E-Book, Spanisch, Band 327, 194 Seiten
Reihe: Las Tres Edades
Carminati Un pingüino en Trieste
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19942-04-3
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 327, 194 Seiten
Reihe: Las Tres Edades
ISBN: 978-84-19942-04-3
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Una novela de crecimiento, valentía y libertad, en la Europa de la posguerra, donde la ilusión y la curiosidad de un adolescente desafían al miedo y al conformismo. Esta es la historia de Nicolò, un joven triestino, que con quince años decide dejar toda su vida atrás para ir en busca de su padre, un marinero que nunca regresó de África, después de la guerra. Desafiando la incertidumbre y los mareos que le provoca navegar, consigue un puesto entre la tripulación del Europa, un barco de once mil toneladas, y emprende rumbo hacia Sudáfrica con la disparatada idea de que su padre pueda estar vivo aún. A bordo, Nicolò descubrirá los sinsabores de su nueva independencia, el gusto agridulce del primer enamoramiento, el tesoro de la amistad y también los obstáculos que el odioso barman se empeña en ponerle día tras día. Además, conocerá y protegerá a un pingüino singular, polizón de la embarcación, al que dará el nombre de Marco y que más tarde tendrá una larga y honorable carrera en la ciudad de Trieste.Un pingüino en Trieste es una novela de aprendizaje y descubrimiento del mundo que, con estilo límpido y al ritmo del oleaje, entrelaza una crónica precisa de la Europa de los años cincuenta con una entrañable narración personal, divertida y llena de imaginación.
Chiara Carminati (Udine, 1971), escritora y traductora, reparte su tiempo entre la escritura de relatos, poesías, obras de teatro para niños y jóvenes, y talleres y encuentros con sus lectores en bibliotecas, colegios y librerías. Entre los numerosos reconocimientos que ha recibido destacan el Premio Andersen 2012 y el Premio Strega Ragazzi 2016. Sus libros se han traducido a varios idiomas.
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Agosto de 1950
La fuga Me había marchado de Lussino hacía tres años: una eternidad. Si lo pensaba, parecía como si mi vida en la isla perteneciera a otro, a un niño con pocas preocupaciones y mucha libertad, una vida de chapuzones en el mar y largas carreras, de competiciones con amigos y de agujas de pino que la bora1 te ensartaba en el pelo. A pesar de la guerra, a pesar de los bombardeos. Después, en 1945, cuando la guerra había terminado en el resto de Italia, para nosotros había dado comienzo otra, esta vez sin ataques aéreos, sin carros armados y sin cañones: una vez que se hubieron marchado los alemanes, a Lussino llegaron los partisanos yugoslavos, y la vida empezó a no resultar nada fácil para los italianos. Casas, tiendas y astilleros eran confiscados o requisados. La gente era arrestada sin ningún motivo, y a veces desaparecía como por arte de magia. Por nada se te declaraba «enemigo del pueblo». Muchos se fueron. Mi abuelo se negó a marcharse. «No quiero que se lleven mi casa, mi barca y todo lo demás, aprovechando que nos hemos ido —decía—. Hasta que se diga lo contrario, seguimos en Italia. Y seguimos siendo italianos». Pero dos años después, Lussino pasó oficialmente a formar parte de Yugoslavia. Los abuelos aguantaron un tiempo, con la esperanza de que algo mejorara, pero en la isla había cada vez más miseria, y el régimen yugoslavo no era precisamente indulgente con los italianos. En el colegio se empezó a hablar en croata. Dejamos de ir al colegio. Llegados a ese punto, el abuelo decidió que tenía que marcharme, solo y a escondidas. —Nosotros somos viejos, y esta es nuestra tierra —me dijo—. Pero tú tienes doce años, tienes derecho a un futuro mejor y a retomar tus estudios. Irás a Trieste. Te marcharás en la barca de los Piccini, que zarpan el martes por la mañana, al amanecer. En Trieste te espera tu tío Franco, ha dicho que está dispuesto a alojarte. Así podrás continuar el colegio en italiano y terminar los estudios. ¡Trieste! La había visto solo en fotos en el periódico. Era una ciudad, una ciudad de verdad. Pero un pensamiento me traspasó como una cuchilla: —¿Y papá? ¿Y si vuelve y no me encuentra? El abuelo se puso a limpiar una grieta de la mesa con la punta de un cuchillo. Luego suspiró. —Tu padre… Cuando vuelva, le diremos que estás con su hermano, a salvo. La última vez que había visto a mi padre yo era pequeño, no me acordaba nada de él. Había empezado a trabajar como marinero en el barco de vapor Colombo cuando yo tenía un año. Al estallar la guerra, su barco se encontraba en África y él había sido capturado por los ingleses junto al resto de la tripulación. La última carta había llegado desde un campo de prisioneros en Eritrea. Luego la guerra había terminado, los prisioneros habían sido liberados y poco a poco habían ido volviendo a sus países. Él todavía no, y habían pasado ya cinco años. Pero, aun así, yo seguía esperando que en cualquier momento volviera a aparecer. —¿El tío Franco podría tener noticias de mi padre? El abuelo examinó durante un buen rato la punta del cuchillo. —Puede que sí —dijo, aunque seguía sin mirarme a la cara. Me agarraba con las manos a la mesa como las lapas a las rocas, mientras digería sus palabras. Los abuelos eran mi familia, y se me hacía raro marcharme sin ellos. Tenía que ir a vivir con un desconocido, en una sociedad desconocida. Pero la idea de Trieste me alegraba el corazón: si mi padre volvía, seguramente lo enviarían a Italia, antes que a Lussino. Y aunque en aquel momento Trieste no fuera Italia, era igualmente un gran puerto al que mi padre podría llegar con facilidad. Iría a Trieste en barca. ¡Un auténtico viaje por mar, como nunca antes había hecho! Ante esta idea, la anguila de mi estómago se sobresaltó. Traté de ignorarla. —Y recuerda lo más importante, Nicolò: no tienes que contárselo a nadie. Desde el punto de vista de los yugoslavos, te estás escapando. Si alguien se entera, nos metemos en un lío.
El primer día de viaje fue todo bien. Me había colocado en medio de una montaña de paquetes que alguien había confiado a los Piccini para que los llevaran a Trieste. Llevaba conmigo solamente un bolso, en el cual había metido lo único que tenía de mi padre: un pingüino de madera que me había tallado él mismo a mano. Era blanco y negro, con la barriga lisa de tanto acariciarla, porque de pequeño tenía la costumbre de pasarle una y otra vez el pulgar para quedarme dormido. Además de los dueños de la barca, a bordo iba un chico mayor que conocía de vista. Se llamaba Luigi. Echaba una mano a Piero sujetando el timón, pero tenía la mirada siempre puesta en el mar, y fumaba un cigarrillo tras otro. —¿Esperas a alguien? —le pregunté. El chico posó su mirada en mí, como si acabara de darse cuenta de que yo también estaba ahí, en medio de los paquetes. —Espero que no —dijo casi como para sí mismo, sin quitarse el cigarrillo de los labios—. Tú estás yendo a Trieste a casa de tu tío, ¿no? ¡Bravo! Qué bonito viaje. Yo, en cambio, estoy escapando de verdad y, como me pesquen, se me cae el pelo. —¿Te has metido en algún lío? ¿Has matado a alguien? Tardó en responder. Seguía fumando y mirándome con cierta melancolía. Luego negó con la cabeza y apagó la colilla del cigarrillo, guardándoselo en el bolsillo con un resoplido. —No he matado a nadie y no me gustaría tener que hacerlo. Los yugoslavos me han llamado para el servicio militar. Si me quedaba, me tocaba unirme a su ejército. A mi hermano le obligaron a enrolarse incluso cuando estábamos bajo dominio de Italia, y todavía no ha vuelto a casa. —Escupió al mar y luego concluyó—: Qué suerte tienes de seguir siendo niño. Yo ya no era un niño. Y de todos modos, mi madre había muerto nada más nacer yo, mi padre estaba desaparecido en algún lugar de África y aquella barca me estaba alejando de la casa de mis abuelos, que era la única que conocía. Así que de suerte nada.
Los problemas llegaron el segundo día, cuando tuvimos que enfrentarnos al golfo del Carnaro para llegar a Istria. Habíamos partido con siroco y onda larga. Después el mar había empezado a picarse. —¡Coge los rizos! —ordenó Piero a su mujer. Noemi Piccini iba siempre en la barca con su marido. Era una persona discreta, que no llamaba la atención, pero era famosa por ser una buenísima navegante: se decía que en el mar tenía un sexto sentido que todos respetaban, empezando por su marido. —Antes hay que atar a los chicos —respondió Noemi. Se acercó a mí con un cabo, me lo pasó firmemente alrededor de la cintura y lo ató al mástil. Hizo lo mismo con Luigi y con su marido. Mientras tanto, el viento había girado a bora y se había vuelto cada vez más fuerte. Había olas cuadradas que chocaban contra los flancos de la barca sacudiéndola de izquierda a derecha. Yo me mantenía agarrado a una caja de madera, con la anguila del estómago retorciéndose para salir. —¡Hacia la Galijola! —gritó Piero a Luigi, señalando la silueta de un islote que despuntaba del agua—. Allí hay un embarcadero, ¡amarramos y esperamos a que pase! Pero su mujer intervino: —No, Piero. Nos quedamos en el mar. Es más seguro. —¿Más seguro? —dijo Piero incrédulo. —Las olas son demasiado fuertes. Si nos atamos al embarcadero, se romperán las amarras. ¡Nos estrellaremos contra las rocas! —Noemi, yo no… —trató de decir Piero, pero Noemi arrebató el timón de las manos del chico, y la barca volvió a girar la proa hacia mar abierto.
Aquella noche, exhaustos pero vivos, desembarcamos en una bahía desierta al sur de Pola. Nunca me había sentido tan cansado: estaba empapado y flojo como las velas de la barca maltratadas por el viento. Y tampoco es que los demás estuvieran mucho mejor. En cualquier caso, estábamos en tierra firme, por fin. Un par de horas más tarde, mientras barríamos los restos del fuego que habíamos encendido para la cena, llegó una barca a motor. Luigi se puso de pie de un salto. —¡La milicia! —exclamó con un grito ahogado, y corrió a esconderse entre las rocas. Noté como me quedaba helado por el miedo a volver a enfrentarme a otro peligro sin tener fuerzas para ello. Pero, afortunadamente, no se trataba de la milicia yugoslava: era gente de Susak que estaba yendo a Pola a buscar un dentista y para llegar a Istria habían hecho nuestro mismo trayecto. Sentí que aquel era el último borbotón de ansiedad que mi cuerpo podía soportar ese día. Dejé que los adultos siguieran hablando y me tiré sobre la arena caliente, apretando fuerte mi pingüino dentro del bolso. Antes de quedarme dormido, oí a los recién llegados contar que, cuando habían pasado por delante de la Galijola, habían visto el embarcadero de madera arrollado y destrozado por las olas. —Hemos hecho bien en no resguardarnos allí —había murmurado Piero Piccini. —Más que bien —había concluido el capitán de la barca de Susak—. Porque me temo que no seguiríais enteros: el islote de la Galijola está minado. Habríais saltado por los aires nada más atracar. Aquella noche, Piero se quedó dormido abrazado a su Noemi.
Nunca había estado en Trieste. La cantidad de...