Calduch-Benages | Mujeres de la Biblia | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 128 Seiten

Reihe: Las palabras y los días

Calduch-Benages Mujeres de la Biblia


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-288-3256-4
Verlag: PPC Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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Reihe: Las palabras y los días

ISBN: 978-84-288-3256-4
Verlag: PPC Editorial
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Hace treinta años, hablar de las mujeres de la Biblia era una novedad, al menos en nuestros países. La situación actual es, afortunadamente, muy distinta y, en muchos aspectos, cargada de esperanza. En estas últimas décadas, el interés por el estudio de las mujeres de la Biblia (las matriarcas, las profetisas, las mujeres sabias, las reinas, las heroínas, las esclavas, las esposas, las hijas, las prostitutas...) y de la función que desempeñan dentro del relato bíblico ha crecido hasta lo inverosímil. Esta es una invitación a conservar vivo su recuerdo y a reconstruir su historia, tejida de luces y de sombras, a caminar en la profundidad de nuestras raíces bíblicas a través de nuestras ilustres y sabias antepasadas.

Nuria Calduch-Benages, nace en Barcelona en 1957. Desde 1978 es miembro de la Congregación Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret. Licenciada en Filología anglo-germánica por la Universidad Autónoma de Bellaterra (Barcelona) y Doctora en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. En la actualidad es Profesora Ordinaria de Antiguo Testamento en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y Directora de la Sección Recensiones de la revista 'Biblica' (Pontificio Instituto Bíblico, Roma), Vicepresidente de la ISDCL (International Society for the Study of Deuterocanonical and Cognate Literature), Consultora del Centro Cardenal Bea para los estudios judíos (PUG, Roma), Miembro del comité editorial de las series DCLY (Deuterocanonical and Cognate Literature Yearbook), Berlin/Nueva York y VTSup (Vetus Testamentum Supplements), Leiden, Holanda, y miembro del comité asesor de Estudios Bíblicos (San Dámaso, Madrid). En octubre 2014 ha sido nombrada miembro de la Pontificia Comisión Bíblica por un quinquenio. Es miembro de la ABE (Asociación Bíblica Española), ABC (Associació de biblistes de Catalunya), ABI (Associazione Biblica Italiana), CBA (Catholic Biblical Association), CTI (Coordinamento di Teologhe italiane) y SBL (Society of Biblical Literature). Ha publicado una docena de libros y es autora de unos 250 artículos (científicos y divulgativos), especialmente sobre la literatura sapiencial de Israel y 50 recensiones. Ha participado en la preparación de la Bíblia Catalana Interconfessional, la nueva edición de la Biblia de Jerusalén, la Biblia de la Conferencia Episcopal Española y la Bibbia Vita, Verità e Vita. En 2008 participó en calidad de experta en el Sínodo de la Palabra en la vida y la misión de la Iglesia.
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Y SARA RIO


NURIA CALDUCH-BENAGES

Sara es una de las matriarcas de Israel que, junto a Rebeca, Raquel y Lía, contribuyó al nacimiento del pueblo y a la construcción de su identidad y de su memoria. La historia patriarcal narrada en el Génesis no es solamente –como algunos han presentado– la sola historia de los patriarcas, sino que es también la historia de las matriarcas, destinatarias privilegiadas de la promesa divina.

La primera noticia que tenemos de Sara se encuentra en la genealogía de Téraj, padre de Abrán, su marido. Allí nos enteramos de la tragedia que aflige su corazón: «Saray era estéril, no tenía hijos» (Gn 11,30). En Israel, como en todos los pueblos antiguos, la esterilidad era una humillación y un signo de maldición para la mujer, que se sentía rechazada por la sociedad, por sus propios seres queridos y hasta por Dios. Consciente de que no podía llegar a ser madre, la mujer estéril estaba condenada a convivir un día tras otro con una pesadilla. Prisionera de su propio cuerpo y de su propia alma, seguía viviendo envuelta en un halo de muerte.

Después de la llamada de Dios, Abrán, que tenía entonces setenta y cinco años y una mujer estéril, dejó Jarán y se puso en camino con toda su familia hacia una tierra ignota, a la que llegó después de un largo y fatigoso camino. Pero como esa tierra había sufrido una carestía, Abrán decidió bajar a Egipto para huir del hambre. Encontrándose en tierra extranjera fue preso del miedo y, temiendo por su propia vida, pidió a su atractiva mujer que mintiera a los egipcios haciéndose pasar por su hermana. «Por favor, di que eres mi hermana, para que me traten bien en atención a ti y salve mi vida por causa tuya» (12,13). De Saray no hubo reacción ni respuesta alguna. El narrador da a entender que ella es la víctima de un marido egoísta que solo se preocupa por sí mismo. En cambio, Saray se sacrifica por él y consiente el engaño sin preocuparse por sí misma ni por el peligro al que se expone. En efecto, no pasó inadvertida entre los egipcios, que la apresaron y se la llevaron al faraón. Así, el problema está resuelto para Abrán, que incluso se ve colmado de toda suerte de regalos, pero desde luego no para Sara, que se encuentra en el harén del faraón. En este punto de la historia interviene el Señor, que, con desagrado por todo lo sucedido, pero sobre todo por la vileza de Abrán con respecto a su esposa, hace que el engaño sea descubierto y que Saray sea liberada.

Después de esta aventura el viaje continúa, pero Saray camina llevando consigo el peso de su esterilidad, un peso que se hace cada vez más insoportable y humillante. También Abrán sufre a su modo y querría que la situación fuese distinta. Es así como, un día, aun sin nombrar a su mujer, se lamenta en presencia del Señor: «No me has dado hijos» (15,3). Muchas promesas le habían sido hechas en esos diez años, entre ellas la de una descendencia tan numerosa como el polvo de la tierra y como las estrellas del cielo, pero el hecho es que el primer hijo no llega. También Saray está cansada de esperar y se lamenta con Dios. Él es el culpable, él es quien ha puesto llave a su seno y parece haber perdido esa llave que podría abrirlo nuevamente, o, peor aún, tal vez, por algún motivo que ella desconoce, tiene la llave, pero no quiere utilizarla. No obstante, Saray no se resigna a ser una mujer «incompleta» y toma la iniciativa. Está decidida a resolver la cuestión; y, puesto que Dios, según ella, le ha vuelto la espalda, se dirige a su marido en busca de ayuda: «El Señor no me concede hijos, llégate, pues, a mi esclava a ver si tengo hijos por medio de ella» (16,2). La súplica de Saray expresa su deseo insatisfecho de maternidad, y Abrán, sin proferir palabra, consiente sin vacilar para contentar a su esposa, aunque esto signifique introducir a otra mujer en su relación de pareja.

El mismo deseo se apoderará de Raquel, la mujer amada por Jacob. Al igual que Saray, Raquel suplicará a su marido: «Dame hijos o me muero» (30,1), y, como Saray, le convence de que se una a una esclava gracias a la cual llegará a ser madre. Según el derecho mesopotámico, una esposa estéril podía dar a su marido una esclava y reconocer como propios los hijos nacidos de esa unión. Aunque no puede demostrarse –como a menudo se considera– que esta fuese una práctica común en Israel, el narrador la presenta como una solución a la esterilidad femenina. De este modo, la mujer estéril podía tener hijos legítimos, aunque biológicamente no le pertenecían.

El hecho es que Agar, la esclava de Saray, queda encinta, y su embarazo, en vez de ser motivo de alegría, se torna en fuente de sufrimiento para Saray, que no logra soportar la arrogancia de la esclava hacia ella: «Al verse encinta le perdió el respeto a su señora» (16,4). A partir de ahí, la rivalidad entre las dos mujeres fue creciendo, y la vida en la familia se convirtió en un infierno. Agar se gloriaba de llevar un hijo de Abrán en su seno, y Saray no dejaba de maltratarla. Aterrorizada por su señora, Agar decidió finalmente huir al desierto. Allí se encuentra con el Señor, que escucha su aflicción y la convence de que regrese. Aun siendo una esclava, también ella tiene una misión importante que cumplir. Cuando Abrán tenía ochenta y seis años, Agar da a luz a Ismael, cuyo nombre significa precisamente «Dios escucha» (16,15).

Trece años después del nacimiento del primogénito, el Señor establece una alianza con Abrán, que, a partir de ese momento, se llamará Abrahán, un nombre que es promesa de fecundidad: «Padre de muchedumbre de pueblos». También Saray cambiará de nombre. En lugar de Saray se la llamará Sara, que en hebreo significa «Princesa». El cambio de nombre indica no solamente un cambio de destino, sino también de actitud hacia la vida y hacia el futuro. Abriéndose al plan divino, los dos esposos están dispuestos a iniciar una nueva etapa en su vida. Pero más importante que el cambio de nombre es la promesa que el Señor renueva a Abrahán: tendrá un hijo de Sara (cf. 17,16). Abrahán, que tiene cien años, no logra contener la risa frente a estas palabras. La misma reacción tendrá Sara cuando escuche el anuncio de su gravidez de boca de un huésped desconocido: «Cuando yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo» (18,10). Sara se ríe, puesto que sabía que el tiempo de tener hijos ya había pasado: «Cuando ya estoy agotada, ¿voy a tener placer con un marido tan viejo?» (18,12). Al huésped no le agrada la risa incrédula e irónica de Sara y añade, desafiándola: «¿Hay algo demasiado difícil para el Señor?» (18,14). Solo entonces, al oír estas palabras, Sara descubre la identidad del huésped. Así, la conversación, que al comienzo se había establecido entre los tres huéspedes y Abrahán, todos varones, al final se torna en una conversación entre el Señor y Sara, la portadora de la promesa. A primera vista puede parecer que la insistencia del Señor en el hecho de que Sara se haya reído («No lo niegues, te has reído»: 18,15) deba entenderse como un reproche contra ella. No obstante, la risa de Sara es, en realidad, un preanuncio del nombre del hijo que llegará. Se llamará Isaac, que significa justamente «Hijo de la risa». Después de haber dado a luz al hijo tan deseado, Sara explica con un hermoso juego de palabras su experiencia con Dios:

Dios me hizo reír; todo el que lo oiga reirá conmigo […] ¿Quién le habría dicho a Abrahán que Sara iba a amamantar hijos?, pues le ha dado un hijo en su vejez (21,6-7).

Finalmente, el Señor abrió su seno y Sara ríe de alegría, de alegría profunda y verdadera, porque, increíblemente, el sueño se ha hecho realidad. Lo imposible se ha realizado. Ha llegado a ser madre, y ahora es una mujer completa y realizada que no tiene por qué avergonzarse frente a nadie. Sara ha renacido a la vida. El nacimiento de Isaac es la coronación de una espera larga y atormentada, vivida en la duda y en la amargura durante un largo y fatigoso viaje que ha extenuado los pies, pero sobre todo los corazones, de ambos padres.

Todo parece indicar el happy end de la historia, pero, lamentablemente, no será así. La felicidad no es nunca completa en esta tierra. La vida continúa, pero los problemas no se detienen. La alegría de Sara se hace pronto trizas después del destete de Isaac a causa de su cercanía con Ismael, el hijo de Agar. En la gran fiesta que Abrahán dio en honor de la madre y del hijo, Sara, viendo que Ismael «reía» con Isaac, se dio cuenta de inmediato de que su hijo no iba a ser el heredero principal. Ismael sabe que es el primogénito, y esto le hace sentirse superior a su hermano a todos los efectos. Según la ley de la primogenitura, la herencia pertenece al primogénito, aunque, como en este caso, no sea hijo de la mujer amada (cf. Dt 21,17). Presa de los celos, Sara pretende que Abrahán expulse a «esta esclava y a su hijo», una manera de decir que Ismael ya no es hijo suyo. Estas serán sus últimas palabras. Ni siquiera pronuncia sus nombres, no quiere verlos ni oírlos más. Que desaparezcan para siempre de su vida, de modo que Isaac pueda convertirse en el único heredero. A Abrahán no le complace la petición de su esposa, pero, siguiendo el consejo del Señor, da su consentimiento.

Así pues, Sara llega a expulsar a Agar y a Ismael...



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