Carroll | Alicia en el país de las maravillas | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 140 Seiten

Carroll Alicia en el país de las maravillas


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-15564-61-4
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 140 Seiten

ISBN: 978-84-15564-61-4
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Presentamos una edición ilustrada de Alicia en el País de las Maravillas, clásico imprescindible tanto para niños como para adultos. La historia nos introduce en un mundo subterráneo, anárquico y maravilloso. Abundan los personajes insólitos, los juegos de lógica, los dobles sentidos en las palabras empleadas y las situaciones absurdas. Las magníficas ilustraciones de Marta Gómez-Pintado hacen que esta edición de lujo sea perfecta para lectores de todas las edades. 'Sus obras no son libros para niños: son las únicas que nos convierten en niños.' Virginia Woolf

Autor Lewis Carroll (Daresbury, 1832 - Guildford, 1898). Charles Lutwidge Dodgson era su verdadero nombre. A los 18 años ingresó en la Universidad de Oxford, en la que permaneció durante cerca de 50 años, y en la que obtuvo el grado de bachiller. Fue ordenado diácono de la Iglesia Anglicana y enseñó Matemáticas a tres generaciones de jóvenes estudiantes de Oxford y, lo que es más importante, escribió dos de las más deliciosas narraciones de la literatura universal: Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo. Las Matemáticas fueron su pasión. También fue un notable fotógrafo, intentando recuperar, a través de este arte, la inocencia perdida (fotografió sobre todo a niñas, como Alice Liddell). Ilustradora Marta Gómez-Pintado. Nació en 1967 en Madrid, donde estudió Bellas Artes. Compagina su labor como pintora, dibujante, retratista, ilustradora y profesora de dibujo y pintura. Ha realizado diversas exposiciones de obra pictórica y obra gráfica. Ha ilustrado poesía (El año en que todos se aburrieron la mente. Luca. Esperma de ballena. Xusto O´Mon.) y algún pasaje de Don Quijote de La Mancha ('El Quijote entre todos'). Su primera visita al otro lado del espejo la hace con Alicia y Gulliver, personal revisión de dichos mitos, fundidos en un encuentro imaginario e ilustrados también por ella. Se identifica plenamente con André Breton cuando afirma 'Soy todo lo que he hecho y todo lo que no he hecho'.
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Capítulo Uno

En la madriguera del Conejo

Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.

Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto esfuerzo, porque el calor del día la había dejado soñolienta y atontada) si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas, cuando de pronto un Conejo Blanco de ojos rosados pasó corriendo a su lado.

No había nada de muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír que el Conejo se decía a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando pensó en ello después, decidió que, desde luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural del mundo). Pero cuando el Conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y se alejó a toda prisa, Alicia se levantó de un salto, porque constató de golpe que nunca había visto un conejo con chaleco ni con reloj que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad, echó a correr tras el Conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie del seto.

Un momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría después para salir.

Al principio, la madriguera se extendía en línea recta como un túnel, pero después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía un pozo muy profundo.

O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después. Primero intentó mirar hacia abajo y ver adónde iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgados de clavos. Cogió, a su paso, un tarro de los estantes. Llevaba una etiqueta que decía: «mermelada de naranja», pero vio con desencanto que estaba vacío. No le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por allí, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía descendiendo.

«¡Vaya!», pensó Alicia. «¡Después de una caída como esta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me creerán todos! ¡Ni siquiera lloraría aunque me cayera del tejado!» (Y era verdad.)

Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca de caer? «Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya», se dijo en voz alta. «Tengo que estar bastante cerca del centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas de profundidad...» Como veis, Alicia había aprendido algunas de estas cosas en las clases de la escuela, y, aunque no era un momento muy oportuno para presumir de sus conocimientos, ya que no había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció que repetirlo le servía de repaso. «Sí, esta debe de ser la distancia... pero me pregunto a qué latitud o longitud habré llegado.» (Alicia no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco de lo que era la longitud, pero le pareció bien decir unas palabras tan bonitas y altisonantes.) No tardó en reanudar sus cavilaciones. «¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué divertido sería salir donde vive esta gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos, creo... (Ahora Alicia se alegró de que no hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le sonaba del todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles el nombre de su país. “Por favor, señora, ¿dónde estamos, en Nueva Zelanda o en Australia?” (Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que es posible?) ¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecer! No, mejor será no preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna parte.»

Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar otra vez. «¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche!» (Dina era la gata.) «Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte aquí conmigo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los gatos?» Al llegar a este punto, Alicia empezó a adormecerse y siguió repitiendo como en sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?». Y a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?». Pues, como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho cuál de las dos se formulara. Se estaba durmiendo de veras y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba con mucha ansiedad: «Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. La caída había terminado.

Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco, que se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y Alicia, sin vacilar, echó a correr como el viento, y llegó justo a tiempo para oírle exclamar mientras doblaba un recodo: «¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!». Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez el recodo, no vio al Conejo por ninguna parte. Se encontró sola en una larga sala, iluminada por una hilera de lámparas que colgaban del techo.

Había puertas alrededor de la sala, pero todas estaban cerradas con llave, y, cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, probando puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro de la habitación y se preguntó cómo se las arreglaría para salir de allí.

De repente se encontró ante una mesita de tres patas, toda de cristal. No había nada sobre ella, salvo una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que debía de corresponder a una de las puertas de la sala. Pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llave era demasiado pequeña, lo cierto es que no pudo abrir ninguna. Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez, descubrió una cortinilla que no había visto antes, y detrás había una puertecita de unos dos palmos de altura.

Probó la llave de oro en la cerradura, y vio con alegría que encajaba bien.

Alicia abrió la puertecita y se encontró con que daba a un estrecho pasadizo, no más ancho que una ratonera. Se arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más maravilloso que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura sala y de pasear entre aquellos macizos de flores multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni siquiera podía pasar la cabeza por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría poderme encoger como un telescopio! Creo que podría hacerlo, solo con saber por dónde empezar.» Y es que, como veis, a Alicia le habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel día que comenzaba a pensar que casi nada era en realidad imposible.

De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita. Así pues, volvió a la mesa, casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o, en cualquier caso, un libro de instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la botella había una etiqueta de papel con la palabra «bébeme» hermosamente impresa en grandes caracteres.

Está muy bien eso de decir «bébeme», pero la pequeña Alicia era muy prudente y no iba a beber aquello por las buenas.

«No, primero voy a mirar», se dijo, «si lleva o no la indicación de veneno». Porque Alicia había leído preciosos cuentos de niños que se habían quemado, o habían sido devorados por bestias feroces, u otras cosas desagradables, solo por no haber querido recordar las sencillas normas que las personas que buscaban su bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo te quema si no lo sueltas enseguida, o que si te haces un corte muy hondo en un dedo con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia no olvidaba tampoco que, si bebes mucho de una botella que lleva la indicación «veneno», terminará, a la corta o a la larga, por hacerte daño.

Sin embargo, aquella botella no llevaba la indicación «veneno», y Alicia se atrevió a probar el contenido, y, encontrándolo muy agradable (tenía, de hecho, una mezcla de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo acabó en un santiamén.

«¡Qué sensación más extraña!», se dijo Alicia. «Me debo de estar encogiendo como un telescopio.»

Y así era en efecto: ahora medía solo veinticinco...



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