E-Book, Spanisch, 180 Seiten
Reihe: Ilustrados
Carroll Alicia en el país de las maravillas
1. Auflage 2025
ISBN: 979-13-8756352-3
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 180 Seiten
Reihe: Ilustrados
ISBN: 979-13-8756352-3
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Lewis Carroll (Daresbury, 1832 - Guildford, 1898). Charles Lutwidge Dodgson era su verdadero nombre. A los 18 años ingresó en la Universidad de Oxford, en la que permaneció durante cerca de 50 años, y en la que obtuvo el grado de bachiller. Fue ordenado diácono de la Iglesia Anglicana y enseñó Matemáticas a tres generaciones de jóvenes estudiantes de Oxford y, lo que es más importante, escribió dos de las más deliciosas narraciones de la literatura universal: Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo. Las Matemáticas fueron su pasión. También fue un notable fotógrafo, intentando recuperar, a través de este arte, la inocencia perdida (fotografió sobre todo a niñas, como Alice Liddell).
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Capítulo III
Una carrera en equipo y una historia con cola
El grupo que se reunió en la orilla tenía un aspecto realmente extraño: los pájaros con las plumas sucias, los otros animales con el pelo pegado al cuerpo, y todos calados hasta los huesos, malhumorados e incómodos.
Lo primero era, naturalmente, discurrir el modo de secarse: lo discutieron entre ellos, y a los pocos minutos a Alicia le parecía de lo más natural encontrarse en aquella reunión y hablar familiarmente con los animales, como si los conociera de toda la vida. Sostuvo incluso una larga discusión con el Loro, que terminó poniéndose muy tozudo y sin querer decir otra cosa que «soy más viejo que tú y tengo que saberlo mejor». Y como Alicia se negó a darse por vencida sin saber antes la edad del Loro, y el Loro se negó rotundamente a confesar su edad, ahí acabó la conversación.
—¡Sentaos todos y escuchadme! —gritó el Ratón, que parecía gozar de cierta autoridad dentro del grupo—. ¡Os aseguro que voy a dejaros secos en un santiamén!
Todos se sentaron, pues, formando un amplio círculo, con el Ratón en medio. Alicia mantenía los ojos ansiosamente fijos en él, porque estaba segura de que iba a pescar un resfriado de aúpa si no se secaba enseguida.
—¡Ejem! —carraspeó el Ratón con aires de importancia—. ¿Estáis preparados? Esta es la historia más árida y por tanto más seca que conozco. ¡Silencio todos, por favor! Guillermo el Conquistador, cuya causa era apoyada por el Papa, fue aceptado por los ingleses, que necesitaban un jefe y estaban, tiempo ha, acostumbrados a usurpaciones y conquistas. Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Northumbria…
—¡Uf! —gritó el Loro, con un escalofrío.
—Perdón —dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha cortesía—. ¿Decía usted algo?
—¡Yo no! —se apresuró a responder el Loro.
—Pues me lo había parecido —insistió el Ratón—. Continúo. Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Northumbria, se pusieron a su favor, e incluso Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, encontrolo conveniente…
—¿Encontró qué? —preguntó el Pato.
—Encontrolo —repuso el Ratón un poco enfadado—. Desde luego, usted sabe lo que quiere decir, ¿no?
—¡Claro que sé lo que quiere decir! —refunfuñó el Pato—. Cuando yo encuentro algo, es casi siempre una rana o un gusano. Quiero saber qué fue lo que encontró el arzobispo.
El Ratón hizo caso omiso de esta pregunta:
—Lo encontró conveniente y decidió ir con Edgardo Athelingo al encuentro de Guillermo y ofrecerle la corona. Guillermo actuó al principio con moderación. Pero la insolencia de sus normandos… ¿Cómo te sientes ahora, querida? —continuó dirigiéndose a Alicia.
—Tan mojada como al principio —dijo Alicia en tono melancólico—. Esta historia es muy seca, pero a mí no me seca nada.
—En tal caso —dijo solemnemente el Dodo, mientras se ponía en pie—, propongo que se abra un receso en la sesión y que pasemos a la adopción inmediata de remedios más radicales…
—¡Habla en cristiano! —protestó el Aguilucho—. No sé lo que quieren decir ni la mitad de estas palabras altisonantes, y es más, ¡creo que tampoco tú sabes lo que significan!
Y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunos de los otros pájaros rieron sin disimulo.
—Iba a decir —siguió el Dodo en tono ofendido— que el mejor modo para secarnos sería una carrera en equipo.
—¿Qué es una carrera en equipo? —preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como esperando que alguien dijera algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada.
—Bueno, la mejor manera de explicarlo es hacerlo.
Primero trazó una pista para la carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no tiene importancia», dijo) y todo el grupo se fue colocando aquí y allá o a lo largo de la pista. Nadie dio la salida con el consabido «a la una, a las dos, a las tres, ya», sino que todos empezaron a correr cuando quisieron, así que no era fácil saber cuándo terminaba la carrera. Pero, cuando llevaban corriendo una media hora, y volvían a estar secos, el Dodo gritó súbitamente:
—¡La carrera ha terminado!
Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor.
—Pero ¿quién ha ganado? —preguntaron.
El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse antes a largas cavilaciones, y estuvo mucho rato reflexionando con un dedo apoyado en la frente (la postura en que aparecen casi siempre retratados los pensadores), mientras los demás esperaban en silencio. Por fin el Dodo sentenció:
—Todos hemos ganado y todos tendremos premio.
—Pero ¿quién dará los premios? —preguntó un coro de voces.
—Pues ella, naturalmente —dijo el Dodo, señalando a Alicia.
Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gritando como locos: «¡Premios! ¡Premios!».
Alicia no sabía qué hacer. Se metió desesperada una mano en el bolsillo, y encontró una caja de caramelos (por suerte el agua salada no los había estropeado), y los repartió como premios. Había exactamente un caramelo para cada uno.
—Pero ella también debe tener un premio —dijo el Ratón.
—Claro que sí —aprobó el Dodo con gravedad, y, dirigiéndose a Alicia, preguntó—: ¿Qué más tienes en el bolsillo?
—Solo un dedal —contestó ella tristemente.
—Venga el dedal —dijo el Dodo.
Y todos la rodearon, mientras el Dodo le ofrecía solemnemente el dedal con las palabras: «Os rogamos que aceptéis este elegante dedal». Y todos aplaudieron con entusiasmo.
Alicia pensó que era bastante absurdo, pero los demás parecían tomarlo tan en serio que no se atrevió a reír, y, como no se le ocurría nada que decir, se limitó a hacer una reverencia y a coger el dedal con el aire más solemne que pudo.
Había llegado el momento de comerse los caramelos, lo que provocó bastante ruido y confusión, pues los pájaros grandes se quejaban de que sabían a poco, y los pájaros pequeños se atragantaban. Pero por fin terminaron con los caramelos, y de nuevo se sentaron en círculo, y pidieron al Ratón que les contara otra historia.
—Me prometiste contarme tu vida, ¿te acuerdas? —dijo Alicia—. Y por qué odias a los… G. y a los P. —añadió en un susurro, sin atreverse a nombrar a los gatos y a los perros por su nombre completo para no ofender al Ratón de nuevo.
—¡Arrastro tras de mí una realidad muy larga y muy triste! —exclamó el Ratón, dirigiéndose a Alicia y dejando escapar un suspiro.
—Desde luego, arrastras una cola larguísima —dijo Alicia, mientras echaba una mirada admirativa a la cola del Ratón—, pero ¿por qué dices que es triste?
Y tan convencida estaba Alicia de que el Ratón se refería a su cola, que, cuando él empezó a hablar, la historia que contó tomó en la imaginación de Alicia una forma así:
Dijo un perrazo
a un ratón
que se encontró
en la mansión:
«Iremos a ver al juez
y que juzgue
de una vez.
¡No acepto
más dilación!
¡Un juicio
debe de haber!
¡Nada más tengo
que hacer!».
Dijo el ratón
a su enemigo:
«¡No estoy de
acuerdo contigo!
Un juicio
de esa guisa,
sin jurado,
sin testigos
y celebrarlo
con prisa,
nada ha
de resolver».
«Yo seré juez
y testigo»,
ladró ahora
el enemigo.
«Diré lo
que hay
que decir
y luego
te haré
morir».
—¡No me estás escuchando! —protestó el Ratón, dirigiéndose a Alicia—. ¿En qué estás pensando?
—Por favor, no te enfades —dijo Alicia con suavidad—. Si no me equivoco, ibas ya por la quinta vuelta.
—¡Nada de eso! —chilló enfurecido el Ratón.
—¡Ah! Entonces será que te has hecho un lío. ¡Déjame ayudarte a deshacerlo! —exclamó Alicia, que ansiaba hacerse útil.
—De eso nada —dijo el Ratón, poniéndose en pie y marchándose muy enfadado—. ¡Te estás burlando de mí con tus tonterías!
—¡Ha sido sin querer! —se disculpó la pobre Alicia—. ¡Pero tú te enfadas con tanta facilidad!
El Ratón solo respondió con un gruñido, y siguió alejándose.
—¡Vuelve, por favor, y termina tu historia! —gritó Alicia tras él. Y los otros animales se unieron a ella y gritaron a coro:
—¡Sí, vuelve por favor!
Pero el Ratón movió impaciente la cabeza y apresuró el paso.
—¡Qué lástima que no se haya querido quedar! —suspiró el Loro, cuando el Ratón se hubo perdido de vista.
Y una vieja Cangreja aprovechó la ocasión para decirle a su hija:
—¡Ah, cariño! ¡Que te sirva de lección para no dejarte arrastrar nunca por tu mal genio!
—¡Calla esa boca, mamá! —protestó con aspereza la Cangrejita—. ¡Eres muy capaz de acabar con la paciencia de una ostra!
—¡Ojalá estuviera aquí Dina con nosotros! —dijo Alicia en voz alta, pero sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Ella sí que nos traería el Ratón en un santiamén!
—¿Y quién es...