto en contacto. En sus últimos momentos, su obsesión por unir los opuestos, por salvar las contradicciones aparentes deja de ser una expresión literaria para convertirse en sus actos póstumos. El viaje de Monte-Cristi a Cabo Haitiano, de Cabo Haitiano a Dos Ríos, es un fervoroso canto a la existencia por un espíritu que ha alcanzado al fin la embriaguez de vivir, abiertamente dionisiaca. «En estos campos suyos, únicos en que al fin me he sentido entero y feliz... llegué al fin a mi plena naturaleza. No estuve más sano nunca...»; «al sombrío de los árboles se oye un coro de carcajadas. Los mozos echan el brazo por la cintura a las mujeres de bata morada. Una madre me trae su mulatico risueño. Y los ojos me comen, y luego se echa a reír mientras se lo acaricio y se lo beso. Sobre la cerca pobre empina los ojos luminosos Augusto Etienne»; «... es el fustán almidonado de una negra que pasa triunfante». Y días después: «...parece impasible, con la mar a las plantas y el cielo por fondo, un negro haitiano. El hombre asciende a su plena beldad en el silencio de la naturaleza», para llegar en las selvas de Baracoa a los límites de la exaltación: «La noche bella no deja dormir... Vuelan despacio en torno las animitas; entre los nidos estridentes oigo la música de la selva, compuesta y suave... siempre sutil y mínima —es la miríada de son fluido ¿qué alas rozan las hojas? ¿qué danza de almas de hojas?» Y en la gran exaltación de la vida el gran abrazo a la muerte, como negándose a dejarla fuera del banquete, complacido de su proximidad, de comprobar la ausencia de horror en lo que mucho se ha temido, con una complacencia no exenta de morbosidad: «No es horrible la sangre de las batallas»... «¿será verdad que ha muerto Flor, gallardo Flor?... Juan vio muerto a Flor, muerto, con su bella cabeza fría y su labio roto». Estas últimas páginas sobre la muerte posiblemente den la clave del insistente contrapunto de toda una vida: Martí llega a amar tanto la vida y siente tanto horror a la muerte que su única forma de destruirla es haciéndola parte de la vida, jugando con ella, tocándola, besándola. Ve ejecutar al cuatrero Masabó «sin que al hombre se le caigan los ojos, ni en la caja del cuerpo se vea miedo: los pantalones, anchos y ligeros, le vuelan sin cesar, como a un viento rápido». Y unas leguas más allá: «¿Cómo no me inspira horror la mancha de sangre que vi en el camino? ¿ni la sangre, a medio secar, de una cabeza que ya está enterrada, con la cartera que le puso de descanso un jinete nuestro?». Aunque mucho más, es también el viejo juego sensual con que el español acaricia la muerte para destruirla y los anuncios constantes: «yo sigo a un viaje donde no me llegará respuesta suya»... «vamos de frente y acaso no vuelva... yo aquí quedo con el alma en fuego»... «Será un rompimiento interior, a caída suave...» Las últimas horas permiten intuir el enigma, anunciado ya en las dos estrofas de los Versos sencillos que sacuden con violencia a la poesía española: En cuanto llega a esta angustia Rompe el muerto a...



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